domingo, 17 de noviembre de 2024

Nunca me abandones

 (de Kazuo Ishiguro)


Primera reseña del curso, como siempre a cargo de nuestra incombustible Josune. Aquí la tenéis.



            Comenzamos el pasado 21 de octubre nuestro curso tertuliano con una conversación interesantísima sobre Nunca me abandones, obra del Nobel Kazuo Ishiguro, escritor nacido en 1954 en Japón, pero formado en Inglaterra, adonde su familia se trasladó en 1960. La obra sorprendió a la mayoría de nosotros y provocó un contraste de opiniones a través de las cuales intentamos descubrir la propuesta esencial formulada por el autor en esta estremecedora y amarga distopía.

            Durante muchas páginas  ̶posiblemente demasiadas ̶  asistimos a la pormenorizada descripción de las relaciones entre un grupo de adolescentes cuya vida transcurre en el internado de Hailsham (Inglaterra). La narradora es Kathy H., quien, tal como afirma al comienzo del relato, situado a finales de la década de 1990, tiene treinta y un años y lleva más de once siendo “cuidadora”. Este último término adquiere sentido enseguida en esta primera página al referirse a los “donantes” de quienes se ocupa, y al mencionar “la cuarta donación”. Poco a poco iremos acumulando suficiente información sobre estos chicos  ̶ Kathy recuerda también episodios de su infancia ̶  para comprender su singularidad: carecen de familia, no podrán tener hijos y existen para convertirse en donantes de órganos hasta “completar”, o sea, morir (cabe destacar que el término “muerte” no aparece hasta bien avanzada la novela). En el capítulo 12  se alude con claridad a su condición de seres clonados de un original denominado “posible”. Poco después, con absoluta crudeza, Ruth formula una inquietante revelación: «Todos lo sabemos. Se nos modela a partir de gentuza. Drogadictos, prostitutas, borrachos, vagabundos. Y puede que presidiarios, siempre que no sean psicópatas. De ahí es de donde venimos.»

            Las personas encargadas de su cuidado e instrucción son sus “custodios” y el centro periódicamente recibe la visita de Madame, quien revisa las creaciones artísticas de los chicos y, al parecer, selecciona las mejores para integrarlas en “la Galería”. Los alumnos saben que la creatividad es clave en su formación y desarrollo, aunque ignoran por qué. Pero Tommy, por ejemplo, sufre al sentirse inferior a sus compañeros en ese terreno, hasta que la señorita Lucy lo tranquiliza al respecto, restándole valor al hecho de que sea menos creativo que los demás.

Debe señalarse el concepto de “aplazamiento”: circula el rumor de que una pareja realmente enamorada puede solicitar que se postergue el momento del inicio de las donaciones. Posiblemente las obras de arte creadas por ellos ayudarán a sus custodios a valorar la autenticidad de sus sentimientos y, en función de ello, satisfacer o no su demanda.

A mi parecer, resulta demasiado extensa la parte de la novela en la que lo narrado se centra en las relaciones entre los personajes, sobre todo los que se convierten en protagonistas: Kathy, Ruth y Tommy. La amistad, la inocencia, el egoísmo, los celos, el afán de protagonismo subyacen en sus comportamientos, mostrados y descritos con absoluto detalle. La otra objeción principal se refiere al estilo, caracterizado por una asepsia que despoja a las palabras de una mínima calidez e intención artística. Y es precisamente la planicie formal la que nos lleva a preguntarnos si ese rasgo, lejos de suponer ausencia de preocupación estética, falta de brillo en la elección del lenguaje, no revelará la voluntad por parte de Ishiguro de  utilizar la forma para incomodar, extrañar, sorprender negativamente al lector como constructor también de esta distopía. Hubo en la tertulia quienes se decantaron por esta interpretación y la justificaron desde la opinión de que estos seres clonados no son plenamente humanos, y por eso sus reacciones, reflejadas mediante una expresión tan neutra, nos parecen nimias; igual que nos choca que ninguno se rebele ante la crueldad de su destino. Esta resultó la cuestión más polémica de nuestro debate, ya que para otros la completa humanidad de los protagonistas queda fuera de toda duda.

Resulta esencial en la comprensión de la novela el  momento en que Tommy y Kathy llegan a la casa donde supuestamente vive Madame, y allí ella misma y la señorita Emily les explican cuanto ellos ignoran. Les aclaran que no existen los aplazamientos y cuál es el sentido de los trabajos artísticos: «(…) pensábamos que nos permitirían ver vuestra alma. O, para decirlo de un modo más sutil, para demostrar que teníais alma.»  A partir de aquí se van desvelando las claves de la concepción distópica y, al responder a las incógnitas planteadas por los chicos, ambas mujeres mencionan un mundo mucho peor del que ellos han conocido. Pienso que la narración da un giro sorprendente en este punto y eleva la gravedad del asunto central, puesto que, sin necesidad de detallarla, se alude a una realidad más terrible que aquella a la que pertenecen los protagonistas y sus instructores. Es decir, Hailsham constituye una excepción dentro del sistema, un lugar en el que un grupo de personas se subleva frente a la crueldad de las donaciones y trata de demostrar que esos muchachos son de verdad humanos, tienen alma, y poseen una singularidad individual expresada a través de la creatividad y el arte.

Conviene recordar algunos datos sobre el contexto en el que este sistema es ideado: después de la guerra, a comienzos de los años cincuenta, los avances científicos permiten vislumbrar la posibilidad de curar las enfermedades. Lo que le preocupaba a la gente era salvar sus vidas y las de sus seres queridos, y las donaciones suponían un remedio eficaz para numerosas enfermedades antes incurables. «De forma que durante mucho tiempo se os mantuvo en la sombra, y la gente hacía todo lo posible por no pensar en vuestra existencia. Y, si lo hacían, trataban de convencerse a sí mismos de que no erais realmente como nosotros. De que erais menos que humanos, y por tanto no había que preocuparse. Y así es como estaban las cosas hasta que irrumpió en escena nuestro pequeño movimiento.» Es decir, considerar no humanos a los seres clonados apacigua la mala conciencia de quienes se atreven a reflexionar sobre ello.

Poco después la señorita Emily explica en qué consistió el escándalo Morningdale, al que da nombre un científico que llevó demasiado lejos sus investigaciones, encaminadas a ofrecer la posibilidad de mejorar el físico y la inteligencia de los hijos. Tal propósito hizo resurgir un miedo antiguo, el de crear  seres superiores que llegarían a tener el poder en la sociedad, de manera que el experimento se detuvo. Y relata también que el afán reformador asumido por Hailsham fue perdiendo apoyos políticos y sociales y el centro acabó cerrando: «El mundo no quería que se le recordase cómo funcionaba realmente el programa de donaciones. No quería pensar en vosotros, los alumnos, o en las condiciones en que fuisteis traídos a este mundo. En otras palabras, queridos míos, quería que volvierais a las sombras.»

Reconozco la dificultad que me está suponiendo reseñar esta obra y reflejar cuanto comentamos sobre ella, y la verdad es que no sé por qué, puesto que no ha transcurrido tanto tiempo desde la tertulia y aquí tengo como apoyo mis notas. Tal vez hubiéramos precisado más información sobre el espinoso tema de la ingeniería genética, o puede que no sea solo cuestión de manejar más datos. Intuyo que saber más de lo que sabemos no nos ahorraría el vértigo y la desazón que nos provoca la contemplación de un mundo posible, muy avanzado en lo científico y lo tecnológico en detrimento de lo que nos hace más humanos: la lucidez y la compasión, la consciente y serena aceptación de nuestra naturaleza frágil, efímera y mortal.

Para ir concluyendo quiero referirme al título de la novela, que lo es también de una canción muy importante para Kathy. Seguramente la escena en que ella está bailando con los ojos cerrados abrazada a una almohada y descubre a Madame, que la contempla llorosa, es una de las más emotivas de la obra. La narradora expone lo que sentía en esos instantes: que la canción trataba de una mujer que había tenido un hijo, a pesar de que le habían dicho que eso no podría suceder, y lo apretaba contra su pecho con todas sus fuerzas, temerosa de que algo pudiera separarlos. Por eso repite «Nunca me abandones. Oh, baby, baby… Nunca me abandones…» En el encuentro final, Madame, que recuerda perfectamente la escena, le revela a Kathy el motivo de sus lágrimas: «Cuando te vi bailando aquella tarde, vi también algo más. Vi un mundo nuevo que se avecinaba velozmente. Más científico, más eficiente. Sí. Con más curas para las antiguas enfermedades. Muy bien. Pero más duro. Más cruel. Y veía a una niña, con los ojos muy cerrados, que apretaba contra su pecho el viejo mundo amable, el suyo, un mundo que ella, en el fondo de su corazón, sabía que no podía durar, y lo estrechaba con fuerza y le rogaba que nunca, nunca la abandonara. Eso es lo que yo vi. No te vi realmente a ti, ni lo que estabas haciendo. Pero te vi y se me rompió el corazón. Y jamás lo he olvidado.»

