(de Emmanuel Carrère y Jazmina Barrera, respectivamente)
Tenemos una vez más la suerte de contar con una increíble oferta de 2x1, dos reseñas en una misma entrada. Josune nos resume y comenta lo que se habló en las dos últimas tertulias, la de El adversario, de Emmanuel Carrère, allá por febrero, y la de Punto de cruz, de Jazmina Barrera, a finales de marzo. Gracias, como siempre, por tu certera e inspirada pluma, Josune.
EL ADVERSARIO (Tertulia del 8 de febrero de 2022)
El pasado 8 de febrero comentamos
El adversario, de Emmanuel Carrère,
una obra que no dejó a nadie indiferente y que se lee sin dificultad debido a
la naturaleza periodística de la narración, esencialmente escueta y
descriptiva. Se centra en el caso de Jean-Claude Romand, quien durante dieciocho
años se hizo pasar por un médico empleado en la OMS sin ser, en realidad, ni lo
uno ni lo otro. Cuando, por asuntos de dinero, están a punto de descubrir su
larga farsa, mata a su mujer e hijos y a sus padres. Los crímenes ocurrieron el
9 de enero de 1993.
El relato contiene el deseo de
comprender por qué un ser humano es capaz de vivir en una mentira durante tanto
tiempo. El asesinato de su familia, siendo una terrible atrocidad, creo que no
es lo que más perturba, pues lamentablemente sucesos de esta índole han ocurrido
siempre y con frecuencia se explican desde un arrebato de locura o enajenación
mental. En el caso de Romand, es esa existencia previa, sostenida en la
falsedad de forma calculada, lo que causa mayor estupor e intriga. Carrère
refiere el interrogatorio en el juicio de modo que él mismo y, por tanto, los
lectores, intentemos hacernos con la clave de la personalidad de este individuo,
con aquello que pueda ayudar a entender su estremecedora historia. En mi
opinión, el valor literario de la obra recae precisamente en ese recorrido
realizado en una doble vía: por un lado, la biografía de Romand; por otro, la
mirada de Carrère sobre la misma, a la que se asoma con profundo respeto y que
desencadena en él sentimientos encontrados que van desde la curiosidad
profesional hasta la repulsión y la vergüenza por haberse detenido a relatar un
caso semejante. De hecho, los asesinatos perpetrados por el falso médico
producen un efecto devastador en su círculo social, en el que cabe destacar a
su mejor amigo, Luc, cuya hija, Sophie, ahijada de Jean-Claude, había dormido
en su casa la noche anterior a la tragedia. Me parece que las emociones de Luc
reflejan muy bien la angustia causada
por la sinrazón y el dolor de quien no puede aceptar que el amigo más querido
fuera en realidad “la muerte
personificada”.
La parte más interesante de
nuestra tertulia la constituyó el contraste de pareceres sobre qué tipo de
persona es Romand. Para unos, un hombre seriamente perturbado; para otros, un
tipo normal, experto mentiroso, a quien la situación se le va de las manos. Explicar
desde lo patológico los actos humanos más execrables no deja de ser un alivio:
la enfermedad nos visita sin haber sido invitada y, si asedia nuestra psique,
las consecuencias pueden ser devastadoras para nosotros y, peor aún, para los
demás. “Se le fue la cabeza”, “se trastornó”, “se volvió loco”… La tragedia
queda aclarada.
La otra opción resulta, sin duda,
mucho más inquietante: no hablamos de un loco sino de un mentiroso, y mentir
constituye una acción muy frecuente. Por un motivo u otro, todos mentimos. La
militancia en la sinceridad como opción básica vital no nos va a librar de
tener que fingir alguna vez, por más que nos duela. Varios tertulianos
atestiguaron casos de engaños notables mantenidos mucho tiempo, alguno de ellos
con la connivencia silenciosa de quienes conocían la verdad y nunca osaron
hacerla valer ante el farsante. De todas las metáforas que los grandes
creadores han utilizado para indagar a fondo en la realidad, la del mundo como
Gran Teatro siempre me ha parecido una de las más sugerentes y atinadas, pues nos
convierte a todos en participantes de una interminable representación en la que
vamos conociendo las diversas posiciones, pasando por la observación pasiva, el
aplauso entusiasta y la admiración o el rechazo más visceral hacia el otro, el
protagonismo, deseado o impuesto, y la penumbra de los figurantes anodinos, tan
cómoda como insignificante. Las circunstancias condicionan nuestros movimientos
en armonía o en pugna con nuestra voluntad, y así vamos tejiendo el relato de
la existencia con la enmarañada madeja de realidad y ficción.
