martes, 19 de noviembre de 2019

Todo cuanto amé

(de Siri Hustvedt)

Aquí os transcribo la magnífica reseña de Josune:



Al comienzo de su discurso en el Acto de entrega de los Premios Princesa de Asturias 2019, Siri Hustvedt se remontó a su infancia y se refirió al asombro emocionado que le causaba la contemplación de pequeñas cosas, de insignificantes objetos y situaciones cotidianas que menudean en nuestra vida. Había ya entonces en ella, y así lo atestigua su memoria, un modo atento e intenso de mirar alrededor. Por lo que conocemos de su obra, su vasta formación humanística le procuró herramientas con que analizar las múltiples formas que la vida adquiere, y su talento creativo le ha permitido traducir esa observación lúcida, esa comprensión sagaz de lo real en expresión poética, reflexión ensayística o construcción narrativa.
          Me vienen más momentos de su bello discurso, pronunciado con pasión y alegría (¡qué contenta se la veía después al recibir el galardón y saludar emocionada al público!): “…cuanto más sé, más me pregunto: ¿por qué? ¿Cómo sabemos lo que sabemos? Piénsenlo de nuevo: ¿y si fuera diferente?”. Reflexionó con sutileza sobre varias cuestiones, la identidad entre ellas, a propósito de lo cual aludió a una pregunta formulada de pequeña por su hija: “Mamá, cuando sea mayor, ¿seguiré siendo Sophie?” Buen interrogante…
          El pasado 17 de octubre nuestra tertulia inició la temporada en la nueva Pynchon —¡magnífico lugar! Ojalá tengan la suerte y el éxito que su apuesta merece― comentando una novela de Siri Hustvedt, Todo cuanto amé. Sin despertar un juicio unánimemente positivo, creo que la obra provocó un diálogo tan variado y lleno de matices como ella misma. Algunos manifestamos habernos sentido atrapados desde el principio por esos cinco personajes principales muy bien descritos en las primeras páginas, y habernos mantenido interesados todo el tiempo. Otros, en cambio, confesaron no haber llegado a entrar en la propuesta de la autora o, si lo hicieron, fue experimentando fases de descenso en el interés al hilo de un argumento revestido en un buen tramo de thriller psicológico, sin abandonar esa mirada vigilante de un narrador que describe con minucia similar a la que contempla y escruta, lo cual se traduce en un decaimiento de la acción y la intriga a favor de la introspección y el discurso reflexivo.
          En mi opinión, nos hallamos ante una espléndida novela que muestra en la variedad de temas propuestos la potente intelectualidad de su autora, a la vez que acredita, en la delicadeza con que selecciona los detalles y expresa emociones ―el dolor, el deseo, la pasión o la rabia—, su naturaleza indiscutiblemente poética. Siempre he pensado que la creación artística más auténtica es una irremediable extensión de la vida, por eso no me abandona la impresión de que el autor produce su obra con los mismos mimbres con que encarna y habita su particular existencia, lo cual, llevado a la literatura, equivale a formular algo así: “Escribimos como somos y como vivimos”. En el caso de Siri Hustvedt, esto me parece muy cierto. Y por supuesto me refiero a un pálpito esencial compatible con la invención más desaforada, con la fabulación más audaz. No se trata de describir y narrar con afán autobiográfico, sino de crear desde la íntima verdad que sostiene a ese ser humano, aprendiz de demiurgo, embarcado en la aventura siempre incierta de construir una novela.
          Todo cuanto amé comienza con un movimiento retrospectivo. El narrador, Leo Hertzberg, refiere que “ayer” encontró las cartas de Violet a Bill, escondidas por este en uno de sus libros. Alude a las dificultades que tiene en su vista, las cuales motivaron que tardara largo rato en leerlas. Cuando acabó, supo que iba a escribir este libro. Uno de los fragmentos de la cuarta carta menciona un cuadro de Bill para el que Violet posa. A continuación el narrador nos sitúa en el tiempo: la primera vez que él vio ese cuadro fue veinticinco años atrás y entonces no conocía a ninguno de los dos, ni a Bill ni a Violet. Se trata de un cuadro sugerente, que cautiva al narrador, donde se atisba cierto misterio y gran detallismo: los mocasines, el taxi diminuto en una mano de la mujer retratada, el cardenal debajo de la rodilla… Es el origen de la historia, incluso el esbozo de los conflictos de Bill, el pintor, con dos mujeres: Lucille, con la que en ese momento está casado, y Violet, a la que se unirá después.
          Por otro lado, también a partir del cuadro el narrador menciona a Erica Stein, su esposa, y cuenta cómo se conocieron. Ambos pertenecen a familias de judíos alemanes de clase media y son profesores. Ella, de Lengua Inglesa en la Universidad de Rutgers y él, de Historia del Arte en la de Columbia.
          El nombre completo de Bill, el pintor, es William Wechsler. Estudió Artes Plásticas, Historia del Arte y Literatura en la Universidad de Yale, donde conoció a Lucille Alcott, poetisa e hija de un profesor de la Facultad de Derecho. Unos años después se casaron.