Creo que a Madame se le rompió el corazón porque a través de Kathy se vio a sí misma aferrándose a ese viejo mundo más amable que se está extinguiendo, y creo también que estos chicos  ̶ “pobres criaturas”, en palabras de la atribulada mujer ̶ son humanos. Utilizados vilmente, degradados a meros instrumentos al servicio de la buena salud de otros, condenados a una existencia custodiada, dirigida, acotada, carente de auténtica libertad y cercenada en sus expectativas, sí, pero humanos. Sienten, padecen, sueñan, experimentan ira y frustración,  recuerdan, aman, poco a poco despedazados y finalmente mueren.

Los del exterior, quienes, contagiados por la quimera científica de la omnipotencia, sostienen el perverso aparato de la clonación de donantes y se benefician del mismo, igualmente lo son. Y puede que esta evidencia sea la que se ha apoderado de mi ánimo al escribir estas líneas y justifique la dificultad con que esta vez estoy acometiendo una tarea que siempre me resulta muy grata. Lo afirmó alguien en la tertulia: hay libros que no existen para complacer, sino para inquietar e incomodar. Esta suele ser la intención de una distopía. Mencioné en nuestro Sofá lo mucho que a mis catorce años me impactó Un mundo feliz de Aldous Huxley, pero no me dejó ni de lejos un sabor tan amargo como Nunca me abandones. Seguramente porque con sesenta ya sé que algunas negras visiones son superadas con creces por la realidad y esa constatación me entristece y me asusta.

Sin embargo, el sol sale todos los días, las danas se esfuman, los charcos se se
can, la voluntad de muchos brazos aparta el barro, la luz de la mañana lo ilumina todo: la devastación, la cobardía, la irresponsabilidad, igual que la colaboración desinteresada, la generosidad, la compasión, la conciencia doliente de que ese horror pudo habernos caído encima a otros… El sol sale todos los días, también para Kathy, quien, en la escena final de la novela, se permite la pequeña fantasía de que su amigo Tommy, aunque haya muerto, no la ha abandonado, y con su recuerdo, al volante de su coche y dueña de sí misma, se encamina a su incierto destino. Quiero pensar que tal vez no se halle lejos el momento en que ella pueda comenzar a salir  para siempre de las sombras.






martes, 23 de julio de 2024

Lecciones

 (de Ian McEwan)

Como cierre del curso tertuliano y apertura de las vacaciones estivales, nuestra Josune nos refresca el cuerpo y la memoria con su reseña de la última novela de Ian McEwan. Aprovechamos para consignar aquí los resultados de la tradicional votación de fin de curso sobre la mejor obra y la mejor tertulia de la temporada: en ambas categorías se proclamó ganadora La mala costumbre, de Alana S. Portero. Es la primera vez que ocurre esta coincidencia, si mal no recuerdo.

Gracias por tus palabras, Josune.


Reseña sobre Lecciones, de Ian McEwan

            La última novela del británico Ian McEwan ha cerrado nuestro curso tertuliano. Lecciones es la tercera obra suya que leemos en nuestro Sofá y, aunque en general ha gustado, no ha suscitado un elogio unánime y para algunos ha resultado excesiva en su extensión, así como densa y algo tediosa en determinados pasajes.Yo he disfrutado muchísimo con esta ambiciosa obra que pretende fundir  ̶ y creo que casi siempre lo logra con éxito- la peripecia vital del protagonista, Roland Baines, con los acontecimientos históricos más destacados de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad, de modo que resulta inevitable la identificación del personaje como alter ego del autor, teniendo en cuenta, además, que el propio McEwan ha reconocido el origen biográfico de algún episodio.

            La Segunda Guerra Mundial, el nazismo y el movimiento “Rosa Blanca”, la crisis de Suez, la de los misiles en Cuba, la vida en la RDA, la caída del Muro de Berlín, el gobierno de Margaret Thatcher, Chernobyl, el Brexit y la pandemia aparecen como trasfondo de la existencia de Roland Baines, su familia, y los numerosos personajes de esta novela. Se nos ofrece un recorrido por los últimos setenta años, una información detallada de algunos hechos de los que quizá no guardemos más que un recuerdo superficial y que adquieren relevancia en la obra en tanto ayudan a explicar el rumbo, las decisiones y los padecimientos de esos personajes, dotados de una verosimilitud y humanidad incuestionables. Creo que este rasgo constituye un valor esencial y le permite al autor tratar a fondo temas universales como las relaciones paternofiliales y sus conflictos, la trascendencia en la edad adulta de las heridas sufridas en la infancia, o la a menudo difícil compatibilidad entre la vida y el arte.

            Aunque son varios los personajes que sostienen el desarrollo de la trama y despiertan el interés del lector, las peculiaridades del protagonista son las que permiten la complejidad temática de la novela. A Roland Baines no le falta talento para la música, la escritura, o el deporte, pero sí constancia para entregarse por completo a alguno de esos ámbitos. Refractario a la disciplina y el orden, fantasioso y aventurero, optará por una formación autodidacta basada en una experiencia itinerante y muy rica. Alguien en la tertulia lo calificó de gris y aburrido, opinión que fue discutida y junto a la que  también nos referimos a él como conciliador, generoso, capaz de salir adelante, y, a fin de cuentas, afortunado, pues, a pesar de todo, está rodeado de buenos amigos y conoce el verdadero amor.


            La novela tiene un comienzo impactante con la alternancia de dos acontecimientos: el recuerdo del episodio de la profesora de piano en la infancia de Roland y el abandono del hogar por parte de Alissa, su mujer, dejándolo solo a cargo de Lawrence, su pequeño hijo de siete meses. La nota que él encuentra en la almohada aclara que Alissa no tiene intención de volver: “No intentes localizarme. Estoy bien. No es culpa tuya. Te quiero, pero esto es definitivo. He estado viviendo una vida equivocada. Intenta perdonarme, por favor.” La policía interviene investigando tan repentina y en apariencia inexplicable desaparición. Las pesquisas se interrumpen cuando no hay duda de que la marcha de la mujer ha sido voluntaria y, en efecto, no tiene vuelta atrás. A partir de ese momento la narración alternará el presente de Roland con la referencia a sus orígenes familiares y a los de Alissa Eberhardt, junto al recuerdo de la relación que mantuvo en su adolescencia con Miriam Cornell, su profesora de piano, una mujer profundamente desequilibrada que le descubrió los placeres del sexo desde una actitud de patológica posesión. Esta experiencia será determinante en sus relaciones sentimentales posteriores, y le llevará mucho tiempo contemplarla con objetividad y aceptar que de niño fue víctima de un abuso en toda regla. No obstante, frente a la posibilidad, muchos años después, de desenterrar el episodio y denunciarla, Roland no lo hace, pues asume su propia responsabilidad en el consentimiento de lo que estaba ocurriendo cuando ya era un muchacho.

            Roland recuerda su infancia en Trípoli, donde su padre estaba destinado, y las incógnitas en torno a su universo familiar. Tiene dos hermanos mayores, Henry y Susan, que viven en Inglaterra y que son fruto del primer matrimonio de su madre con un soldado muerto en la guerra. La aparición, en la parte final de la novela, de Robert Cove, su desconocido hermano, aclarará esas incógnitas al tiempo que explicará la indeleble tristeza de Rosalind, su madre. Con su marido en el frente y con dos hijos pequeños inició una relación con el sargento Baines y quedó embarazada. Todo debió llevarse en secreto; de haberse sabido, Baines podía ser sometido a un consejo de guerra.  Rosalind dio en adopción al niño que tuvo en 1942, y en 1944, tras quedar viuda, se casó con el sargento. “¿Ordenó y dispuso el sargento Baines que los hijos de Rosalind fueran a otra parte a fin de despejar el terreno para su aventura? ¿Insistió en dar el bebé en adopción para salvar su carrera militar? (…) Si Roland se incluía a sí mismo y su internado, entonces los cuatro hijos de Rosalind fueron expulsados, desterrados a sus nuevos destinos. Con cada partida, Rosalind debía de haber llorado. Él vio cómo le temblaban los hombros cuando se marchaba aquella vez que sus padres lo dejaron en el autobús para que fuera a su escuela nueva. Ella debía de haber pensado entonces en los otros tres niños y haberse preguntado cómo había permitido que ocurriera de  nuevo.

