sábado, 17 de diciembre de 2016

El corazón es un cazador solitario

(de Carson McCullers)

RESEÑA ESCRITA POR JOSUNE.

        Carson McCullers tenía veintitrés años cuando escribió esta novela de espléndido título que tanto me recuerda en la atmósfera recreada y en el tono narrativo a Matar un ruiseñor. El calor del sur, la quietud y el tedio de una población rural difuminada en gris, el color que se disputan para hacer suyo el blanco y el negro. Blancos y negros son sus habitantes, cuyas vidas discurren entre los márgenes de la conformidad y la rebeldía.

         El corazón es un cazador solitario no se sostiene en una acción trepidante, tal vez por eso alguien comentó en la tertulia: «No pasa nada». En parte, así es, pero solo en parte. La materia de esta historia la componen el interior de sus personajes principales y los acontecimientos fortuitos, a veces trágicos, que estallan de modo inesperado y modifican el rumbo de algunas vidas, e incluso lo frenan, lo detienen para siempre. Pienso en el disparo, por suerte no mortal, que sale del rifle manejado por el pequeño Bubber, hiere a Baby y acarrea el desastre económico a su familia. O en la desgracia de Willie, que acabará inválido en una prisión.

         La novela comienza de un modo perfecto. El primer capítulo sorprende y atrapa con la historia de una insólita pareja de amigos: dos sordomudos. Dicho capítulo posee la intensidad y autonomía de un cuento redondo, cerrado a medias por la melancolía y la soledad en que queda sumido el personaje principal de la novela, el mudo Singer, cuando su amigo Antonapoulos es arrancado de su lado por decisión de su primo, quien lo ingresa en una institución estatal en la que pueden cuidarlo y ocuparse de él convenientemente. Estas son las últimas líneas de tan magnífico arranque: En su rostro se reflejaba la melancólica paz que suele verse  en quienes sufren mucho o son muy sabios. No obstante, continuaba deambulando por las calles de la ciudad, siempre solo y en silencio.

         Ese hombre silencioso, pacífico y solitario se va a convertir en el testigo, el compañero, el escuchante ideal de los otros cuatro personajes importantes de la novela: la pequeña Mick; Biff Brannon, dueño del Café New York; Blount, alcohólico y anarquista; y el doctor Copeland, entregado a la reivindicación de los derechos de los negros.

         Si tuviera que destacar algún episodio, me inclinaría, sin duda, por esa escena en la que los cuatro coinciden en la habitación de Singer y apenas son capaces de hablar entre ellos (Singer se sentía confundido. Siempre habían tenido mucho que decir. Sin embargo, ahora que estaban juntos permanecían silenciosos. (…) Cada uno de ellos dirigía sus palabras principalmente al mudo. Sus pensamientos parecían converger en su persona como los radios de una rueda en torno a su eje.)

         Singer es un hombre blanco afable, paciente y compasivo. Él, que escucha siempre, aun sin comprender, resulta un enigma para sus visitantes, quienes, sin embargo, no precisan saber más, conocerlo mejor. Por su parte, tampoco él los necesita a ellos. Su vida se sustenta en la existencia de su «único amigo», Antonapoulos, a quien escribe a pesar de que el griego no sabe leer.

Cuando el primo se lo lleva del pueblo, Singer logra recuperarse porque periódicamente acude a visitarlo y pasa unos días con él. La detallada descripción que la autora hace de los preparativos de estas escapadas nos permite participar de la emoción del personaje, cuyo amor hacia el otro mudo se nos muestra como una conmovedora realidad: No nací para estar solo y menos separado de ti, que eres quien me comprende, escribe en la que será su última carta. Por eso el final, trágico y tristísimo, es más que coherente y comprensible. Muerto Antonapoulos, Singer no puede seguir viviendo.

