(Autores: Hernán Díaz, Joshua Cohen y Josune Intxauspe).
Tertuliantes, somos afortunados por partida triple. Además de las tres reseñas que, como siempre, ha bordado con su prosa impecable Josune, nos toca celebrar el libro número 100 de nuestra tertulia. Y, casualidad o predestinación de los hados literarios, esta efeméride ha coincido con la tertulia/presentación de la última y premiada obra de nuestra "mater fundatrix", La única certeza. Este evento supuso la vuelta (puntual, pero vuelta al fin y al cabo) a nuestra biblioteca del Pla, de donde hace años salimos hacia el exilio, empujados por oscuras fuerzas. Cuarenta y pico tertuliantes, entre neófitos y patanegras, nos reunimos al amor de los libros, los tejuelos, las estanterías y las palabras acariciantes de quien nos ha sabido mantener unidos durante tantos años: nuestra Josune. Aquí están las tres crónicas. Gracias, como siempre, mater.
Fortuna, de Hernán Díaz (tertulia celebrada el 17 de octubre de 2023).
Aunque la tertulia
sobre esta novela queda ya algo lejana, no me cuesta recordar lo grata que me
resultó su lectura y el trabajo de construcción que el autor propone con las
cuatro partes en que se divide, diseñando un ambicioso edificio literario tan
rutilante como la Torre de los sesenta muros (Sixty Wall Tower) que domina la portada.
Un
tono clásico sostiene la narración inicial: alguien lo relacionó con el mejor
Henry James, el de Washington Square,
por ejemplo, en la que se basarían la obra de teatro y la película La heredera.Se trata de un estilo que atrapa
de inmediato y resulta, a mi juicio, tan hermoso como eficaz, al servicio de una
historia trenzada con la materialidad del dinero y la riqueza, y con la extravagancia
vital de la pareja protagonista,la formada por BenjaminRask y Helen
Brevoort, dos verdaderos “bichos raros” que se han sentido siempre
diferentes y profundamente solos: “Supo
con total certidumbre que BenjaminRask la tomaría como esposa, si ella lo
aceptaba. Y decidió en aquel mismo momento que lo iba a aceptar. Porque vio que
se encontraba, en esencia, solo. En su inmensa soledad, Helen encontraría la suya propia, y con ella
la libertad que sus controladores padres siempre le habían negado. Dependiendo
de si la soledad de Benjamin era voluntaria o no, su futuro marido le daría la
espalda o se mostraría agradecido por la buena compañía que ella intentaría
proporcionarle. De una forma u otra, no le cabía duda de que conseguiría
influir sobre él y obtener aquella independencia que tanto anhelaba.” La
intuitiva y prodigiosa Helen no se equivocó en su apreciación del interés
mostrado por Benjamin hacia ella, para regocijo de su pragmática madre, que
tanto había perseguido esa ventajosa unión. Supo hacerse imprescindible para su
marido y mostrarle un afecto sincero, y logró disfrutar de una existencia
estimulante de la que se sentía dueña.
Imagino que el lector familiarizado con los entresijosde
la economía capitalista podrá valorar en qué medida Hernán Díaz maneja información fiable y documentación histórica
sobre la creación del gigante financiero norteamericano. Da la impresión de que
domina el tema, de modo que el relato fluye sobre el trasfondo de los
acontecimientos que van determinando, en los primeros años del siglo XX, el
destino de un auténtico magnate y de todo un país, incluidos los momentos de
crisis de un sistema que parece tener en sus propias debilidades la fortaleza
necesaria para recomponerse y seguir creciendo .Y al hilo de esto, me parece muy
interesante la descripción que el autor ofrece de los movimientos realizados
por ciudadanos corrientes en los momentos previos al crac del 29, contagiados
por la fiebre especuladora y la ganancia al alcance casi de cualquiera. Sin
embargo, cuando se produce el hundimiento, nadie se hace responsable del mismo:
“Sea lo que sea lo que causó el desplome
que a su vez se convirtió en pánico, una cosa estaba clara: ninguno de los que
habían contribuido a inflar la burbuja se sentía responsable de su estallido.
Eran las víctimas inocentes de un desastre que casi parecía natural.” Y en
medio del caos y la ruina, Benjamin Rask emerge obscenamente beneficiado: “Solo un hombre pareció salir indemne de la
catástrofe. Los perplejos colegas de Rask tardaron unos días en darse cuenta de
la magnitud real de su situación. Pronto les siguió la prensa: Rask no solo
había capeado la tormenta sin sufrir daños: de hecho, se había aprovechado
colosalmente de ella.” Esa evidencia lo convertirá en chivo expiatorio de
la calamidad. Será caricaturizado en los periódicos como buitre o vampiro, será
objeto de críticas acerbas y encendidos insultos. En los círculos financieros,
no obstante, se convirtió en una leyenda. El precio más alto lo pagó Helen, que
se vio abandonada por quienes antes la rodeaban y recibían los beneficios de su
amistad y, en el caso de los artistas, de su generoso mecenazgo.