            Este es el episodio que McEwan reconoce como autobiográfico. No en vano el libro está dedicado a sus tres hermanos y titulado muy oportunamente con una palabra que alude, transparente y sencilla, al aprendizaje que nos va deparando la vida, en su impredecible laberinto de azarosas circunstancias y decisiones conscientes. Creo que uno de los momentos más emotivos de la obra lo constituye precisamente la comprensión del sufrimiento de Rosalind y del peso de su secreto por parte de sus hijos.  Dicha comprensión no borra el daño experimentado, no modifica los hechos ni disminuye la crueldad de lo acontecido, pero permite contemplar la propia existencia y la de los demás con una mirada compasiva. Descubrir una razón, construir un relato explicativo sobre lo que antes nos causó desconcierto y dolor no altera lo sucedido, pero sí su percepción, y es esta la que opera un cambio en nosotros mismos.

            En Lecciones están trenzadas numerosas e interesantes vidas condicionadas, como ya he indicado, por los acontecimientos históricos que las enmarcan. Cabe destacar, por ejemplo, la de Jane Farmer, la madre de Alissa, una mujer singular, dotada para la escritura y autora de unos diarios reflejo de su gran talento, que acabó renunciando a sus aspiraciones individuales y dedicándose a su familia:“Jane decidió su destino en el hogar. (…) No llegó a ir a la universidad como su hermano, no llegó a ser una autora publicada (…). No fue hasta que Heinrich y ella se hubieron mudado al norte, en 1955, cuando empezó a aceptar que había acabado con una vida segura y un matrimonio aburrido.” Y así, parece que su renuncia hizo mella en su carácter en forma de aspereza y cierta desilusión que apreciaban quienes mejor la conocían. Para su hija, su frustración e infelicidad eran evidentes, y pienso que una de las escenas más intensas y duras de la novela la constituye la conversación entre Jane y Alissa, cuando esta va a verla y le explica los motivos para dejar a su familia. Alissa le reprocha con absoluta crudeza haber crecido en torno a su amargura y a su sensación de fracaso: “No llegaste a ser escritora. Lo que te tocó a cambio fue la maternidad. No me odiabas. Lo sobrellevabas. Pero apenas lo tolerabas, esta vida de segunda fila.” Y le confiesa no estar dispuesta a repetir la historia, por eso abandona a su marido y a su hijo, y a ella, su madre, también: “¡No pienso hundirme! Voy a rescatarme. ¡Y de paso es posible que hasta te rescate a ti!” La decisión de Alissa obedece a su voluntad de cumplir con su vocación de escritora con absoluta ambición y entrega, ya que su deseo es convertirse en la mejor novelista de su generación, propósito que logrará cumplir y que será la razón de que Roland la perdone: “Que te dejen por la causa de una obra mediocre sería el insulto definitivo. (…) Sí, la perdoné porque era buena, incluso brillante. Para lograrlo tuvo que abandonarnos”.

            A pesar del sufrimiento que su marcha le causó a él y sobre todo a Lawrence (en una ocasión el niño le preguntó a su padre: “¿Se fue porque yo era malo?”), Roland la comprende y la perdona de verdad, y se empeña en que su hijo no sienta rencor hacia ella. En el personaje de Alissa y en su comportamiento, radical y extremo (se niega a ver a Lawrence cuando este va a visitarla), McEwan vierte el conflicto que puede experimentar el artista al tener que elegir entre la creación y las servidumbres de la vida. Para Alissa no hay conciliación posible. Actuar como madre la hubiera llevado a la infelicidad de no dar rienda suelta a su talento, de no ejecutar su destino. Ella siente que quedarse a vivir “una vida equivocada” hubiera causado en su familia una desdicha mucho mayor que la acarreada por su abandono. De hecho, Roland y Lawrence sobreviven y, gracias a la proximidad de la encantadora y generosa Daphne y su familia, lo hacen con orden y en un verdadero hogar.

           


Creo que la novela está muy bien concluida, con la salvedad del extraño e incluso ridículo episodio de la disputa por las cenizas de Daphne. Roland ha llegado a su vejez arropado por la familia que formaron entre los dos, Daphne y él: los hijos de ambos y sus nietos. Alissa ha vivido dedicada por entero a la literatura, bastante aislada del mundo y de las relaciones sociales. En su madurez admite que se arrepiente de no haber recibido a su hijo en su casa años atrás. Consigue que se publiquen los diarios de Jane, cumpliendo así el vaticinio que le hiciera a su madre de rescatarla tal vez también a ella. Porque esos diarios son una maravilla. En su lectura Roland reconoce el talento que los sostiene: “Su don para saber cómo un buen detalle iluminaba el conjunto tenía el destello de una inteligencia vital. La prosa de Alissa también conseguía ese efecto. Mientras que él se limitaba a enumerar experiencias, madre e hija les daban vida.

            Lecciones es, a mi juicio, un libro profundo y hermoso, conmovedor en lo que tiene de relato del lento, irregular y sorprendente aprendizaje que nos depara la existencia. Es un repaso a los acontecimientos más relevantes de los últimos setenta años, prácticamente la vida del autor, cuya amplísima cultura queda muy bien sugerida a través de Roland, fantasioso, polifacético, aventurero, perplejo, conciliador. Es también una red de personajes creíbles por su humanidad y su instinto de supervivencia, sometidos al orden temporal y al inesperado devenir de  la experiencia.

En una obra de la psiquiatra y tanatóloga Elisabeth Kübler-Ross leí lo siguiente: “Los acontecimientos de la vida son cronológicos, pero las lecciones nos llegan cuando las necesitamos.”  Subyace en esta curiosa y muy discutible reflexión la sugestiva idea de que nuestra existencia es un aprendizaje que obedece a un plan misteriosamente orquestado por un sentido cabal que propicia, en el fondo y aunque no lo parezca, aquello que más nos conviene. Y no puedo dejar de ver en este libro de McEwan una apuesta similar: el empeño en comprender lo que fuimos y cuanto hicimos, así como lo que fueron y cuanto hicieron los demás, desde la aceptación serena y compasiva. De entre las muchas lecciones que encierra la novela, es esta, tan reconfortante y alentadora, la que por encima de todas me gustaría recordar siempre.


martes, 4 de junio de 2024

El retrato de casada

 (de Maggie O'Farrell)

Por segunda vez nos sumergimos en la hechizante prosa de Maggie O'Farrell, tras el buen sabor de boca que nos dejó Hamnet, y de nuevo la no menos mágica narrativa de nuestra Josune nos relata cómo fue la tertulia. Gracias, como siempre.



Hamnet  nos descubrió a una autora sorprendente que con El retrato de casada ha logrado cautivar de nuevo a casi todos los lectores de “El Sofá”. Pongo por delante las excepciones, que incidieron en la falta de interés por lo narrado y en el excesivo número de páginas al servicio de una historia merecedora de un desarrollo bastante más escueto. A juicio de la mayoría, Maggie O’Farrell ha vuelto a crear una novela fascinante, tanto como Hamnet; para algunos, todavía más.

            Cabe destacar varias similitudes entre ambas obras: están inspiradas en sendos acontecimientos históricos sobre los que se desconocen muchos datos; dichos acontecimientos nos transportan a épocas no del todo coincidentes pero sí próximas; el estilo constituye un eficaz instrumento y un valor en sí mismo, dotado de un lirismo y una precisión descriptiva asombrosamente imbricados; por último, el uso del presente en muchas de las secuencias narrativas confiere al relato una viveza e inmediatez que convierten al lector en privilegiado testigo de cuanto acontece. Quizá la relevancia que el arte pictórico adquiere en El retrato de casada subraya en ella este último rasgo, hasta el punto de que no son pocos los momentos en que leemos y a la vez contemplamos.

            Lucrezia, quinta hija del gran duque Cosimo de Medici, es la protagonista indiscutible de la historia. Su fuerte y peculiar personalidad desde pequeña recuerda a la extraña y cautivadora Agnes, la madre de Hamnet, por lo que es preciso incidir en la habilidad y la belleza con que ambos personajes están creados, en su naturaleza apasionada, libre e indómita, y la extraordinaria lucidez que gobierna sus decisiones, así como en la atmósfera de excepcionalidad y misterio que las envuelve desde su nacimiento (en el caso de Lucrezia, desde su concepción). De todos modos, aunque el contexto histórico es más que evidente y a lo largo de la narración hallamos sobradas muestras del exhaustivo trabajo de documentación realizado por la autora, creo que en ambas novelas la balanza se inclina hacia la ficción, terreno en el que Maggie O’Farrell se desenvuelve con verdadera maestría.