Los demás sí lo harán, más solos que antes. El negro, el del bigote, el dueño del Café (así los identificaba Singer para su amigo), con su pasado a cuestas. Mick, antaño entregada a los sueños que encendía en su interior su pasión por la música, ya no es tan niña y trabaja en unos grandes almacenes porque hace falta dinero en su casa. Se siente engañada, «entrampada», pero aún confía en que suceda «algo bueno». Igual que el extraño Biff, que empieza un nuevo día en su café dispuesto a esperar «el sol de la mañana».



 Los cuatro siguen viviendo. Guía sus pasos y alienta su esperanza el latido de un cazador hambriento de amor y solitario.

miércoles, 20 de julio de 2016

Un lugar de paso

(de Josune Intxauspe)

Este final de temporada no ha podido tener mejor colofón que la lectura de la novela Un lugar de paso,  de nuestra querida compañera, amiga y alma indiscutible de esta tertulia Josune Intxauspe. Ya hace años nos deleitó con su opera prima El color del tiempo (Editorial Gollarín, 2007) y ahora vuelve a sorprendernos con una obra intimista, reflexiva y, en opinión de muchos de los que asistimos a la tertulia, magistral.
Se trata de una obra profunda, densa, escrita con un manejo excelente del idioma, que nos obliga a veces a releer determinados párrafos.  La voz de la autora, para nosotros tan conocida, se oye a lo largo de numerosas páginas, sobre todo en las partes dedicadas al diario de Jana; llega un  momento en que desaparece, al sumergirse en el universo de Enrique Orés.

Precisamente el  personaje de Enrique fue el más difícil de construir para la novelista. Al abordar el tema de la creación literaria, Josune reconoce estar tanto en Marta -lectora empedernida de Orés y escritora en ciernes-  como en Enrique (aunque espera no convertirse en Enrique, a pesar de su redención final); este personaje, pese a (o precisamente por) su talento, es profundamente infeliz. Incluso las obras que ha escrito Orés son esbozos de novelas de la propia autora, de su "arsenal de anotaciones".  Enrique es un "escritor de personajes", como confiesa ser la propia Josune; ella primero decide los temas, pero realmente no hay novela hasta que no dibuja los personajes. Por su parte, el  personaje de  Marta posee un concepto tan elevado de la escritura y, al mismo tiempo, se siente una persona tan normal, que piensa que es imposible convertirse en escritora. La autora reconoce que ella misma ha tenido que superar ese temor, esa falta de autoconfianza, y ha tenido que dejar de idealizar y mitificar a los escritores; así,  le intenta "bajar los humos" al personaje de Orés, pues a pesar de su calidad como escritor, sus amigos lo superan en calidad humana; esos amigos que lo han apoyado e impulsado siempre, gracias a los cuales es quien es.

Nos emocionó el retrato de otros personajes, como el de Arturo: sorprende la energía que emplea en conseguir que Enrique se convierta en un escritor de éxito, su constante e inflexible apoyo; hay que ser muy valiente para reconocer la propia falta de talento, y muy generoso para ver que quien lo tiene es el de al lado. Todos los personajes a lo largo de la obra tienen unos valores similares, un afán de superación parecido. A juicio de algunos, podría tratarse de variaciones sobre un mismo tema (la insatisfacción con lo que uno mismo es), pero distribuidas en diferentes personajes.

Nos dio la impresión en la tertulia de que nuestra autora  se expone constantemente en la novela, que revela muchas claves sobre ella misma; sin embargo, ella opina que no se expone tanto como al lector le puede parecer y, tal como nos reconoció,  en la obra están tanto ella misma como su imaginación. El tratamiento de las emociones forma parte de su narrativa y, aunque en la obra nos parezca verla experimentando esos sentimientos, la autora afirma que no habla solo de cosas que ella haya sentido. Para indagar una emoción y escribir sobre la misma, tiene que imaginar que la siente: ha tenido que “habitar” a Enrique Orés para escribir sobre él.  Josune declara con rotundidad que cree en la ficción y que escribe ficción, y, aunque siempre hay pequeños detalles, reflexiones y emociones que son suyas, es mucho más lo que inventa e imagina.