          Por último, Violet Blom, la modelo, es una estudiante de Historia que cursa un posgrado  en la Universidad de Nueva York e investiga para su tesis sobre la histeria en Francia en el cambio de siglo. Bill la califica como “una chica muy lista” y “una persona fuera de lo corriente” (p. 26). Será la segunda y definitiva pareja de Bill tras la ruptura de su matrimonio con Lucille.
          Presentados los cinco personajes, el lector asiste en la primera parte de la novela al relato de su amistad, encendida por el interés de Leo en la obra mencionada, Autorretrato, y enseguida por la fascinación que el artista ejercerá sobre el crítico. Leo destaca el encanto de Bill, emanado de su absoluto aire de independencia. A través del recuerdo de Leo de aquella primera visita al taller del pintor, vamos conociendo las peculiaridades creativas de este ―“En mi obra, yo intento crear dudas” (p. 22)— y lo que más impresiona a aquel: “la ambigüedad”, “el hecho de no saber adónde mirar en sus lienzos”, “la narrativa oculta en sus obras” porque “para él, las historias eran como la sangre que recorre un cuerpo: senderos de vida. Era una metáfora reveladora, y nunca la he olvidado”. “Como artista, Bill perseguía lo no visto a través de lo visto. Lo paradójico era que él había optado por presentar ese momento invisible por medio de una pintura figurativa, lo que no es sino una aparición estática, una superficie.” (pp. 23 y 24).
          La ambigüedad y la confusión propias de la vida reflejadas en las obras de Bill y la función del arte constituyen, a mi juicio, los temas esenciales de esta primera parte, junto con el ya mencionado de la amistad, que se mantendrá a lo largo de toda la obra. La vida de las dos familias, el afecto creciente entre los personajes, el descubrimiento de sus complejas individualidades, el nacimiento de sus hijos, Matthew y Mark, en fechas muy próximas, la buena relación entre ellos, que, siendo diferentes, se quieren y se llevan bien…, compondrán la línea argumental de este primer bloque que concluye con la alusión al campamento al que acudirán los dos muchachos.
          La segunda parte de Todo cuanto amé comienza de un modo inesperado y tristísimo: con la muerte accidental de Matt en dicho campamento. A partir de aquí asistimos a un tramo de la historia en el que los estados emocionales de los protagonistas adquieren absoluta relevancia. El narrador expresa en páginas más que conmovedoras su infinita desolación, el desgarro profundo al que lo ha condenado la muerte de su hijo, un chico sensible, inteligente, bondadoso, dotado para el arte. La pareja formada por Leo y Erica se rompe. Ella se marcha. Violet y Bill se convierten en el apoyo de Leo, lo sostienen, se ocupan de que no se derrumbe. La intimidad generada en torno al hecho de cenar juntos a diario lo amarra a la vida: “Dejé que Violet y Bill me cuidaran, y mientras lo hacían sentí como si volviera a conocerles de nuevo. Su intensidad me hacía sentir levemente conmocionado, como un hombre que, tras pasar años en una oscura y lóbrega mazmorra, consiguiera al fin salir de ella.” (p. 206)
          Poco a poco la novela modifica su rumbo para situar su centro de gravedad en Mark y su extraña conducta. En un ejercicio de simetría estructural, la segunda parte, que se abrió con la muerte de Matt, se cierra con otra muerte, la de Bill. De nuevo la tristeza anega la existencia de Violet y Leo, y otra vez la solidez de su amistad los sostiene. Mark y su extravío se convierten en la principal preocupación de ambos.  La narración adquiere una atmósfera y un ritmo propios de un thriller, que tiene como momento culminante el viaje emprendido por Leo en busca de Mark, aderezado por el miedo y la tensión latentes en la amenazante cercanía de Giles y el propio Mark, dos seres desequilibrados. Nos hallamos ya en la tercera parte.
No he mencionado aún, y debo hacerlo, la alusión al mundo del arte en su ámbito más ruin, el de las envidias y egolatrías que salpican las críticas, los juicios sobre las obras, y la falsedad de algunos creadores. Ahí es precisamente donde situamos a Giles, ese joven psicópata junto al que Mark experimentará su proceso de degradación personal, probablemente justificado también por algún trastorno de personalidad.  Otra cuestión que considero importante: los estudios de Violet sobre las mujeres obesas y anoréxicas; los sorprendentes análisis psicológicos en torno a lo que refleja de nosotros el trato que le damos a nuestro cuerpo. Tampoco me he detenido en las páginas dedicadas a describir las obras de Bill, sus series de cajas…
En fin, es esta una novela inmensa que contiene la diversidad de intereses y conocimientos de su autora, de ahí la enorme dificultad de sintetizarla y comentarla de un modo justo. Sé que dejo fuera de estas líneas, demasiado extensas hace rato, otros aspectos merecedores de alguna referencia, y lo lamento. Sin embargo, debo concluir. Voy a hacerlo aludiendo al final, a esa aparición inesperada de un testigo que acarrea la exculpación de Mark en el asesinato de Rafael. Algunos juzgamos este movimiento un tanto extraño, algo forzado, como si la autora no se atreviese a culminar el desastre vital de Mark y lo salvara en el último momento. Se apuntó que quizá fuera Lazlo, el fiel y misterioso Lazlo, quien se ocupó de construir eficazmente tan decisiva coartada. Se alabó la decisión narrativa de  que Mark continuara libre para seguir ejecutando su destino, pues esto confería a la novela y al personaje un interés mayor. Dejémoslo así, con esa intriga, como algo abierto.
No obstante, no quiero cerrar mi comentario con este hecho. Me voy a un momento también mencionado en la tertulia, a un detalle pequeño, modesto, insignificante casi, un vaso de agua cuya observación desata en Leo un llanto incontenible. “El agua parece ser un símbolo de ausencia” (p. 199). La escena tiene lugar durante una clase, rodeado de sus alumnos. La dolorosa ausencia de su hijo lo inunda inopinadamente y desencadena, al fin, la expresión de su dolor en angustiosos sollozos y quejidos. Vuelvo al comienzo de mi reflexión, a esas palabras de Hustvedt evocadoras de su asombro infantil ante detalles de la realidad, sus sagaces interrogantes: ¿por qué?, ¿cómo sabemos lo que sabemos?...
Creo que esta hermosa novela constituye en el fondo una indagación de la autora en cuanto aspira a conocer y comprender, de ahí su amplitud de temas, enfoques y ámbitos. Orquestado por una viva inteligencia y una extrema sensibilidad, el relato se recrea en lo visible y se zambulle con audacia en lo que permanece oculto, escondido, con el aval de la fascinación ejercida por el arte como misterio y refugio. Pero finalmente son los personajes los que nos atrapan: en su persecución del conocimiento de sí mismos y del mundo, en su búsqueda de la dicha, en su entrega a la pasión, al amor, o al peligro y la destrucción. Y se sostienen unos a otros con la lealtad inquebrantable de la amistad verdadera, capaz de sobrevivir a   todos los estragos de la existencia. También a la desolación infinita en que nos sume la muerte.