            El retrato de casada gira en torno al matrimonio concertado entre la jovencísima Lucrezia (quien sustituye a su hermana Maria tras el fallecimiento de esta) y Alfonso d’Este, duque de Ferrara, doce años mayor.El temor a ser asesinada por su enigmático marido está presente desde el primer capítulo. Se espera de ella que conciba con prontitud, como digna hija de su fecundísima madre, pues Alfonso necesita un heredero que garantice la continuidad del título que ostenta. Sobre ambos personajes recae, por tanto, una responsabilidad que condiciona por completo su lugar en el mundo y el vínculo que los une, de manera que el deseo, la atracción o la posibilidad del amor van quedando desplazados por la obsesiva persecución de tener descendencia. En este sentido, tanto Lucrezia como Alfonso son piezas de un orden social establecido que limita su libertad y marca su destino.

            La historia se va construyendo desde el presente con frecuentes saltos hacia atrás en los ambientes palaciegos de Florencia y Ferrara, y la autora ofrece al comienzo de cada capítulo la localización espaciotemporal de cuanto se narra en él. Esa precisión se hace imprescindible al principio, hasta que la trama se yergue de tal modo que el lector podría ubicarse fácilmente sin dicha referencia. En El palazzo de Florencia Lucrezia forma parte de una numerosa familia marcada por la armonía conyugal de sus padres. A ella, peculiar e inquieta desde pequeña, se le dispensa un trato diferente. Sus gritos y gruñidos perturban a sus hermanos, por lo que su madre decide que pase mucho tiempo en la zona de las cocinas, al cuidado del ama de cría y vigilada por Emilia, su pequeña hija, quien jugando con ella se quemó la cara al caerle encima una olla de agua hirviendo (“si una de las dos tenía que quedar desfigurada, mejor que fuera yo”, le dice Emilia a Lucrezia años después al identificarse y relatarle el episodio).


El gran duque Cosimo, aficionado a coleccionar animales salvajes, posee un pequeño zoológico en los sótanos del palazzo, la Sala dei Leoni, que sus cinco hijos visitarán una noche guiados por él y donde Lucrezia quedará prendada de la última adquisición, una espectacular tigresa con la que entabla un silencioso diálogo contemplándose mutuamente con fijeza y a la que no puede resistir la tentación de acariciar: “Lucrezia sintió la tristeza, la soledad que emanaba, el impacto de ser arrancada de su hogar (…) Percibió los mordiscos de los latigazos que le habían dado, el amargo anhelo del vaporoso y húmedo dosel de la selva y los irresistibles túneles verdes del sotobosque que eran sus dominios; el dolor ardiente en el pecho por los barrotes que ahora la encerraban. ¿No había esperanza?, parecía preguntarle la tigresa. ¿Me quedaré aquí para siempre? ¿Jamás volveré a casa?” (p. 52). Podría afirmarse que lo que experimenta al mirar a ese bello animal cautivo es un anticipo de lo que sentiría al verse a sí misma en su vida futura, atrapada en un matrimonio impuesto en el que no acaba de manejarse, con lo que el episodio adquiere un evidente valor simbólico y premonitorio.

También cabe destacar el impacto que le causa escuchar casualmente la conversación entre su padre, el duque, y Vitelli, su consejero, y que le descubre la propuesta del duque de Ferrara de que su hijo, tras el inesperado fallecimiento de Maria, su prometida, se case con su hermana Lucrezia: “Empezó a sentir miedo: el miedo la cubrió como el musgo a las piedras. Era como si algo o alguien se le hubiera acercado sigilosamente y ahora lo tuviera en la espalda. (…) Era algo oscuro y gelatinoso, con una forma indefinida y cambiante; no tenía ojos, pero sí una boca abierta que emitía un aliento húmedo y gaseoso. Sin mirar atrás, supo que era la muerte. De repente comprendió que moriría si este matrimonio seguía adelante, en ese instante quizá o tal vez después, pero pronto. Jamás se libraría de ese espectro, de esa sombra de su propia muerte.” (p. 81)

La intensidad de la novela se asienta en la tensión construida desde el rechazo de Lucrezia a ese compromiso por considerarlo el camino seguro hacia su aniquilación. Se resiste cuanto puede a ese matrimonio; sin embargo, solo conseguirá retardarlo, y esto con la complicidad de su aya, la fiel Sofia. Su nueva vida como duquesa de Ferrara constituye para ella el drástico final de su niñez y la abrupta irrupción en un mundo cuyas reglas va acatando aun sin comprenderlas, un mundo regido por hombres poderosos, como su desconcertante marido, capaces de mostrar atención y delicadeza junto con la mayor brutalidad. Su perspicacia la hará recelar desde el principio del siniestro Leonello Baldassare, íntimo amigo y consejero del duque. Contará con la confianza y el afecto de Elisabetta, una de sus cuñadas, prisionera como ella de su propio destino, quien abandonará el castello rota de dolor y de odio infinito hacia Alfonso por haber ordenado que su amante fuera estrangulado hasta la muerte en su presencia.

Resulta esencial en la historia el retrato de Lucrezia que Alfonso encarga a un pintor, Sebastiano Filippi, el Bastiniano. Ella posee desde niña gran sensibilidad artística y un extraordinario talento para el dibujo; en Ferrara seguirá pintando sobre pequeñas tablas de madera. Ese es su don y al ejercitarlo se siente libre. No me parece casual que el desenlace de la novela esté muy relacionado con el encargo del retrato y quienes participan en su ejecución. Y fue precisamente el final de la obra lo que resultó más polémico y desencadenó un interesante debate en nuestra tertulia, por inesperado y alejado de la realidad histórica. Sabemos que Lucrezia de Medici llegó a la corte de Ferrara ya casada y convertida en duquesa a los quince años y murió apenas un año después, quizá envenenada. En la novela Lucrezia va teniendo cada vez más evidencias de que morirá a manos de su marido o de alguno de sus servidores, pues no logra quedar encinta. Jacopo, uno de los ayudantes del Bastiniano, a quien ella, en un encuentro casual y antes de conocer su identidad, salvó la vida, es quien la ayuda a escapar de La fortezza, y es a Emilia, acostada en la misma cama que su señora, a quien matan. En este punto adquieren mayor sentido las palabras de la desventurada  sirvienta al recordar el episodio de la olla de agua hirviendo: “mejor que fuera yo”. Entonces quedó desfigurada; ahora le tocó morir en su lugar.


He indicado al principio que por más que unos hechos acaecidos en pleno Renacimiento italiano hayan dado pie a la escritura de El retrato de casada, nos hallamos ante una obra de ficción. De nuevo, como ya sucediera en Hamnet, Maggie O’Farrell despliega su enorme talento narrativo, descriptivo y fabulador para hacernos vibrar con un relato que contiene acontecimientos de una insoportable crueldad y violencia, y a través de un personaje protagonista que encarna la fuerza inconmensurable de la libertad y de la vida frente a la negra sombra de un destino aciago. No se trata ni mucho menos de un final feliz: la fiel y servicial Emilia es asesinada en el lugar de Lucrezia; por tanto, ni feliz, ni tranquilizador, y absolutamente injusto y terrible. Pero es ahí, en ese desenlace inesperado, donde la autora se vale de la ficción para ejecutar su venganza sobre la crueldad de la historia.

Una vez más la literatura sostiene la invención como compensación y consuelo. De nuevo la obra literaria se muestra cómplice de la imaginación como salida, como radical y denodada enmienda a lo real, como el alentador e infinito horizonte de lo posible.


domingo, 7 de abril de 2024

La mala costumbre

 (de Alana S. Portero)


Después de nuestra centenaria celebración, hemos vuelto a la librería Pynchon & Co., que con tanto cariño nos acoge siempre, para reunirnos en torno a las páginas de la hermosa novela La mala costumbre. Y con no menos hermosas palabras reflexiona nuestra Josune sobre lo que allí se habló. Gracias por todo, mater.


Reseña sobre  La mala costumbre, de Alana S. Portero.

Suele ocurrir en nuestro Sofá que las obras a las que concedemos una valoración unánimemente positiva no provocan las mejores tertulias: parece que el acuerdo adolece de la falta de chispa y variedad cromática propias de la disensión. Sin embargo, esta novela, destinataria de los mayores elogios, desencadenó una conversación interesantísima e inolvidable, en la que expresamos con franqueza nuestras diversas opiniones sobre el complejo y delicado tema de la transexualidad.