La insatisfacción vital que sienten algunos personajes (Marcelo, Nora...) no se explicita  claramente, ya que la propia autora reconoce no saber el porqué, sus personajes cobran vida propia. Los fantasmas del interior de cada mente son un tema que siempre ha preocupado a nuestra novelista; por ejemplo, siempre se ha preguntado qué pasa por la cabeza de una persona para querer irse de esta vida.

Es de vital importancia el papel de la estación como metáfora de la vida, de un lugar por el que todos pasan pero del que todos se marchan. Parte de la inspiración de esta novela reconoce la autora que se encuentra en la estación modernista de Canfranc, así como en el magnífico museo parisino de Orsay, otra estación transformada para usos culturales. La estación, cuya transformación nace de una idea de Orés, le da a la autora el motivo de la vuelta a Siaro y su redención: no puede existir el personaje de Enrique Orés sin la estación. Es su lugar propio, se siente reflejado en ella, es donde se conocieron sus padres, donde él tiene sus primeros escarceos amorosos...

Un motivo que atraviesa toda la novela es el mito de Orfeo y Eurídice, sobre todo en su tratamiento en la ópera de Gluck; Josune lo trae a colación por su relación entre el amor y la muerte. Es el tema con el que comienza la obra y con el que también se cierra. Jana, que conoce por su madre la versión operística, no puede entender cómo Orfeo ha bajado hasta los infiernos a buscar a Eurídice y es incapaz de mirarla. Ella quiere un amor real, quiere que Enrique la mire como Orfeo (que en la versión de la ópera no pierde a Eurídice).

Nos sorprendió que el discurso que pronuncia Orés, a cuya redacción va encaminado todo el hilo argumental, no se dejara para el final; en su lugar, la autora ha optado por la historia de Diego, que supone un giro inesperado en la trama, una pequeña obra maestra para algunos. Es como una pequeña novela que recoloca las cosas en su sitio (el trabajo de Diego, el porqué del nombre de Jana...). Tanto esta historia final como la parte del diario de Jana supusieron un placer creativo para la autora, que reconoce haber sufrido para crear la parte central, la historia del escritor; nos confesó  que, cuando se estancaba en la trama central, se iba a las otras dos, pues parecían fluir solas. La parte central se cierra con el regreso de Enrique y la incertidumbre sobre Jana; Orés alcanza la paz consigo mismo, el discurso ha supuesto su redención ante Siaro, ante su familia y amigos. Así la parte final constituye una sorpresa para el lector, la autora intenta paliar la ausencia de una intriga potente con una estructura interesante, y quiere que este final resulte el lazo que anude un esquema argumental compacto.

Con todas estas reflexiones y muchas más que se nos quedaron en el tintero por falta de tiempo, cerramos esta temporada de tertulias y procedimos, como viene siendo tradición, a votar cuál nos ha parecido la mejor obra que hemos leído este curso y cuál la mejor tertulia. La modestia y el pudor de nuestra Josune nos impidió incluir en la lista Un lugar de paso, que obviamente habría resultado ganadora en ambas categorías. Así, se proclamó ganadora como mejor novela Yo confieso, de Jaume Cabré, y como mejor tertulia la de La loca de la casa, de Rosa Montero.

También decidimos las obras para nuestros próximos encuentros, que serán Posesión, de A. S. Byatt, y El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers. Esperamos poder encontrarnos de nuevo a la vuelta de las vacaciones en la librería Pynchon&Co., que tan amablemente nos acoge en sus encantadoras instalaciones.