Nos vemos en la próxima tertulia, el 27 de noviembre, esta vez hablando de la última galardonada con el Premio Nobel de Literatura, la escritora polaca Olga Tokarczuk, y su novela Sobre los huesos de los muertos. 

viernes, 19 de julio de 2019

El olvido que seremos

(de Héctor Abad Faciolince)


Nuestra Josune nos vuelve a ilustrar con la última reseña de este curso:


Cerramos el curso tertuliano con El olvido que seremos, del colombiano Héctor Abad Faciolince. El título, bellísimo, extraído de un hermoso soneto de Borges, nos rondaba hacía tiempo y, aunque su lectura no ha suscitado un entusiasmo unánime, en general nos ha parecido interesante y recomendable.
No se trata de una novela, como muchos creíamos, sino más bien un libro de memorias o una biografía novelada del padre del autor, Héctor Abad Gómez, médico comprometido con la defensa de los derechos humanos y la tolerancia, asesinado en Medellín el 25 de agosto de 1987. Un hombre  extraordinario y admirable, a cuya figura rinde emocionado tributo  su hijo escritor.

La obra descansa sobre dos perspectivas complementarias que construyen al personaje: la que se desenvuelve en la intimidad familiar y procede del hijo agradecido hacia un padre afectuoso en extremo, dispensador de un amor incondicional y de una confianza ilimitada y gratuita, y la que nos muestra al doctor Abad en su dimensión social, especializado en temas de Salud Pública, empeñado en mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos y en denunciar las devastadoras consecuencias de la certeramente denominada por él mismo «Epidemiología de la violencia». La suma de ambos enfoques se traduce en el retrato casi hagiográfico de un excepcional ser humano que acabó convertido en víctima de la patología nacional que con tanta valentía criticó y combatió.

La referencia concreta a lo que el autor reconoce como defectos de su padre no constituye un contrapeso suficiente que dote de objetividad a esta semblanza, y este rasgo ha sido subrayado por algunos de nosotros como deficiencia del relato, mientras que para otros supone, además de una legítima opción, un enfoque inusual en el tema de las relaciones paternofiliales, el cual ha dado a la Historia de la literatura páginas memorables en torno a un ajuste de cuentas a menudo amargo y poco benévolo. El libro se desmarca por completo de esta tradición y se inscribe en la del homenaje emocionado a un progenitor que transmite de manera permanente a su hijo el mensaje de que su existencia es valiosa por definición, sin necesidad de hacer méritos ni alcanzar grandes logros, y digna de todo su amor. Así comienza la obra, con el recuerdo de una infancia feliz marcada por la protección paterna, por la guía de un hombre de ideología híbrida —según su propia opinión―: cristiano en religión, por la figura amable de Jesús y su evidente inclinación por los más débiles; marxista en economía, porque detestaba la explotación económica y los abusos infames de los capitalistas; y liberal en política, porque no soportaba la falta de libertad y tampoco las dictaduras, ni siquiera la del proletariado, pues los pobres en el poder, al dejar de ser pobres, no eran menos déspotas y despiadados que los ricos en el poder. (p.55)

