miércoles, 1 de diciembre de 2010

La reina de las nieves

(de Carmen Martín Gaite)

Los múltiples obstáculos interpuestos por la autoridad competente (¿?) nos llevaron el pasado día 29 de noviembre a reunirnos en el altillo del café Fresas y Chocolate a hablar de literatura –tema subversivo donde los haya- al lado de una glamurosa boa de plumas fucsia, unas docenas de perchas de plástico rosa y varios pares de piernas de maniquíes cruzadas en provocativa actitud. Agradecemos desde aquí a Gabriela su hospitalidad, su simpatía y sus cafés.

La reina de las nieves provocó pasiones encontradas; casi todos coincidieron en su soberbio arranque (el pasaje de la cárcel –que a algunos nos recordó El beso de la mujer araña- fue el más alabado ), pero, mientras a algunos les pareció que, a medida que la novela avanzaba, el tono iba decayendo para acabar en un final cercano al folletín, otros confesaron haberse emocionado e incluso haber derramado "algún cristalito de hielo" con el desenlace. Hubo quien señaló la habilidad de Martín Gaite para dibujar “personajes-pincelada”, caracterizados magistralmente con un par de trazos y que se pierden en el relato para no volver a surgir más adelante. Por otra parte, se criticó el que cayera en el maniqueísmo al caracterizar a algunos personajes y se intentó reivindicar la denostada figura de la madrastra en el cuento popular (encarnada en la novela por la americana Gertrud, alter ego de la reina de las nieves del cuento de Andersen) y se habló del color de los personajes (Leonardo sería azul y de agua, según este presupuesto).
No obstante, a mí en particular me gustó bastante la novela e intenté “salvarla de la quema” con una arriesgada teoría. Ya a mitad de la lectura de la parte central (los cuadernos de Leonardo, en los que el protagonista nos relata en primera persona sus cuitas y avatares) empecé a preguntarme el porqué de determinados elementos aparentemente superfluos, y sobre todo la noche en el bar, a la que la autora le dedica tantas páginas. Me recordó inmediatamente al tema del descenso a los Infiernos, y tirando de ese hilo encontré el (supuesto) ovillo del que surgía: la novela presenta –desde mi punto de vista, claro está- un paralelismo algo más que casual con la Odisea. Leonardo en un Ulises perdido en los mares de la droga y la locura, que intenta regresar a su Ítaca abandonada, la Quinta Blanca (¿posible anagrama de Ítaca?); nos lo encontramos retenido en la isla de Calipso (la cárcel) hasta que los dioses (el estado) deciden que ha de continuar su vuelta a casa y lo liberan. En la parte central, es el propio Leonardo el que cuenta en primer persona sus “naufragios”, como es el propio Ulises quien relata en la Odisea sus aventuras en la corte de los feacios a petición de Nausícaa (recurso imitado siglos después por Virgilio, quien por boca de Eneas informa a Dido de sus peripecias: infandum, regina, iubes renovare dolorem…); se encuentra en su camino con elementos y personajes mágicos que lo acercan más a su destino: el criado Mauricio (salido como de un sueño), el libro de Casilda, y, cómo no, el descenso a los Infiernos previo al retorno a la patria soñada.
Sila actúa como Penélope, salvaguardando el patrimonio del héroe ausente contra viento y marea, literalmente (“Merecerías que hubiera pasado un simún sobre todo eso, ya que lo abandonaste desconsideradamente a su suerte. Pero para tu tranquilidad te diré que no cayó en manos enemigas”); ¿no hablaría así Penélope, que estaría hasta el mismísimo peplo de espantar pretendientes gorrones y de arreglar goteras en el palacio itacense, mientras Ulises se dedicaba a sus batallitas y a sus romances con ninfas y hechiceras varias?
Y finalmente se produce el reencuentro, el reconocimiento (anagnórisis) entre los personajes: es el sirviente Mauricio el primero en notar el asombroso parecido entre ambos, como en la Odisea son los criados (la nodriza, el porquero, el perro Argo) quienes primero reconocen al amo ausente.
Y Sila (esta vez sí, anagrama de ISLA) permanece siempre en contacto con el mar, con el faro, los acantilados, las gaviotas… y hasta hace su propio viaje en busca de su padre (el capitán inglés) como si se tratara de Telémaco.

¿Es demasiado atrevida la hipótesis? Quizás, aunque en cierto modo me siento respaldado por las constantes alusiones en la novela a Kavafis y a la importancia de la travesía por encima de la llegada al destino, llegada que Leonardo intenta retrasar una y otra vez, en parte para disfrutar al máximo de ese viaje y en parte por miedo a lo que se encontrará tras años de ausencia de su Ítaca soñada.

Nada más; nos volveremos a encontrar para hablar sobre el próximo libro, La neblina del ayer, de Leonardo Padura, ya en enero del próximo año. La fecha exacta y el lugar se anunciarán en este blog con la suficiente antelación.

Un saludo desde el sofá en el exilio.