¡Feliz verano y felices lecturas!






miércoles, 29 de junio de 2016

Intemperie

(de Jesús Carrasco)

Hay libros que nos hacen sentir bien, libros que nos hacen llorar, libros que nos hacen reír... En la última tertulia coincidimos todos en que Intemperie, de Jesús Carrasco, nos hace notar en la piel el calor, la aspereza de la tierra, la sed... Se trata de una novela que no deja indiferente al lector, cada página lo va adentrando más en el sufrimiento del protagonista que, a fin de cuentas, se convierte en el sufrimiento del lector.

Algunos de los participantes dijeron reconocer perfectamente esa dureza del campo castellano, esa fuerza de la tierra y del sol. Con su magistral prosa Jesús Carrasco nos transmite la desazón que va mermando las fuerzas del niño en su huida hacia lo desconocido, hacia ese norte que imagina libre de las amenazas de su pasado, tan breve y sin embargo tan colmado de dolor.

El estilo preciosista y elaborado de la obra también nos hizo reflexionar sobre la conveniencia del uso de un vocabulario tan específico (en ocasiones rebuscado), que nos lleva a dudar de si realmente se trata de términos usuales en este contexto rural y agrario, o bien es un mero ejercicio retórico perfectamente válido pero que, en más de una ocasión, obliga a los lectores a echar mano del diccionario.

No a todo el mundo le transmitió estas sensaciones la novela, y hubo quien opinó que es un intento fallido de "literatura dura", en modo alguno equiparable a otras obras que sí transmiten realmente ese sufrimiento de los protagonistas (hemos leído en esta tertulia claros ejemplos de esto, como Las baladas del ajo o Las uvas de la ira). Resulta inevitable la referencia  a Los santos inocentes, donde Delibes retrata de manera soberbia ese terrible mundo rural, el sometimiento de una clase social a otra, las tremendas diferencias que vienen impuestas desde la cuna. El estilo es obviamente distinto, y quizás la sobriedad de Delibes se muestre más adecuada para el tema tratado que la retórica de Carrasco, en opinión de algunos excesiva.

Hay que reconocer que el autor hace un uso magistral de la elipsis; con tan solo unas pinceladas y unos detalles insignificantes nos hace imaginar el tremendo drama que ha padecido el niño durante gran parte de su corta vida, sin necesidad de entrar en un relato pormenorizado de todos y cada uno de los abusos de los que ha sido objeto.

Mención aparte merece la figura del cabrero, ese personaje que casi sin pronunciar una palabra se gana la confianza del protagonista y le transmite unos valores que probablemente lo acompañen
el resto de su vida (lealtad, respeto a la vida y a la naturaleza, solidaridad...); todo lo contrario que el alguacil, representante de la España más negra y sórdida, del caciquismo y el derecho de pernada.


Por último, nos alegra saber que está en marcha la adaptación al cómic de la novela por parte del ilustrador Javi Rey, tras algunas conversaciones con Jesús Carrasco, quien le ha intentado transmitir el sentimiento y el ambiente de la obra. Será sin duda un buen trabajo, aunque se trate de dos lenguajes narrativos tan diferentes.


Recordad que la próxima tertulia, gloriosa clausura del curso, versará sobre Un lugar de paso, de nuestra querida mater fundatrix Josune Intxauspe. Se celebrará el 7 de julio en la librería Pynchon&Co.

martes, 5 de abril de 2016

La loca de la casa

(de Rosa Montero)

Nuevamente nos ilumina Josune con sus inspiradas palabras sobre lo que aconteció en nuestra última tertulia.