            Contada en primera persona, deslumbra al lector desde el párrafo inicial del primer capítulo: “El ángel caído”. La belleza del estilo y la potente impresión de verdad constituyen a mi juicio los dos rasgos esenciales de una obra en que la realidad emerge en toda su crudeza, pero a salvo de la sordidez, siempre urticante, gracias al manejo de una delicadeza y un lirismo insólitos. La narradora, desde su condición de fémina atrapada en el cuerpo de un varón, evoca su infancia en los años ochenta en el barrio madrileño de San Blas (un barrio con nombre de santo dejado de la mano de Dios), ferozmente golpeado por la heroína, así como su adolescencia en la nocturnidad clandestina del centro del Madrid de los noventa, un Madrid descrito con cariño y orgullo, de un modo que recuerda a Almudena Grandes. Su familia, igual que todo su entorno, es de clase obrera, y ella recibe de sus padres y de su hermano una protección y un amor incondicionales. Es precisamente el terror a perder ese amor la razón fundamental de que no se atreva a confiarse a ellos y prolongue durante tanto tiempo su doble vida y, lo peor, su intensísimo y desgarrador sufrimiento.


            Considero que este es el hecho principal de la novela: la protagonista sufre de un modo atroz por algo de lo que ni puede escapar ni es responsable, y que constituye un motivo de burla, desconsideración y maltrato por parte de una sociedad nada ejercitada en la aceptación de quienes son ostensiblemente diferentes. Ella, chica lista,  posee una afinada percepción de sus congéneres y aprende rápido los mecanismos del fingimiento por pura supervivencia. En la fascinante galería de personajes que caminan por las calles de esta historia debe ser destacada Margarita, hacia la que ella siente en sus primeros años una profunda aversión por lo que tiene de espejo adelantado de sí misma, y de la que se ocupará tiempo después, tras regresar al barrio y a la casa de sus padres, con dedicación y mimo hasta su muerte. Antes de ese regreso asistiremos al tramo de su adolescencia furtiva en el mundo nocturno que ella denomina “el bosque” y donde será acogida por la humanidad y delicadeza de Antonio, el camarero del Figueroa, al que acude con Jay, su primer amor; o donde conocerá a la maravillosa Eugenia, la Moraíta,  la primera persona a la que se abre con absoluta franqueza, y a su peculiar familia. Eugenia la escucha siempre con respeto y atención, y le replica desde la sabiduría acumulada, su inmensa capacidad de amar y su admirable dignidad: Eugenia me recordaba que era buena, Eugenia me domaba el tono hasta que lo dulcificaba como siempre debería haber sido, como estaba en mi naturaleza. Eugenia era mi asidero a lo que me hacía mujer y humana. (…) No se puede jugar a ser mujeres, nena, lo somos, no podemos evitarlo, tú eres la prueba. (…) La mujer que llevas dentro, la de verdad, sigue atrapada entre paredes muy estrechas y se va a asfixiar. Y cuando se asfixie ella, te vas. No te va a poder salvar nadie. Lo otro no vale, el de la camisa y la voz grave no tiene un alma dentro, es un muerto que camina.

            Creo que uno de los valores fundamentales de esta novela ̶ en la que aparecen, por cierto, referentes clásicos (Odiseo, Calipso, las Moiras…) muy oportunamente aludidos ̶  es el modo en que el tema esencial de la transexualidad queda trascendido por una visión más amplia que abarcaría a quienes se saben señalados por una diferencia que los arrincona a los fríos e inhóspitos márgenes de la prestigiosa “normalidad”. No pretendo con esta reflexión restarle importancia a la cuestión identitaria de la que parte el conflicto central de la obra, sino que intento subrayar la eficacia de la autora al despertar en los lectores un sentimiento de radical comprensión de la amargura que padece la protagonista y quienes viven o han vivido un drama similar al suyo,  así como de sincera e irrefrenable solidaridad con ellos. El miedo es reconocido en repetidas ocasiones por la narradora como la razón de no atreverse a “salir del armario”, y ese miedo se hace tan comprensible como el sufrimiento antes mencionado. Es decir, resulta prácticamente imposible en la lectura de esta bellísima historia no sufrir con sus personajes y no ponerse en su lugar.

            En la tertulia salieron a relucir comportamientos que, contemplados desde el presente, nos producen sonrojo e incluso una culpa retrospectiva, y que tienen que ver, si no con la condena de la realidad “trans”, sí con el “alivio” de no pertenecer a ella: si en los años ochenta todavía causaba incomprensión y hasta rechazo la homosexualidad, su desviación de la ortodoxia reguladora de las interacciones sexuales quedaba de algún modo atenuada al compararla con el desafío descomunal al orden establecido que suponía el travestismo. La historia de la humanidad es también el relato del costosísimo derribo de prejuicios, barreras, estigmas de diversa índole, traducidos muchos de ellos en leyes infames, que han impuesto en los grupos sociales  la frontera entre lo bueno, lo correcto, lo normal, y lo malo, lo erróneo y lo descarrilado. Cuestiones religiosas, raciales, políticas y hasta meramente estéticas nos han enfrentado, dividido y deshumanizado, en tanto que desde el poder la tendencia ha sido siempre la de condenar, aislar, marginar al disidente, con la perversa colaboración de las multitudes cobijadas en la uniformidad, embrutecidas al calor del rebaño  y a menudo paralizadas por el miedo.

            La escritora estadounidense Siri Hustvedt se ha referido al asunto que nos ocupa en una entrevista reciente: «El género es un tema muy complicado. Aunque uno no lo comprenda, creo que todos podemos entender los hechos individuales. ¿A quiénes estás lastimando u ofendiendo cuando intentas presentarte al mundo de manera determinada? Estas decisiones suelen ser elecciones muy profundas y consideradas por parte de quien las toma. ¿Y quiénes somos nosotros para alzarnos contra una decisión tan privada?  Es indignante.»

            Me ha parecido oportuno incluir aquí esta opinión por cuanto expresa de manera clara y sencilla que nos estamos refiriendo a algo sumamente complejo. Creo que hubiera sido muy interesante para nuestro debate incluir en él, por ejemplo, una perspectiva científica que nos aclarara algunos aspectos biológicos que quizá manejamos de oído y con insuficiente rigor. No obstante, como afirma Hutsvedt, por complicado que resulte el asunto del género, por mucho que sea cuanto no comprendemos sobre él, lo esencial es que afecta a seres humanos reales, a su sentir individual y privado, y a su irrenunciable derecho de expresar su identidad libremente.


            No puedo concluir la reseña sin referirme al magnífico final de la obra, al glorioso momento en que, tras acicalar amorosamente el maltrecho cuerpo de Margarita, y maquillarla y vestirla de blanco para su gran viaje como la emperatriz de la calle Orense, la protagonista asume con arrojo y alegría su verdad, y se dispone a mostrarla al mundo: Cien manos de fantasmas me sostenían las piernas y la espalda y evitaban que las dudas me aflojasen los miembros, todas las mujeres del mundo me contemplaban (…). La desgarradora soledad en que durante tantos años ha sufrido queda compensada aquí con el recuento y mención de quienes, además de Margarita, la han salvado: Eugenia, Jay, María la Peluca. Enfundada en un vestido color teja con los hombros al descubierto y calzada con unos tacones rojos, sale a la calle en la que había crecido, con la cabeza alta, casi bailando, por las fotos del Figueroa, por Paula la Chinchilla, (…) por la niña con un parche en el ojo que bailaba canciones de Raffaella Carrà e Irene Cara, por los altares en que me había sacrificado.

            Aludimos en la tertulia a la importancia de las palabras, a la necesidad de desechar aquellas que  hieren e insultan, la de restaurar en los adjetivos su función meramente descriptiva, la de buscar nuevos términos para nombrar por fin las diversas formas de la vida largamente escondida en un armario. No tenía nombre pero existía, afirma la narradora en el último párrafo, no tenía nombre pero era Hécuba triunfante, Casandra, Carmilla, Afuera en el Cobertizo, la madrastra de Blancanieves (…). Era todas las mujeres.

            Magnífica conclusión, insisto, para una novela bellísima, conmovedora y admirable que nos muestra el inmenso poder del amor y del coraje en la defensa de la propia dignidad frente a la infamia, la barbarie y la violencia en el complejo tablero de la condición humana.

domingo, 4 de febrero de 2024

Tres eran tres: Fortuna, Los Netanyahus y La única certeza. Crónica de un glorioso centenario.

 (Autores: Hernán Díaz, Joshua Cohen y Josune Intxauspe).