La primera parte de Fortuna, esa novela titulada Obligaciones y firmada por un tal Harold Vanner, concluye con Benjamin Rask
tan solo y apartado de los demás como antes de su matrimonio con Helen, quien
ha muerto después de padecer una extraña enfermedad nerviosa, probablemente la
misma dolencia que destruyó a su padre, y frente a la cual han resultado
infructuosos todos los tratamientos.
Llega así la segunda parte de la obra, Mi vida, de Andrew Bevel, desconcertante en su contenido y forma, pues combina
narración completa con apuntes inconclusos. Parece la misma historia que
acabamos de leer pero desde otra perspectiva, como si la anterior fuera la
novela y esta, la biografía verdadera de los personajes. El auténtico significado
de este segundo bloque lo proporciona la tercera parte: Recuerdos de unas memorias, de Ida
Partenza, donde esta escritora rememora cómo logró un empleo de secretaria
en la empresa Bevel. Dadas sus dotes narradoras, recibe el encargo de Andrew
Bevel de que le ayude a escribir sus memorias, ya que circula por ahí una
novela que considera difamatoria sobre él y su mujer, Mildred. Esa novela no es otra que Obligaciones, de Harold
Vanner. El puzle metaliterario orquestado con gran habilidad por Hernán Díaz empieza a cobrar sentido:
queda claro que el segundo bloque de su obra está formado por lo que Ida
Partenza anota en sus entrevistas con Bevel para redactar sus memorias.
También esta tercera parte resulta sumamente interesante; en
mi opinión, tanto como la primera, y dota de dinamismo a un relato que había
quedado encallado en la historia del matrimonio Rask/Bevel, al desplazar ahora
el interés al personaje de la joven Ida Partenza y a su pintoresco padre,
tipógrafo anarquista venido de Italia, con quien ella mantiene una compleja y
conmovedora relación. Así lo describe: “Era
un náufrago en su isleta gris y resentida, atrapado entre el país objeto de su
rencor que había dejado atrás y la tierra que lo había acogido sin aceptarlo
del todo.” (…) “Mi padre nunca se
consideró un inmigrante. Era un exiliado. Para él, existía una distinción
trascendental. No había elegido marcharse; lo habían echado.”
En Recuerdos de
unas memorias adquiere gran protagonismo la literatura como consuelo,
refugio y alimento. Ida recuerda la temprana muerte de su madre cuando ella era
muy pequeña (“Yo tenía siete años y la
tristeza me desorientó. Me pasé meses experimentando incesantemente esa forma
demoledora y desolada de nostalgia que solo conocen los niños.”) Dejó de ir
a la escuela y a los nueve o diez años se hizo asidua de la Biblioteca Pública
de Brooklyn, donde se aficionó a la novela detectivesca en cuyas ficciones la
armonía y el orden vencían finalmente a la confusión y el caos. Cita a varias
autoras que frecuentó en su adolescencia y que le inculcaron el deseo de
escribir y de hacerlo con entera libertad y audacia. Años después, ya
convertida en empleada de Bevel, refiere el impacto que la lectura de Obligaciones le produjo. Supone para
ella una especie de bautismo en la apreciación del estilo de una obra como
experiencia estética difícil de describir: “(…)en
la época en que la leí, nunca había experimentado nada parecido a aquel
lenguaje. Y me conmovió. Era la primera vez que leía algo que existía en un
espacio indeterminado entre lo intelectual y lo emocional. Más adelante he
identificado ese territorio ambiguo como el dominio exclusivo de la literatura.”
Una lectora voraz y atenta como Ida, que posee, además, suma habilidad para
narrar, recibe con ese libro el empujón definitivo hacia su condición de
escritora: “(…)Vanner me ofreció mi
primer vislumbre de aquella región esquiva que había entre la razón y el
sentimiento, y fue quien me infundió el deseo de cartografiarla con mi propia
escritura.” Será entonces cuando en una visita a la casa de los Bevel
convertida en museo, halle en la inmensa biblioteca el diario de Mildred y se apropie
de él (“Pero esto no es robar, me
digo a mí misma. Es una conversación que comienza con varias décadas de retraso.”).Con
el diario se cierra Fortuna, con esa parte titulada Futuros y atribuida a Mildred
Bevel. Se trata de las anotaciones deslavazadas de una mujer muy enferma de
cáncer, dotada de una inteligencia y una sensibilidad artística
extraordinarias. En esas páginas se revela que era ella el verdadero genio de
las finanzas, quien aplicaba su insólita inspiración a las operaciones
financieras de su marido como si estas fueran la obligada ejecución de una
melodía que solo ella, apasionada de la música, era capaz de anticipar.