La loca de la casa es uno de esos libros raros y cautivadores cuyo núcleo lo constituye la reflexión sobre el fascinante proceso de crear ficciones a través de la escritura.
          Le oí o leí ―no lo recuerdo― a la autora su opinión de que había escrito este libro «en estado de gracia», expresión que en principio me sorprendió y que comprendí en todo su sentido cuando finalicé su lectura por primera vez.
          Apreciamos las obras de arte, las contemplamos, las escuchamos, las visitamos o las leemos. Su existencia dulcifica la vida, nos recuerda la belleza esencial, a menudo escondida o disfrazada, de lo que somos y de lo que anhelamos ser. Reflexionamos sobre el arte para entenderlo y apresarlo, para tenerlo más cerca, a nuestro alcance. Sin embargo, percibimos que lo sostiene algo secreto e inaccesible. Así ha sido siempre y parece que así será.
          Ese «estado de gracia» mencionado por la autora tiene que ver, creo yo, con la oportunidad de haber intentado indagar en el misterio de la creación literaria, lo cual explica la heterogeneidad de la materia amasada en la construcción de esta obra: su propia biografía, la gestación de sus novelas y el derecho de fabular desde la verdad de la vida. Me pareció cuando lo descubrí, y me sigue pareciendo ahora, el libro más personal  de Rosa Montero, un homenaje a la imaginación, «la loca de la casa» en palabras de Santa Teresa.
          Resultó muy agradable la tertulia sobre este libro, que no es una novela, pero que tiene ficción (esa hermana, Martina, que en la vida real nunca ha existido); que no es una autobiografía, pero que encierra episodios vividos por la autora (el del accidentado encuentro con un famoso actor, presentado, además, en varias versiones); que tampoco es exactamente un ensayo y, sin embargo, se apoya en la reflexión suscitada por algunas de sus lecturas (incluidas unas cuantas biografías, de las que se confiesa auténtica devoradora) y por la observación, en ella misma y en otros, de los entresijos de la fabulación, de cómo vive quien habita en un universo paralelo construido por palabras.
          La loca de la casa nos permitió hablar sobre Rosa Montero, cuyas columnas, entrevistas y reportajes nos han acompañado desde hace muchos años, al igual que sus novelas, entre las que mencionamos nuestras preferidas (Te trataré como a una reina, Temblor, Instrucciones para salvar el mundo, Lágrimas en la lluvia…), junto con el libro menos ficticio y más íntimo de su extensa producción, La ridícula idea de no volver a verte, donde relata su proceso de duelo tras la muerte de su marido, el también periodista Pablo Lizcano, a partir de la lectura del diario en el que Marie Curie dio forma escrita a su desgarro interior y al dolor en que la sumió el inesperado fallecimiento de su amado Pierre.
          Hablamos de Rosa Montero y de su obra con simpatía y cariño. De su estilo, ágil, brillante y sumamente expresivo, con admiración. Ha logrado, a fuerza de pasión y oficio, envolver la materia de su escritura en una sintaxis sencilla y precisa, despojada de artificio innecesario. Cuente lo que cuente, se lee con interés. Este libro constituye una buena prueba de ello: no desagradó a nadie de los asistentes a la tertulia.
          Voy a concluir con unas palabras que, a mi juicio, contienen el alma de La loca de la casa y el admirable empeño de su creadora:
          «Eso es la escritura: el esfuerzo de trascender la individualidad y la miseria humana, el ansia de unirnos con los demás en un todo, el afán de sobreponernos a la oscuridad, al dolor, al caos y a la muerte».

          Insuperable y emocionante descripción. Ahí queda eso.


Recordad que en la próxima tertulia (el 14 de abril) hablaremos sobre Intemperie, de Jesús Carrasco.

sábado, 13 de febrero de 2016

Los infinitos

(de John Banville)


La tertulia sobre Los infinitos fue quizás una de las menos concurridas; John Banville no consiguió congregar en esta ocasión más que a una docena de lectores que, todo hay que decirlo, nos reunimos para decir lo poco que nos había gustado en general.

Un arranque brillante y prometedor, con unas descripciones sugerentes y a veces magistrales, no terminaron de engancharnos a una historia que languidece por momentos y se remata con un final para muchos de nosotros decepcionante. Si bien es cierto que la prosa de Banville es de un virtuosismo en ocasiones preciosista (arropado por una traducción excepcional), nos faltó a muchos la magia que nos hace desear seguir leyendo sin parar, que nos mantiene pegados a las páginas de un libro: más bien algunos acabaron la novela por simple disciplina lectora, y otros incluso desistieron de llegar al final.