Tal vez uno de los aspectos más interesantes de los primeros recuerdos del autor lo constituya la alusión  a las familias de ambos progenitores, con especial protagonismo de la atmósfera católica en los Faciolince. Su madre, huérfana de padre, se había criado con su tío, Joaquín García Benítez, arzobispo de Medellín, quien había apoyado la fundación de la orden de las Hermanitas de la Anunciación, una de las cuales, la hermanita Josefa, cuidó de sus hijos pequeños cuando aquella decidió ponerse a trabajar. Los rosarios en casa de la abuela Victoria, las procesiones en honor a la Virgen por los pasillos de su propia casa, el Costurero del Apostolado, su formación en un colegio de la órbita espiritual del Opus Dei, al que accedió gracias a la influencia de su tío Javier, hermano de su padre y cura de la Obra…: Yo sentía como si en mi propia familia se viniera librando una guerra parecida entre dos concepciones de la vida, entre un furibundo Dios agonizante a quien se seguía venerando con terror, y una benévola razón naciente. (…) Esta guerra sorda de convicciones viejas y convicciones nuevas, esta lucha entre el humanismo y la divinidad, venía de más atrás, tanto en la familia de mi mamá como en la de mi papá. (p. 81) El tema es tratado por el autor con humor, delicadeza y hondura, y en repetidas ocasiones subraya la fortuna de haber contado en su educación con la libertad de pensamiento y el raciocinio inoculados por su padre: Entre dos pasiones religiosas insensatas, una masculina, en el colegio, y otra femenina, en la casa, yo tenía un asilo nocturno e ilustrado: mi papá. (p. 98) Además de su amor incondicional, el mayor legado del doctor Abad para sus hijos probablemente sea su ausencia de dogmatismo, su humanismo tolerante con los diversos modos de vivir y de explicar la vida, siempre que respeten unos principios éticos irrenunciables. Esa ética radical sostenía, además, la armónica relación que mantuvo siempre con su esposa: Mi papá y mi mamá eran contradictorios en sus creencias y en sus comportamientos, pero complementarios y de un trato muy amoroso en la vida diaria. (…) La contradicción, sin embargo, no parecía alejarlos, sino atraerlos el uno al otro, tal vez porque compartían de todas maneras un núcleo de ética humana con el que estaban identificados. (p. 131)

«La muerte de Marta» representa, en el ecuador del relato, la mayor desgracia acontecida a la familia, y a partir de ella el narrador percibe en su padre una entrega ciega a su compromiso social sin reparar en los riesgos que corría, en la frágil  seguridad que lo cercaba. Creo que la reflexión con que explica el cambio posee un valor universal: Después de una gran calamidad la dimensión de los problemas sufre un proceso de achicamiento, de miniaturización, pues a nadie le importa un pito que le corten un dedo o que le roben el carro si se le ha muerto un hijo. Cuando uno lleva por dentro una tristeza sin límites, morirse ya no es grave. (p. 209) El autor justifica así esa especie de «crónica de una muerte anunciada» que va a caracterizar a la narración desde ese momento. El lector asiste atónito a la descripción de un complicadísimo entramado social y político en el que el lenguaje de la violencia toma las riendas y expande esa infame epidemia de crueldad, tortura y sangre, refractaria a cualquier razonamiento, impermeable a toda consideración que la cuestione. Al doctor Abad no le queda más opción que seguir adelante con su lucha y con su vida hasta el final. Opino que en estos últimos capítulos se hallan algunas de las líneas más bellas de la obra. Quiero destacar la página 254, donde el escritor reproduce palabras de su padre en las que menciona a esos seres éticamente superiores que hacen de su vida una reivindicación permanente de la justicia social. Tal vez sin pretenderlo, el doctor Abad nos da la clave, el fundamento de su existencia: Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor, cuando uno muera, como resultado de su trabajo y esfuerzo.

He comentado al principio que la valoración del libro ha sido diversa, pero todos coincidimos en elogiar su estilo, la facilidad de su lectura, y la lección de ética e historia que supone. Algunos tertulianos echaron de menos la incursión del autor en un terreno de la intimidad de su padre en el que se resiste a entrar, y que bien pudiera tratarse de su escondida homosexualidad, aunque esta interpretación no la compartíamos otros. En cualquier caso, El olvido que seremos nos pareció a casi todos una lectura más que recomendable, y un buen colofón para esta temporada, en la que La ley del menor, de Ian McEwan, ha resultado elegida como la mejor obra de las seis que hemos leído, y la mejor tertulia, la celebrada sobre El cuento de la vida, con la impagable asistencia de su autor, Fernando Villamía.


A ver lo que nos depara Todo cuanto amé, de Siri Hutsvedt, flamante Premio Princesa de Asturias de las Letras 2019. Nos vemos a comienzos del otoño en la nueva Pynchon… ¡Felices vacaciones a todos!




lunes, 3 de junio de 2019

Los asquerosos

(de Santiago Lorenzo)


     Resulta curioso cómo las novelas que menos aceptación tienen en nuestra tertulia son precisamente las que mejores y más animadas tertulias provocan. Ese es el caso de Los asquerosos, de Santiago Lorenzo, obra que ha gozado de un gran éxito de crítica y público, hecho que ha sorprendido tanto al propio autor como a la mayor parte de nuestros contertulios.