Tertuliantes, somos afortunados por partida triple. Además de las tres reseñas que, como siempre, ha bordado con su prosa impecable Josune, nos toca celebrar el libro número 100 de nuestra tertulia. Y, casualidad o predestinación de los hados literarios, esta efeméride ha coincido con la tertulia/presentación de la última y premiada obra de nuestra "mater fundatrix", La única certeza. Este evento supuso la vuelta (puntual, pero vuelta al fin y al cabo) a nuestra biblioteca del Pla, de donde hace años salimos hacia el exilio, empujados por oscuras fuerzas. Cuarenta y pico tertuliantes, entre neófitos y patanegras, nos reunimos al amor de los libros, los tejuelos, las estanterías y las palabras acariciantes de quien nos ha sabido mantener unidos durante tantos años: nuestra Josune. Aquí están las tres crónicas. Gracias, como siempre, mater.


Fortuna, de Hernán Díaz (tertulia celebrada el 17 de octubre de 2023).

Aunque la tertulia sobre esta novela queda ya algo lejana, no me cuesta recordar lo grata que me resultó su lectura y el trabajo de construcción que el autor propone con las cuatro partes en que se divide, diseñando un ambicioso edificio literario tan rutilante como la Torre de los sesenta muros (Sixty Wall Tower) que domina la portada.

Un tono clásico sostiene la narración inicial: alguien lo relacionó con el mejor Henry James, el de Washington Square, por ejemplo, en la que se basarían la obra de teatro y la película La heredera.Se trata de un estilo que atrapa de inmediato y resulta, a mi juicio, tan hermoso como eficaz, al servicio de una historia trenzada con la materialidad del dinero y la riqueza, y con la extravagancia vital de la pareja protagonista,la formada por BenjaminRask y Helen Brevoort, dos verdaderos “bichos raros” que se han sentido siempre diferentes y profundamente solos: “Supo con total certidumbre que BenjaminRask la tomaría como esposa, si ella lo aceptaba. Y decidió en aquel mismo momento que lo iba a aceptar. Porque vio que se encontraba, en esencia, solo. En su inmensa soledad,  Helen encontraría la suya propia, y con ella la libertad que sus controladores padres siempre le habían negado. Dependiendo de si la soledad de Benjamin era voluntaria o no, su futuro marido le daría la espalda o se mostraría agradecido por la buena compañía que ella intentaría proporcionarle. De una forma u otra, no le cabía duda de que conseguiría influir sobre él y obtener aquella independencia que tanto anhelaba.” La intuitiva y prodigiosa Helen no se equivocó en su apreciación del interés mostrado por Benjamin hacia ella, para regocijo de su pragmática madre, que tanto había perseguido esa ventajosa unión. Supo hacerse imprescindible para su marido y mostrarle un afecto sincero, y logró disfrutar de una existencia estimulante de la que se sentía dueña.


            Imagino que el lector familiarizado con los entresijosde la economía capitalista podrá valorar en qué medida Hernán Díaz maneja información fiable y documentación histórica sobre la creación del gigante financiero norteamericano. Da la impresión de que domina el tema, de modo que el relato fluye sobre el trasfondo de los acontecimientos que van determinando, en los primeros años del siglo XX, el destino de un auténtico magnate y de todo un país, incluidos los momentos de crisis de un sistema que parece tener en sus propias debilidades la fortaleza necesaria para recomponerse y seguir creciendo .Y al hilo de esto, me parece muy interesante la descripción que el autor ofrece de los movimientos realizados por ciudadanos corrientes en los momentos previos al crac del 29, contagiados por la fiebre especuladora y la ganancia al alcance casi de cualquiera. Sin embargo, cuando se produce el hundimiento, nadie se hace responsable del mismo: “Sea lo que sea lo que causó el desplome que a su vez se convirtió en pánico, una cosa estaba clara: ninguno de los que habían contribuido a inflar la burbuja se sentía responsable de su estallido. Eran las víctimas inocentes de un desastre que casi parecía natural.” Y en medio del caos y la ruina, Benjamin Rask emerge obscenamente beneficiado: “Solo un hombre pareció salir indemne de la catástrofe. Los perplejos colegas de Rask tardaron unos días en darse cuenta de la magnitud real de su situación. Pronto les siguió la prensa: Rask no solo había capeado la tormenta sin sufrir daños: de hecho, se había aprovechado colosalmente de ella.” Esa evidencia lo convertirá en chivo expiatorio de la calamidad. Será caricaturizado en los periódicos como buitre o vampiro, será objeto de críticas acerbas y encendidos insultos. En los círculos financieros, no obstante, se convirtió en una leyenda. El precio más alto lo pagó Helen, que se vio abandonada por quienes antes la rodeaban y recibían los beneficios de su amistad y, en el caso de los artistas, de su generoso mecenazgo.

            La primera parte de Fortuna, esa novela titulada Obligaciones y firmada por un tal Harold Vanner, concluye con Benjamin Rask tan solo y apartado de los demás como antes de su matrimonio con Helen, quien ha muerto después de padecer una extraña enfermedad nerviosa, probablemente la misma dolencia que destruyó a su padre, y frente a la cual han resultado infructuosos todos los tratamientos.

            Llega así la segunda parte de la obra, Mi vida, de Andrew Bevel, desconcertante en su contenido y forma, pues combina narración completa con apuntes inconclusos. Parece la misma historia que acabamos de leer pero desde otra perspectiva, como si la anterior fuera la novela y esta, la biografía verdadera de los personajes. El auténtico significado de este segundo bloque lo proporciona la tercera parte: Recuerdos de unas memorias, de Ida Partenza, donde esta escritora rememora cómo logró un empleo de secretaria en la empresa Bevel. Dadas sus dotes narradoras, recibe el encargo de Andrew Bevel de que le ayude a escribir sus memorias, ya que circula por ahí una novela que considera difamatoria sobre él y su mujer, Mildred. Esa novela no es otra que Obligaciones, de Harold Vanner. El puzle metaliterario orquestado con gran habilidad por Hernán Díaz empieza a cobrar sentido: queda claro que el segundo bloque de su obra está formado por lo que Ida Partenza anota en sus entrevistas con Bevel para redactar sus memorias.

            También esta tercera parte resulta sumamente interesante; en mi opinión, tanto como la primera, y dota de dinamismo a un relato que había quedado encallado en la historia del matrimonio Rask/Bevel, al desplazar ahora el interés al personaje de la joven Ida Partenza y a su pintoresco padre, tipógrafo anarquista venido de Italia, con quien ella mantiene una compleja y conmovedora relación. Así lo describe: “Era un náufrago en su isleta gris y resentida, atrapado entre el país objeto de su rencor que había dejado atrás y la tierra que lo había acogido sin aceptarlo del todo.” (…) “Mi padre nunca se consideró un inmigrante. Era un exiliado. Para él, existía una distinción trascendental. No había elegido marcharse; lo habían echado.”

            En Recuerdos de unas memorias adquiere gran protagonismo la literatura como consuelo, refugio y alimento. Ida recuerda la temprana muerte de su madre cuando ella era muy pequeña (“Yo tenía siete años y la tristeza me desorientó. Me pasé meses experimentando incesantemente esa forma demoledora y desolada de nostalgia que solo conocen los niños.”) Dejó de ir a la escuela y a los nueve o diez años se hizo asidua de la Biblioteca Pública de Brooklyn, donde se aficionó a la novela detectivesca en cuyas ficciones la armonía y el orden vencían finalmente a la confusión y el caos. Cita a varias autoras que frecuentó en su adolescencia y que le inculcaron el deseo de escribir y de hacerlo con entera libertad y audacia. Años después, ya convertida en empleada de Bevel, refiere el impacto que la lectura de Obligaciones le produjo. Supone para ella una especie de bautismo en la apreciación del estilo de una obra como experiencia estética difícil de describir: “(…)en la época en que la leí, nunca había experimentado nada parecido a aquel lenguaje. Y me conmovió. Era la primera vez que leía algo que existía en un espacio indeterminado entre lo intelectual y lo emocional. Más adelante he identificado ese territorio ambiguo como el dominio exclusivo de la literatura.” Una lectora voraz y atenta como Ida, que posee, además, suma habilidad para narrar, recibe con ese libro el empujón definitivo hacia su condición de escritora: “(…)Vanner me ofreció mi primer vislumbre de aquella región esquiva que había entre la razón y el sentimiento, y fue quien me infundió el deseo de cartografiarla con mi propia escritura.” Será entonces cuando en una visita a la casa de los Bevel convertida en museo, halle en la inmensa biblioteca el diario de Mildred  y se apropie  de él (“Pero esto no es robar, me digo a mí misma. Es una conversación que comienza con varias décadas de retraso.”).Con el diario se cierra Fortuna, con esa parte titulada Futuros y atribuida a Mildred Bevel. Se trata de las anotaciones deslavazadas de una mujer muy enferma de cáncer, dotada de una inteligencia y una sensibilidad artística extraordinarias. En esas páginas se revela que era ella el verdadero genio de las finanzas, quien aplicaba su insólita inspiración a las operaciones financieras de su marido como si estas fueran la obligada ejecución de una melodía que solo ella, apasionada de la música, era capaz de anticipar.