Reconocí en la tertulia mi
desconcierto y sigo manteniendo que no sé qué pensar, pero me inclino más por
la explicación del profundo desequilibrio que caracteriza a Jean-Claude Romand
a lo largo de su vida y que radica en su ausencia de identidad, en la carencia
de un ego que delimite su personalidad. Se trata de un individuo amable,
correctamente gris, que no despierta grandes simpatías ni aversiones. Un hijo
único de padres extremadamente normativos y exigentes que se inventa a sí mismo
en función de satisfacer las expectativas de los demás. Creo que este es el
rasgo esencial apuntado por el autor y que Romand va descubriendo tal como
revelan las cartas del final dirigidas a Carrère: “Me parece también que esa imposibilidad que usted tiene de decir «yo» a
propósito de mí procede en parte de mi propia dificultad de decir «yo» respecto
a mí mismo.”
Por último, hablamos sobre la
compasión, sentimiento presente en el relato en su sentido más puro y cordial.
La experimenta el propio Carrère y esos extraordinarios “visitadores”,
Marie-France y Bernard, cuya actitud resulta impactante, en tanto renuncian a
juzgar a Romand, asumen su historia y su situación, lo acompañan y lo quieren.
Su conducta aparece muy relacionada con su condición de creyentes, de
fervientes católicos, algo que también caracteriza a Romand y a su círculo de
amigos y que no resultaría raro que compartiera con ellos el autor, al menos en
la época en que escribió el libro. En cualquier caso, confesión religiosa
mediante o no, es de agradecer el protagonismo que adquiere la compasión en la
recta final de una historia tan desgraciada, una de esas historias que
confirman la supremacía de la realidad sobre la ficción
en sus posibilidades más terrribles.
PUNTO DE CRUZ (Tertulia: 29 de marzo de 2022)
La
agilidad del estilo y ciertos destellos estéticos y emotivos en el tratamiento
de la amistad y en el recuerdo de la adolescencia por parte de la narradora no
logran evitar que se trate de una novela fallida. El sugerente título que la
presenta e incluso las primeras páginas hacen pensar en una composición de
doble tejido, literario y bordado; sin embargo, enseguida flaquean las
expectativas generadas y nos vamos adentrando en un relato inarmónico que
adolece de falta de una mínima estructura que pueda sostenerlo sin que las
alusiones frecuentemente eruditas a la historia del bordado no resulten mayormente
injustificadas.
Las protagonistas son Mila (la narradora),
Dalia y Citlali, tres amigas. Desata los recuerdos la noticia de la muerte, tal
vez suicidio, de Citlali, que parece la más herida y desorientada de ellas. No
se dan referentes fijos en el tratamiento del tiempo: presente y pasado se
combinan de manera caprichosa, igual que la selección de peripecias evocadas. Su afición a la labor es uno de los vínculos que unen a
las tres muchachas. A propósito de esto, intercambiamos opiniones sobre la
verosimilitud de llevar a cuestas el equipo de bordado y sacarlo en ratos de
descanso en medio de sus viajes, entre los cuales destaca el que realizaron por
Europa. Sus primeros amores, sus rencillas y desencuentros, su participación en
campañas veraniegas alfabetizadoras, su paso por la universidad, sus lecturas…,
constituyen el recorrido posiblemente autobiográfico en el que reconocimos
episodios emotivos, recreados con ternura y delicadeza, en medio de otros
muchos bastante triviales.
Como en este grupo poseemos la habilidad de obtener el máximo provecho de cuanto vamos leyendo, el coloquio que mantuvimos sobre el bordado como tradición femenina en muchas culturas fue de lo más interesante; en mi opinión, bastante más que el libro. Hay quien reconoció su afición por esta actividad que vive ahora un momento dulce, coincidiendo con la reivindicación de todo lo femenino, aunque al fin libre de prejuicios a menudo despectivos. Comentamos la costumbre popular española de reunirse un grupo de mujeres, en casa en invierno o en verano en la calle, a la fresca, para charlar y coser, bordar o hacer punto, hermanadas en un entretenimiento artesano, productivo y hermoso. Esa idea de la unión aparece también formulada en esta obra: “(…) Dalia sí que sabía estar sola. Leía y bordaba, y esas eran sus formas de estar a solas. Aunque luego pensé en nuestras lecturas platicadas y compartidas, y en nuestras sesiones de bordado juntas, y pensé que incluso cuando lo hacíamos a solas esa complicidad nos acompañaba. Eran nuestras formas de estar solas en compañía.”
Y para concluir, volvamos al
título y a lo que la técnica del punto de cruz representa para Citlali: “(…) son figuras, cruces que parecen
individuales pero que en realidad son una cadena y un solo hilo. La misma
cosa.” El afán de fundir tejido de hilos y escritura constituye un bello
propósito que, a nuestro juicio, la autora no ha logrado en esta obra, pese a
lo cual platicamos un buen rato y tan
a gusto.
(Por cierto, olvidé comentar en
la tertulia que ha sido el aniversario de nuestro sofá: el día 22 de marzo… ¡16
años! ¡Felicidades a todos y que cumplamos muchos más!)