        Ya de entrada el título es bastante desafortunado; si lo que se pretende es impactar desde ese primer momento, realmente se consigue, aunque sea a costa de la estética. Bien es cierto que esos asquerosos a los que el protagonista hace referencia están muy presentes en toda la obra, hasta el punto de que él mismo se considera uno de ellos, con la salvedad de que al menos a él no lo tiene que aguantar nadie.

        El principio de la novela consigue enganchar al lector. Su estilo original, su sentido del humor, su constante innovación lingüística y su mezcla de registros captan nuestra atención desde las primeras páginas. A esto hay que añadir también como logro del autor el ritmo casi cinematográfico de la primera parte, donde se narra la huida de Manuel;  Santiago Lorenzo hace aquí uso de su experiencia en el mundo del cine y consigue que el lector se imagine a la perfección cada plano y cada escena que describe.

        No obstante, este ritmo cae en picado con el retiro del protagonista en la aldea; las descripciones de cada tarea que emprende Manuel para adaptarse al campo, de cada bricolaje y cada demostración de sus habilidades, llegan a resultar para muchos tediosas e insoportablemente largas. No sabemos si con esto el autor pretende que el tiempo se dilate también para el lector, que también nosotros tengamos esa sensación de que los días se hacen interminables cuando  no se tiene nada que hacer. Aunque también podría ser un elogio a la vida retirada, un beatus ille  del siglo XXI que, de tan insistente, resulta agotador y consigue el efecto contrario.

        La trama se remonta por fin, tras el largo paréntesis de inactividad campestre, con la aparición de los mochufas. Estos personajes, capitaneados por la inconmensurable Joaqui, levantan el tono de la novela e introducen el caos en la vida de Manuel y la alegría en la del lector, que ya no aguantaba más homenajes interminables al televisivo MacGyver.

         El retrato social de esta familia es de lo más acertado de la obra. Su crítica divertida y ácida a las costumbres y usos sociales, a la cuestionable educación de los niños como pequeños tiranos, a ese querer estar en el campo sin renunciar a las comodidades, se convierte en un soplo de aire fresco en una trama que había encallado en las peligrosas marismas del aburrimiento. Claro que todo se ha de dosificar en su justa medida, in medio virtus: tan exagerada y desproporcionada resulta la crítica a este modo de vida, que corre el riesgo de producir el efecto contrario y hacernos desear precisamente  lo que señala con el dedo acusador; todos somos en el fondo un poco (o muy) mochufas,  disfrutamos más tomando una copa en medio de un paraje idílico que convirtiendo una malla de naranjas en un escurreplatos, y además lo retransmitimos por las redes sociales para que quede constancia.

         Precisamente esa falta de dosificación nos pareció uno de los grandes fallos de la novela; el autor se extiende demasiado en el desarrollo de algunos temas, hasta llegar a exasperarnos, mientras que otros que podrían ser más interesantes los toca solo de pasada. Se echa en falta una reflexión más profunda  sobre la soledad, el consumismo, la educación…

          Otro fallo a nuestro entender es la pretensión  al final de la obra de dejar todo el tema judicial de Manuel atado y bien atado; no creímos verosímil la conversación con el policía y ese afán por cuadrar cada detalle en favor del protagonista, sin que quede ningún cabo suelto. Igual de inverosímil nos pareció el narrador, esa trampa del autor de las conversaciones diarias entre tío y sobrino para justificar el punto de vista del narrador omnisciente.

        

De cualquier manera, pese a los abundantes fallos que le vimos a la obra y a no quedarnos clara la intención que perseguía Santiago Lorenzo en ella (crítica social, elogio de la soledad, sátira del consumismo… o ninguna de estas, tal vez), llegamos al acuerdo de considerarla una novela recomendable, aunque no imprescindible; divertida, pero no hilarante; original aunque a veces exasperante y, si bien un tanto sobrevalorada, al menos su lectura proporciona momentos amenos, que no es poco en estos tiempos.

domingo, 5 de mayo de 2019

La ley del menor

(de Ian McEwan)

Nuevamente nos ilustra nuestra Josune con la reseña de la última tertulia. Gracias por tus inspiradas palabras, tan brillantes como siempre.