Unos personajes con trazos geniales (esa Petra autista que se autolesiona en una ceremonia de elegancia nipona, o el joven Adam siempre vestido con ropas prestadas,  la alcohólica Ursula o la criada Ivy de enigmático pasado) no están todo lo desarrollados que nos gustaría y no terminan de hallar su sitio en una narración que conduce al lector por caminos que no acaban en ninguna parte.

El planteamiento inicial promete más de lo que cumple el autor: una familia reunida en torno al padre en coma espera la muerte de este de manera inminente. A esto le añadimos un narrador omnisciente, nada menos que el propio dios Hermes, y un trasfondo mitológico con parte del Olimpo campando a sus anchas por sus páginas; se recrea el mito del nacimiento de Heracles, con la seducción de Alcmena por parte de Zeus bajo la figura humana de su esposo Anfitrión, e incluso parece justificarse la eterna presencia de Hermes en calidad de conductor de las almas al reino de los muertos (psicopompo) a la espera de acompañar al viejo Adam en su último viaje. Todos estos elementos podrían dar como resultado una profunda reflexión sobre la muerte, sobre la familia o sobre la infinitud, como apunta el título (tema de estudio e investigación del padre moribundo durante gran parte de su vida). Pero esa reflexión no termina de cuajar. O al menos no supimos verlo.

No todo fueron comentarios negativos; también reconocimos la belleza de algunas escenas descritas como hermosos cuadros que salpican la novela por doquier, o la teatralidad de la obra, con los personajes encerrados en un único escenario y la limitación del tiempo a poco menos de veinticuatro horas (las normas aristotélicas para la tragedia). Basándose en la alternancia de la voz narrativa entre Hermes y el agonizante Adam, se apuntó incluso la posible interpretación de todo el relato como una elucubración del viejo matemático desde su lecho de muerte.

Llegamos así entre todos a la conclusión de que Los infinitos nos parecía una obra fallida de un excelente escritor, que además tiene la capacidad de desdoblarse en su alter ego  Benjamin Black para crear novelas negras de una calidad inmejorable. Y, por supuesto, esta novela tiene, aparte de los valores que no supimos descubrir, el mérito de habernos reunido para pasar un buen rato  hablando de literatura.


Para la próxima tertulia, que se celebrará el 25 de febrero, leeremos La loca de la casa, de Rosa Montero


jueves, 7 de enero de 2016

Yo confieso

(de Jaume Cabré)


Reseña de Josune.