            Concluye así una compleja novela de variada temática que exige la colaboración de un lector atento y activo para su completa comprensión. Fue del agrado de casi todos; no puedo dejar de indicar la crítica adversa de alguien que reconoció su originalidad e inmensidad constructiva, aunque al servicio de una descomunal estafa literaria. Ya sabemos que la lectura es, finalmente, una experiencia individual e intransferible, y resulta magnífico que la podamos compartir.

 


Los Netanyahus, de Joshua Cohen (tertulia del 27 de noviembre de 2023).

La lectura de esta novela despierta diferentes reacciones que van desde el interés, el desconcierto, el tedio, el asombro y la carcajada. La valoración final resulta positiva gracias sobre todo al efecto hilarante provocado por la peculiar familia aludida en el título y por la mirada crítica desde la que el autor aborda el inagotable tema de la identidad en tanto que pertenencia a una tribu religiosa, étnica o política.

            El planteamiento inicial es sencillo. Ruben Blum, historiador judío en la universidad de Corbin y especializado en Estudios Fiscales, es designado para hacer, en enero de 1960, de anfitrión y guía de Benzion Netanyahu (padre del actual primer ministro de Israel), otro historiador judío especializado en la Inquisición Española que viene a ser evaluado como aspirante a una plaza de profesor en la misma universidad. La llegada del erudito con su esposa y sus tres hijos a Corbin tiene lugar en el capítulo 8, superadas las ciento sesenta páginas del libro, gracias a las cuales conocemos la diferencia radical entre Ruben y Benzion: el primero intenta vivir como un americano más y acarrea el lastre de su condición de judío con resignación no exenta de humor, mientras que el otro, sionista militante, radical, entregado al revisionismo histórico que avale el victimismo más abrumador, constituye el esperpéntico retrato de quien deposita en una causa o una idea el sentido de su existencia, desentendiéndose de las cuestiones más elementales de la existencia misma.

            Hasta la página 160, en la que el coche en el que llegan sus huéspedes (más de los esperados y anunciados) aparca frente a su casa, Ruben Blum ha narrado en primera persona la peripecia previa a esta situación y ha descrito con suficiente detalle sus orígenes familiares y los de su mujer, Edith, también judía. Sirva como síntesis de la diferencia social entre ambos la siguiente alusión: “(…) mis padres colgaban calendarios con chinchetas en las paredes y subían la radio a todo volumen; los padres de Edith colgaban lienzos al óleo y tocaban el cello.” No obstante, sus respectivos progenitores tienen en común que ejercen de judíos y adoran a su única nieta, Judy (Judith), una avispada adolescente preuniversitaria empeñada en operarse la nariz, signo indeleble de su estirpe que ella pretende transformar a toda costa, algo que finalmente consigue mediante un plan en el que resultará decisiva la colaboración de su abuelo paterno con toda su fuerza bruta para embestir una puerta con el pestillo supuestamente encallado, tras la cual se encontraba su apéndice nasal dispuesto al sacrificio.

El tono desenfadado y jocoso en que se presentan las fricciones familiares durante las visitas, en fechas por supuesto diferentes, de las dos parejas de abuelos, aligera la narración y compensa la densidad de la prolija carta de recomendación remitida por el doctor Peretz Levavi o Peter Lügner, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, y dirigida a Ruben Blum en calidad de secretario del comité de contratación que habrá de decidir la idoneidad del candidato para la plaza titular de Historia. La recomendación no deja de ser curiosa si nos fijamos en algunas de sus últimas líneas: “Espero por el bien de usted que el Netanyahu al que conozca sea otro Netanyahu; espero que sea genuinamente otro, sin parecido con el hombre al que he descrito.”

El Netanyahu al que Ruben Blum y su familia reciben y conocen a partir de la página 160 es un auténtico gorrón, conduce un coche prestado, con el guardabarros abollado y medio colgando, del que salen, además de él, su mujer y tres niños de 13, 10 y 7 años (Jonathan, Benjamin e Iddo) que se comportarán como salvajes tocándolo todo en una casa ajena. Ruben acompañará a Netanyahu al Seminario Teológico de Corbin, en el que, si consigue la plaza, habrá de dar al menos una clase por trimestre. Después tendrá lugar la entrevista por parte del comité evaluador, ante el cual el doctor Netanyahu formulará y defenderá su tesis sobre la Inquisición Española. Esta sostiene que las conversiones al cristianismo por parte de los judíos de la época de los Reyes Católicos fueron sinceras. ¿Qué necesidad había, en ese caso, de una Inquisición? La explicación tiene que ver con la política y no con la religión. La unificación de España perseguida por Isabel y Fernando contó con la oposición de la nobleza, cuyas posesiones eran gestionadas por judíos, quienes se encargaban, además, de recaudar sus impuestos. Para someter a los nobles, la monarquía atacó a los judíos que les servían despertando un antisemitismo feroz en el pueblo llano que se extendería también a los conversos, de manera que poco a poco la Inquisición Española logró que el judaísmo se percibiera no ya como una religión sino como una raza (“lo cual sugería que un converso al cristianismo, por muy ferviente que fuera tras su conversión, seguía siendo en el fondo judío, porque el judaísmo se heredaba con la sangre”.)


El doctor Netanyahu defiende el sionismo como consecuencia de las frecuentes y sucesivas coyunturas políticas (la de la España de los Reyes Católicos fue probablemente la primera) que se han empeñado en convertir en tribu y raza lo que en principio solo es una comunidad religiosa. Así, la Inquisición Española constituye el precedente de todos los regímenes genocidas posteriores: la Alemania nazi, la Unión Soviética y la Umma árabe. Asentado en esta perspectiva, Netanyahu ejerce de modo grandilocuente su derecho al victimismo aunque él no haya sido directamente afectado por ninguno de los acontecimientos mencionados, y vive entregado a la épica intelectual y espiritual del mártir perpetuo mientras su humanidad más palpable encarna a un caradura desaliñado y grosero, patriarca de una familia perfectamente entrenada en el desastre, la anarquía y la falta de civismo y educación.

La obra concluye con el estallido de una disparatada catástrofe en el domicilio de los Blum (alguien lo comparó con gran acierto con un episodio de Benny Hill): el televisor hecho trizas; el niño pequeño tiznado de hollín y lloroso, con los pies ensangrentados por los cortes de los cristales; el mayor y Judy, pillados en plena aventura sexual, desnudos corriendo por la casa antes de que sus respectivas madres se lancen a intercambiar airados reproches y puñados de nieve; el coche del sheriff buscando a los dos muchachos mayores, huidos de la refriega…

A continuación, el epílogo refiere con datos concretos qué fue de cada uno de los Netanyahu, así como el origen de la novela, una anécdota relatada al autor por el crítico y escritor estadounidense de origen judío Harold Bloom, quien coordinó una visita a su universidad del historiador israelí Ben-Zion Netanyahu, acompañado por su mujer y sus tres hijos, el cual, según Bloom, “la lio bien gorda”. Cierra este capítulo la carta de una tal Judith, inspiradora del personaje de Judy, quien, tras haber leído el libro, se dirige a Joshua Cohen en un tono radicalmente desmitificador, demoledor con cualquier defensa de tribu, creencia, cultura o religión, y coherente con el propósito crítico que subyace en la obra hacia los determinismos históricos y las construcciones ideológicas que se perpetúan con asombrosa solidez, frente a la reivindicación tenaz del derecho de cada individuo a construir su propia historia y levantar su modesta identidad sin el paraguas de un pasado, o una tradición, o una suma de agravios a los que responder, sino a cielo abierto, a la intemperie, sin resentimiento y con absoluta libertad.


La única certeza, de Josune Intxauspe (tertulia-centenario, que tuvo lugar en el IES El Pla el 30 de enero de 2024).

Si los libros fueran años, ayer habríamos celebrado un siglo, y creo que la tarde estuvo adornada de ese aire festivo que envuelve a las grandes ocasiones, sobre todo a las que culminan un recorrido que, aunque  no exento de dificultades, al fin nos muestra la palpable victoria de haber llegado hasta ahí, iluminado por la conciencia de habitar el presente y de estar vivos.

Festejamos aniversarios y recordamos fechas con esa satisfacción. Enaltecemos las cifras henchidas del gozo y el sufrimiento pasados, con un relato que resulta siempre mejor de lo que creímos cuando estábamos inmersos en la experiencia y aún no nos habíamos puesto a buscar las palabras precisas para guardar lo vivido en nuestra memoria. Ayer evocábamos momentos que fueron indignantes y dolorosos con más humor que rabia y con cierta dosis de orgullo, por qué no reconocerlo, por haber resistido en el convencimiento  de que la razón estaba de  nuestra parte, estábamos haciendo lo que debíamos hacer, y antes o después los vientos nos serían propicios.