En nuestra última tertulia dijo Fernando Villamía, autor de El cuento de la vida, la obra que aquella tarde comentamos, que McEwan era de los que «había que leer de rodillas», y creo que no le falta razón. Es la segunda novela de este escritor británico que comentamos —la anterior fue Expiación― y seguro que no será la última. En varias ocasiones he afirmado que es bueno leer de todo, en clara referencia a títulos que nos han causado cierto desconcierto o decepción, incluso tratándose a veces de autores reconocidos y de obras precedidas por elogiosos comentarios de lectores y críticos. No voy a desdecirme; mantengo que es bueno leer de todo, entre otras razones para saborear con fruición la buena literatura, a la que, a mi juicio, La ley del menor pertenece.
            Reconozco que el tema me atrajo desde el principio: la cuestión religiosa examinada en una situación de vida o muerte. Adam Henry, un adolescente enfermo de leucemia,  miembro de los Testigos de Jehová y próximo a la mayoría de edad, se niega a recibir una transfusión de sangre imprescindible para salvarle la vida. El caso está en manos de Fiona Maye, jueza experimentada y solvente, especializada en derecho de familia, que atraviesa en ese momento una delicada situación personal: su marido acaba de manifestarle su deseo de vivir una aventura extraconyugal con una joven, no porque haya dejado de amarla, sino como necesidad de huir de la falta de pasión y disfrute sexual en que se hallan desde hace tiempo. Ambos rondan los sesenta años (la infancia de la vejez): Jack ya los tiene y Fiona los cumplirá pronto.
            Uno de los valores del libro lo constituye el equilibrado reparto de la información en cinco capítulos de extensión bastante similar, piezas de una insospechada estructura cuya solidez acaba de manifestarse en los últimos párrafos. Doscientas diez páginas le bastan al autor para plantear, desarrollar y resolver tan complejos asuntos con la hondura que merecen. Sirva como ejemplo la perfección del primer capítulo, tras el cual el lector posee un completísimo retrato de Fiona y los datos necesarios para seguir con interés la trama en su doble vertiente, la relacionada con el trabajo de la jueza, íntimamente unida a la vida del muchacho, y la referida al cataclismo vital y sentimental en que la ha sumido la propuesta de su marido y el rechazo de ella a la misma. Al final de dicho capítulo, Fiona afronta su jornada en el juzgado tras comprobar que Jack se ha ido de casa.
            Resulta encomiable en esta historia la red temática tejida por McEwan, en la que ningún asunto es menor. Lo apuntado en el resumen inicial nos muestra la religión y la ley como cuestiones esenciales, a las que hemos de añadir la libertad, el sexo, la importancia de la reputación y, por último, la belleza a la que se accede a través del arte. Pero si la novela funciona desde las primeras líneas y sostiene el interés sin desmayo es por la redondez del personaje principal, Fiona, y la fuerza de su imperfecta humanidad. El relato minucioso de sus movimientos a lo largo de unas horas va acompañado de la exposición de otros casos en los que su conocimiento profundo de la ley y su brillante raciocinio se aliaron para dictar una sentencia en la que, por encima de todo, se pretende garantizar el bienestar del menor. Sin embargo, la magistrada Maye lleva consigo el poso amargo de algunos procesos capaces de zarandear las convicciones, principios y moralidad del mejor y más íntegro de los mortales. La estremecedora historia de los gemelos siameses subyace en el origen de su apatía emocional y sexual: Pero se había vuelto aprensiva con los cuerpos, casi incapaz de mirarse el suyo o el de Jack sin sentir repulsión. ¿Cómo iba a hablar de esto? (…) Durante una temporada, alguna parte de ella se había enfriado al mismo tiempo que el pobre Matthew. Ella era la que había expulsado del mundo a un bebé, la que le había negado la existencia con argumentos expuestos en treinta y cuatro páginas elegantes. (pág. 39)
            El encuentro de Fiona con su colega Sherwood Runcie  introduce en el tema de la ley la desasosegante realidad de sus errores, a veces irreparables. La incomodidad que ella siente, incluso a su pesar, cuando se topa con Runcie subraya un rasgo de la personalidad de Fiona que ya conocíamos: el perfeccionismo que subyace tras su competencia profesional. El relato del caso en cuestión incide en la vulnerabilidad de quien dicta sentencia, permeable a las corrientes de opinión que vociferan juicios emanados desde la corrección política o la emocionalidad social, dibujando un panorama que añade a los cargos de la persona procesada la repercusión colectiva y mundana de su historia particular. El veredicto, erróneo, como se sabrá demasiado tarde, le costará la vida a Martha Longman. La jueza Maye experimenta ante su colega el escozor no tanto de la herida aún abierta ocasionada por un yerro fatal como de la amenaza real de protagonizar ella misma un acontecimiento parecido: En momentos de desilusión con la justicia, le bastaba evocar el caso de Martha Longman y el error de Runcie para confirmar un sentimiento pasajero  de que la ley, por mucho que Fiona la amara, en el peor de los casos no era un asno, sino una serpiente, una serpiente venenosa. (pág. 58)  El desarrollo de la trama, cada vez más centrada en el caso de Adam una vez que Fiona decide sustraerse de su drama personal y entregarse a su trabajo, arrincona el nombre de Sherwood Runcie y lo incluye en la relación de asuntos judiciales detallados en la novela, reveladores, además, de un impecable y concienzudo trabajo de documentación por parte del autor.