Yo confieso de Jaume Cabré fue mi lectura principal del pasado verano y, como dije en la tertulia, me encantó. Poco más recuerdo de lo que comentamos aquel jueves, 22 de octubre, ya lejano, aunque seguro que mi memoria se va despejando en cuanto la apriete un poco, con el fin de escribir la reseña más tardía y perezosa de la historia de nuestro sofá… Pido disculpas por ello.
         Hacía tiempo que Lluís mencionaba este libro como propuesta, pero su extensión desanimaba un poco (848 páginas). Hasta que nos lanzamos, e hicimos bien. Es una novela espléndida, original, compleja y ambiciosa. Según se indica al final, fue escrita a lo largo de ocho años, entre 2003 y 2011, y definitivamente concluida el 27 de enero de este último año, día del aniversario de la liberación de Auschwitz, detalle al parecer importante para su autor, pues así lo destaca al inicio de los agradecimientos.
         Cuando, antes de decidir que la leeríamos, le pregunté a Lluís de qué iba, él respondió: «Es la historia de un violín». Breve y certero. Otras muchas cosas podrían añadirse a esta, desde luego, mas ninguna capaz de enmendarla, pues el violín es el principal responsable de la melodía narrativa de la obra: un storioni de 1764 convertido en valiosísima antigüedad, portador de una historia dolorosa y terrible. La peripecia de este objeto sostiene la estructura básica de una novela tejida, además, por innumerables relatos e incontables personajes, habitantes de diversos tiempos, que aparecen y se esfuman sin previo aviso entre las palabras. Este detalle, comentado en la tertulia como uno de los mayores inconvenientes para la lectura, constituye a la vez una de las razones de su amenidad e interés. En este aspecto, Yo confieso se parece a esas novelas extensas, difícilmente resumibles, que acaban dejando en el lector la huella profunda de un largo viaje, o el extravío voluntario por un intrincado bosque, lleno de secretos y hermosura. Yo me he perdido en las páginas de esta obra con una entrega similar a la que le concedí a Guerra y Paz, por ejemplo, o a Bomarzo. Mi intento por sintetizar sus argumentos no serviría jamás como espejo de la aventura intelectual, emocional y estética alcanzada con su lectura.
         Por otro lado, junto con el storioni quiero recordar algunos nombres, al menos los de los dos violinistas, Adrià Ardèvol, el protagonista, y su amigo Bernat Plensa, y el de la mujer a la que va destinado el relato, Sara Voltes-Epstein; los padres de Adrià, Fèlix Ardèvol y Carme Bosch, por quienes su hijo dice no haberse sentido nunca querido… El índice de personajes incluido al final ayuda a recordar aquellos más relevantes, sí, pero no es suficiente para evocar con exactitud las muchas historias que en esta monumental novela se entrecruzan. Ya lo he comentado antes, entramos y salimos de ellas de manera sorprendente, con esa alternancia de espacios y tiempos presente también en la voz narrativa: un yo desdoblado en un él. No llegamos a ningún acuerdo al tratar de explicar esta rareza. Es verdad que, conforme nos aproximamos al final y vamos conociendo la situación de Adrià, enfermo de Alzheimer, esa dualidad yo/él puede quedar justificada por el propio naufragio memorístico del personaje, perdido él mismo en el frondoso bosque de su biografía, identificado y enajenado a partes iguales.
         Como en esas grandes novelas con las que Yo confieso se halla emparentada, la relación de temas planteados es amplia, y varía según la atención y los intereses de cada lector. Por citar alguno que a mí me ha conmovido especialmente señalaré la crudeza con que el personaje se reconoce falto de amor paterno, la delicadeza que rodea a cuanto se relaciona con la música, y las magníficas reflexiones sobre el arte en sus expresiones diversas.
         Tampoco hubo unanimidad en nuestra tertulia a la hora de valorar e interpretar el final, momento  siempre delicado en cualquier obra. Cómo no iba a serlo en esta monumental novela. No era fácil para el autor, creo yo, salir de este jardín. A mí me parece que lo resuelve con coherencia y sobre todo con belleza. No es un desenlace racional, exacto y cerrado, pero sí hermoso:
 La daga destelló en la claridad de la escasa luz antes de hundirse en su alma. La llama de su vela se apagó y no vio ni vivió nada más. Nada más. Ni pudo decir dónde estoy porque ya no estaba en ningún sitio.
Estas líneas me sirven para destacar uno de los rasgos principales de Yo confieso: el lirismo, la intensidad y exquisitez de su estilo, lo cual constituye un mérito más que loable en semejante inmensidad de páginas. Más allá del empeño por reconstruir una época terrible de la historia europea, realizar un ajuste de cuentas con las propias traiciones y explicar las ajenas, o rendir un merecido homenaje a quienes les tocó la peor parte, más allá de todo esto, tan presente en la obra, lo que yo me llevo de ella para siempre es la reivindicación del arte, en cualquiera de sus formas, como el consuelo más hondo y conmovedor que nos brinda la vida, al compás de una música de violín o en el murmullo inagotable de las palabras más bellas y oportunas.

¡Feliz Año a todos, queridos tertulianos!



La próxima tertulia (prevista para finales de enero) versará sobre Los infinitos, de John Banville.