 Considero un verdadero honor que el azar haya tenido a bien permitirnos celebrar nuestro primer siglo de lecturas con mi pequeño libro, La única certeza, encabezado por los hermosos versos de Ángel González en su poema Piedra rota: “que el dolor es la parte final de la victoria / y que tu sufrimiento / no es la derrota al fin, sino un triunfo distinto”. No los mencioné ayer y lo hago ahora porque me parecen tan alusivos al espíritu de la novela como la fotografía de la portada. No deja de asombrarme la calma con que referí los acontecimientos reales de los que parte la obra a pesar de la angustia y las calamidades que padecieron sus protagonistas, personas de carne y hueso a quienes conocí, a las que quise y que me quisieron. Las intensas emociones de la tarde han alterado mi sueño esta noche y en mi desvelo me llegaban trenzadas la realidad y la ficción sobre las que conversamos; en definitiva, la vida y la literatura confundidas en una dimensión que tengo la fortuna de habitar mientras doy forma a cualquier relato.

Mi madre me hizo depositaria de sus recuerdos y yo escribí La única certeza hace ya muchos años, y en todo este tiempo han sido varias las ocasiones en que le he preguntado por algún episodio concreto para que ella me aclarara si fue así de verdad o es producto de mi invención. Andrés Pombo y Pura Neira son y no son a la vez Ramón Prego y Teresa Romay, como Olvido es y no es mi tía Teresa, o Selma es y no es mi madre. Me tranquilizó mucho descubrir que imaginación y memoria comparten ubicación en nuestro cerebro y, ya se sabe, los buenos vecinos se cuelan uno en casa del otro en cuanto algo necesitan. Cuando la realidad nos impone sus límites y el horizonte se reduce ante nuestros ojos, la imaginación acude en nuestro auxilio para sortear nuestra agobiante pequeñez, nos ensancha la vida, nos consuela con su audacia, y regresamos, en sus brazos, reconfortados. Sin embargo, posee la imaginación una naturaleza de viajera que precisa con frecuencia volver a casa y descansar, y entonces parece desentenderse de nosotros y nos deja caer en el duro asfalto de lo cotidiano, donde hemos de lidiar con los mismos quebrantos que nos afligían. Aunque, si el viaje ha sido provechoso, no somos exactamente los mismos, en algo habremos cambiado y algo seremos también capaces de transformar…

Al explicar ayer de dónde y cómo nace La única certeza pude contemplar mi propio recorrido vital y compartir con vosotros las circunstancias que han ido envolviendo la larga travesía de esta novela hasta convertirse, gracias al Premio “Pueblo de Bobadilla”, en un pequeño y hermoso libro. Desde siempre me he llevado bien con las palabras, me resultan fáciles de manejar. No hay mérito alguno en ello, como no lo hay en el ser humano dotado de belleza, o de ingenio para sorprender y hacer reír a otros. En todo caso, los sentimientos justos son la gratitud al descubrir el valor inmenso de lo que se te ha regalado y la responsabilidad al asumir la voluntad de utilizarlo del mejor modo. En el arte de las palabras son imprescindibles los demás. Hasta cuando uno habla solo, lo hace desdoblándose en otro: uno habla y el otro, él mismo, escucha. Narramos lo que nos sucede para ordenar el caos de la vida y que otro certifique el prodigio siendo nuestro testigo. Contamos lo que vivimos, lo que oímos, contemplamos o soñamos con la intención de pasar el rato y sentirnos acompañados. Por esa misma razón vemos películas y series de televisión. Por esa misma razón leemos. En una inolvidable frase de la bellísima Tierras de penumbra lo afirma la protagonista: “Leemos para saber que no estamos solos”. ¿Y para qué escribimos los que escribimos? También para pasar el rato, para tratar de entender lo que vivimos y sentimos, para que otro nos comprenda y nos acompañe. El de la escritura es un acto solitario que, paradójicamente, pretende conjurar la soledad. Igual que el de la lectura. Y en ese lugar misterioso al que ambos acceden a destiempo, se produce el encuentro íntimo entre el autor y el lector de una obra, un encuentro de tú a tú, de  uno en uno.

El escritor trabaja con las palabras, portadoras de vida y de belleza. Sin esta no hay verdadera creación y lograrla constituye la ambición y el reto de todo artista, pues la belleza obrará el milagro de contener no solo la luz y la dicha, sino las densas sombras de la amargura y el dolor, y permitir que las contemplemos con toda su crudeza sin que nos destruyan. Y así, esas palabras palpitantes de vida nos van haciendo más fuertes y sabios.

La historia de La única certeza es la de una larga espera acontecida en “dulce compañía”: la de quienes la habéis ido leyendo y me habéis mostrado vuestro entusiasmo y vuestra convicción de que era una novela digna que merecía publicarse. En los dieciocho años transcurridos desde que le puse el punto final hasta que la he visto convertida en libro y dispuesta a salir al mundo he acabado de aprender algunas cosas muy valiosas. Por ejemplo, que el éxito es un traje apetecible para quien emprende cualquier proyecto, y sumamente vistoso y resplandeciente si el proyecto es artístico, porque el logro de crear algo despierta admiración y aplauso inmediatos. Pero el éxito reside en las afueras y no hace mejor nada que, antes de su llegada, no mereciera la pena en sí mismo y en el silencio de lo desconocido. El éxito es un turbador  canto de sirenas que, si se alcanza, hay que saborear, por supuesto, y agradecer, ¡faltaría más!, para recobrar lo antes posible la exacta dimensión de lo que somos y volver a casa. Ayer compartí con vosotros cuánto me dolió que finalmente se declarara desierto un premio en el que mi novela había quedado finalista y qué felicidad me ha dispensado la experiencia de Bobadilla. La misma novela en dos circunstancias completamente distintas…

Disfruté muchísimo en La Rioja al recoger el premio y me vine con el regalo inmenso de este libro que estoy compartiendo con enorme placer. Volví a casa, a preparar mi último principio de curso, a recorrer mi último trimestre como profesora y despedirme del trabajo como es debido. Y aquí estoy, con sesenta años cumplidos, jubilada y contenta, estrenando la insólita sensación de “tener el tiempo a mis órdenes”, como afirma en una situación idéntica Martín Santomé, el protagonista de La tregua, mi novela preferida del gran Mario Benedetti. Aquí estoy, disfrutando del invierno, esa estación tan poco prestigiosa y que, sin embargo, a mí tanto me gusta, intentando ahora concluir esta reseña peculiar sobre la tertulia de ayer con la que, por encima de todo, pretendo daros las gracias, de corazón, una vez más, por vuestra generosidad y compañía, por vuestros maravillosos regalos, por la ilusión de la sorpresa que me teníais preparada, por vuestras palabras…


Hay algo que no os conté ayer y quiero hacerlo aquí. Aquel lunes 8 de mayo en que recibí la noticia del premio, al final de la mañana, Susi, mi amiga y compañera del alma, me preguntó a qué esperaba para comunicarlo en el grupo de nuestra tertulia y le expliqué el motivo de mi tardanza, el  mismo que os explico a vosotros ahora. Me paralizaba la conciencia de lo muchísimo que os ibais a alegrar, es decir, me desbordaba vuestra propia emoción al imaginarla y hacerla mía. Me conmovía la evidencia de  que al conocer eso tan magnífico que por fin me acababa de suceder a mí, también os estaba sucediendo a vosotros. Y es que, aunque empecé a escribir mucho antes de conocernos, mis libros han nacido cuando ya compartíamos sofá y habéis sido testigos de todo el proceso. He tenido en vosotros un apoyo incondicional y un aliento permanente, y deseo de corazón que cuanto escriba a partir de ahora esté a la altura de vuestra confianza en mí. Podéis estar seguros de que lo intentaré con absoluta entrega.

He querido escribir para vosotros algo bonito, que os emocione y os haga sentir mi gratitud como yo experimenté la intensidad de vuestra alegría por mi buena suerte. Hemos compartido un siglo de libros y a primeros de marzo, el mes de nuestro cumpleaños, iniciaremos el segundo, con la primavera a la vuelta de la esquina. Seguiremos leyendo y celebrando juntos la vida y la buena literatura, sentados en nuestro mullido y cada vez más grande sofá, sabiendo que nunca estaremos solos.

Un abrazo enorme,

                                                                                   Josune

                                                                               Alicante, 31 de enero de 2024