El capítulo 3 contiene dos momentos de extraordinaria altura literaria: el primero, la entrevista en el hospital entre Fiona y Adam, su conversación sobre los motivos del muchacho para negarse a la transfusión, la constatación por parte de ambos de la asombrosa coincidencia en sus aficiones y sensibilidad artísticas y, en especial, la insólita imagen del enfermo interpretando con su violín una canción entonada por la jueza, episodio clave en el desarrollo posterior de los acontecimientos. El otro momento cumbre lo constituye el texto de la sentencia. Como era previsible, Fiona Maye ordena que se realice la transfusión para protegerlo de su religión y de sí mismo. No ha sido fácil resolver este asunto. He tenido muy presente la edad de A, el respeto que debemos a su fe y la dignidad del individuo que reclama su derecho a rechazar un tratamiento. A mi juicio, su vida es más preciosa que su dignidad. (pág. 124)
Un nuevo Adam, presa de la euforia que le reporta el descubrimiento de la vida sin el corsé de una doctrina religiosa, escribe a Fiona ―Pienso que usted me ha acercado a algo distinto, a algo muy hermoso y profundo, pero en realidad no sé qué es. (pág. 140)— y le demanda una respuesta que ella nunca le dará. Poco después, resulta sorprendente el giro que se produce en la novela cuando Adam se presenta en Newcastle, al noreste de Inglaterra, adonde la jueza Maye se había desplazado por motivos de trabajo, y le expone su deseo de irse a vivir con ella. Adam expresa su propuesta con franqueza y sencillez: ―Podría hacerle pequeños trabajos, tareas domésticas, recados. Y usted me daría listas de lectura, ya sabe, todo lo que crea que debería conocer… (pág. 166) Naturalmente, la réplica de Fiona es negativa. En los movimientos finales de la despedida, tiene lugar el episodio del beso, a medias fortuito, a medias voluntario, y, en cualquier caso, para ella extraordinariamente turbador. Pronto la dominará el arrepentimiento por su conducta irreflexiva y una desmedida inquietud por su reputación en caso de que la escena hubiera contado con algún testigo. Tales preocupaciones empañan su habitual perspicacia y le impiden comprender en esos momentos el verdadero sentido de la petición del muchacho. Comprenderá después, con descarnada lucidez, pero ya tarde.
La asombrosa estructura de esta novela tiene en el último capítulo un remate perfecto cuyo centro lo constituye la actuación de Fiona, ahora brillante pianista, con su colega Mark Berner, destacado tenor. Hace gala McEwan de un prodigioso conocimiento del arte musical a través de una descripción exquisita capaz de sostener una atmósfera delicada e inefable. Cuando está a punto de comenzar la actuación, resurge Runcie, quien comunica a Fiona algo de su interés, algo que ella parece no poder (o no querer) entender bien, al menos en esos instantes. La actuación le reserva otra sorpresa: Mark no canta en alemán sino en inglés aquellos hermosos versos que ella entonó en la habitación de un Adam gravemente enfermo: Estábamos junto al río mi amor y yo en un campo, / y en mi hombro inclinado ella posó su mano de nieve. / Me pidió que tomara la vida con calma, / tal como la hierba crece en las riberas; / pero yo era joven e insensato y ahora soy todo llanto. (pág. 199)
Concluida la soberbia interpretación, calurosamente aplaudida, Fiona abandona el escenario y regresa a las palabras de Sherwood Runcie para acabar de descifrar el enigma acallado con dolor bajo la música y asumir la tragedia ocasionada por su equivocación. La trabajadora social que llevó el caso le confirma la muerte de Adam, enfermo de nuevo y ya mayor de edad, tras negarse a recibir otra transfusión imprescindible. Entonces, Fiona comprende: Sin la fe, qué abierto y hermoso y aterrador debió de parecerle el mundo. (pág. 208) Adam había ido a buscarla y ella no le había ofrecido nada en lugar de la religión, ninguna protección, aun cuando la Ley era clara, su consideración prioritaria era el bienestar del menor. (pág. 209) Y por último: Pensó  que sus responsabilidades terminaban dentro de las paredes del tribunal. Pero ¿cómo podían terminar allí? Él fue a buscarla, quería lo mismo que quiere todo el mundo y que sólo podían darle los librepensadores, no los seres sobrenaturales. Un sentido. (pág. 209)
Creo que en estas últimas citas se concentra la cuestión fundamental que McEwan ha querido abordar al tratar el tema religioso: la ayuda que el hombre inteligente y sensible aferrado a la religión necesita cuando es capaz de intentar vivir sin sus consignas. Históricamente el miedo ha abonado la adhesión a creencias religiosas, de modo que abandonar la creencia no garantiza la eliminación del mismo. El miedo sigue estando en la naturaleza del creyente, y puede prender de nuevo y atenazarlo, y devolverlo a un sistema que lo cobije y lo salve de su propia angustia. Esa es la dialéctica en que se ve atrapado el joven Adam, y lo que expone McEwan con gran acierto es que se trata de un asunto mucho más complejo y delicado de lo que se pueda pensar, y que quienes lo viven como conflicto precisan una ayuda que está más allá de la asepsia legal. La ley protegió a Adam Henry de su religión y de sí mismo, y le salvó la vida una vez. Sin embargo, se quedó indefenso, confundido, demasiado solo. Abatido y decepcionado, se abandonó a la muerte.
En la escena final de esta espléndida novela Fiona y Jack están juntos. Él ha velado su sueño, ella se lo agradece y le pregunta si seguirá amándola cuando conozca toda la historia de la que él casi nada sabe. Claro que sí, responde Jack. Entonces Fiona le habló en voz baja y firme de su vergüenza, de la pasión por la vida de aquel dulce chico y del papel que ella había desempeñado en la muerte de Adam. (pág. 210) Seguro que, como ella misma sospecha, Jack intentará convencerla de que no ha sido suya la culpa. Sin embargo, Fiona Maye sabe que el caso de Adam Henry constituirá para siempre la herida real causada por el veneno de la serpiente, esa ley que ella venera porque trata de ordenar el caos del mundo con raciocinio y equidad, esa ley falible, imperfecta y audaz. En el fondo, un peligroso aunque necesario instrumento ideado por los hombres para protegerse de sí mismos.




sábado, 9 de febrero de 2019

El cuento de la vida

(de Fernando Villamía)



     Siempre es un auténtico lujo contar en nuestras tertulias con la presencia de autores que nos hablen de sus obras. Ya en otras ocasiones hemos disfrutado de la compañía de Luis Leante, de nuestra querida Josune Intxauspe (en su faceta de novelista) o de Lola López Mondéjar.  En nuestra última cita tuvimos el placer de contar con Fernando Villamía, que nos hechizó con sus palabras al igual que antes lo había hecho con su novela El cuento de la vida.

     La obra, que obtuvo el XIX Premio de Novela Ciudad de Badajoz, nos cuenta la vida de un exoficial nazi, sus relaciones con el ocultismo y las circunstancias que rodean su truculenta muerte. Con una prosa exuberante y que en ocasiones coquetea con lo poético, Villamía nos sumerge en una intriga propia de la más genuina novela negra salpicada por doquier de auténticos cuentos que adquieren entidad propia. De hecho, el mismo autor reconoce que se mueve con más comodidad en el relato breve (prueba de ello es su gran cantidad de relatos premiados en numerosos certámenes literarios, entre los que podemos destacar El traje, ganador del XXX Concurso Hucha de Oro 2002,  Polaroid, premio Los Monegros 2014, ¿Puedo ir a lavarme las manos?,  premio Gabriel Miró 2008 o Concierto para sirenas, relato galardonado con el premio Max Aub 2013).

     Pese a esa supuesta y reconocida incomodidad con el formato novelístico, Villamía nos conduce de forma magistral a lo largo de las páginas de su obra sin que en ningún momento decaiga el interés. Los relatos de los trabajadores de la Fundación Gnosis, aunque pudiera parecer que ralentizan el transcurrir de la trama, incitan al lector a esperar qué va a narrar el siguiente, como si de una moderna Sherezade se tratara.

     Nos contó el autor cómo surgió la idea de la novela durante un viaje a Noruega, cuando conoció la existencia de los Lebensborn, las “granjas reproductoras” de la raza aria, e investigó en las consecuencias que estos experimentos de eugenesia tuvieron en la población y en las desdichadas vidas de los miles de niños y niñas que dejó tras de sí esta demencial práctica. A este respecto se han escrito numerosas obras y filmado algunas películas, entre las que podemos destacar la producción germano-noruega de 2012 Dos vidas, basada en una novela de la escritora alemana Hannelore Hippe.

     El tema del ocultismo, tan presente en la obra, parece ser que realmente obsesionó a los altos mandos nazis, quizás por sentirse ellos también de algún modo tocados por la divinidad. Villamía afirmó que, tras la rigurosa labor de documentación que tuvo que realizar para poder hablar de este mundo, también él llegó a estar interesado en este universo mágico, aunque no hasta el punto de fundar el Museo del Quizás que aparece en su novela.

     También nos confesó que, tras una relectura de su propia obra, quedan detalles que no acaban de gustarle, como el hecho de que haya una sola voz narrativa y que todos los personajes, pese a sus variadas características y orígenes, se expresen con un mismo tono, un mismo estilo (el del autor, en definitiva). Lo que el propio autor considera un defecto nosotros lo vimos como una opción literaria, tan válida como la de adoptar diferentes tonos.

     De la lectura de El cuento de la vida, así como de su anterior novela Judith y Holofernes (editorial Algaida 2009, XXVII Premio de Novela Felipe Trigo) podemos extraer la conclusión de que Fernando Villamía tiene especial predilección por presentarnos a unos personajes femeninos dotados de una espectacular fuerza tanto vital como vengativa, semejantes a walkirias del siglo XXI, mujeres provistas de un enorme poder para manejar el mundo que las rodea. Las pinceladas con las que nos describe su perfil psicológico resultan magistrales, tanto como su indiscutible habilidad para lograr las bellísimas descripciones que pueblan las páginas de sus novelas, descripciones que en ocasiones rayan el preciosismo.

     De nuevo aprovechamos la ocasión para agradecer a Fernando Villamía su presencia en nuestra tertulia y para felicitarlo por su buen hacer novelístico, al tiempo que esperamos con ansiedad la publicación de sus nuevas creaciones literarias.   

     La próxima tertulia, el 28 de marzo, se centrará en La ley del menor, de Ian McEwan. Hasta entonces, ¡feliz lectura!