Concluye así una compleja novela de variada temática que
exige la colaboración de un lector atento y activo para su completa
comprensión. Fue del agrado de casi todos; no puedo dejar de indicar la crítica
adversa de alguien que reconoció su originalidad e inmensidad constructiva, aunque al servicio de una descomunal estafa literaria. Ya
sabemos que la lectura es, finalmente, una experiencia individual e
intransferible, y resulta magnífico que la podamos compartir.
Los Netanyahus, de Joshua Cohen (tertulia del 27 de noviembre de 2023).
La lectura de esta
novela despierta diferentes reacciones que van desde el interés, el
desconcierto, el tedio, el asombro y la carcajada. La valoración final resulta
positiva gracias sobre todo al efecto hilarante provocado por la peculiar
familia aludida en el título y por la mirada crítica desde la que el autor
aborda el inagotable tema de la identidad en tanto que pertenencia a una tribu
religiosa, étnica o política.
El planteamiento inicial es sencillo. Ruben Blum,
historiador judío en la universidad de Corbin y especializado en Estudios
Fiscales, es designado para hacer, en enero de 1960, de anfitrión y guía de
Benzion Netanyahu (padre del actual primer ministro de Israel), otro
historiador judío especializado en la Inquisición Española que viene a ser
evaluado como aspirante a una plaza de profesor en la misma universidad. La
llegada del erudito con su esposa y sus tres hijos a Corbin tiene lugar en el
capítulo 8, superadas las ciento sesenta páginas del libro, gracias a las
cuales conocemos la diferencia radical entre Ruben y Benzion: el primero
intenta vivir como un americano más y acarrea el lastre de su condición de
judío con resignación no exenta de humor, mientras que el otro, sionista
militante, radical, entregado al revisionismo histórico que avale el victimismo
más abrumador, constituye el esperpéntico retrato de quien deposita en una
causa o una idea el sentido de su existencia, desentendiéndose de las
cuestiones más elementales de la existencia misma.
Hasta la página 160, en la que el coche en el que llegan
sus huéspedes (más de los esperados y anunciados) aparca frente a su casa,
Ruben Blum ha narrado en primera persona la peripecia previa a esta situación y
ha descrito con suficiente detalle sus orígenes familiares y los de su mujer,
Edith, también judía. Sirva como síntesis de la diferencia social entre ambos la
siguiente alusión: “(…) mis padres
colgaban calendarios con chinchetas en las paredes y subían la radio a todo
volumen; los padres de Edith colgaban lienzos al óleo y tocaban el cello.”
No obstante, sus respectivos progenitores tienen en común que ejercen de judíos
y adoran a su única nieta, Judy (Judith), una avispada adolescente
preuniversitaria empeñada en operarse la nariz, signo indeleble de su estirpe
que ella pretende transformar a toda costa, algo que finalmente consigue mediante
un plan en el que resultará decisiva la colaboración de su abuelo paterno con
toda su fuerza bruta para embestir una puerta con el pestillo supuestamente
encallado, tras la cual se encontraba su apéndice nasal dispuesto al
sacrificio.
El
tono desenfadado y jocoso en que se presentan las fricciones familiares durante
las visitas, en fechas por supuesto diferentes, de las dos parejas de abuelos,
aligera la narración y compensa la densidad de la prolija carta de
recomendación remitida por el doctor Peretz Levavi o Peter Lügner, de la
Universidad Hebrea de Jerusalén, y dirigida a Ruben Blum en calidad de
secretario del comité de contratación que habrá de decidir la idoneidad del
candidato para la plaza titular de Historia. La recomendación no deja de ser
curiosa si nos fijamos en algunas de sus últimas líneas: “Espero por el bien de usted que el Netanyahu al que conozca sea otro
Netanyahu; espero que sea genuinamente otro, sin parecido con el hombre al que
he descrito.”
El
Netanyahu al que Ruben Blum y su familia reciben y conocen a partir de la
página 160 es un auténtico gorrón, conduce un coche prestado, con el
guardabarros abollado y medio colgando, del que salen, además de él, su mujer y
tres niños de 13, 10 y 7 años (Jonathan, Benjamin e Iddo) que se comportarán
como salvajes tocándolo todo en una casa ajena. Ruben acompañará a Netanyahu al
Seminario Teológico de Corbin, en el que, si consigue la plaza, habrá de dar al
menos una clase por trimestre. Después tendrá lugar la entrevista por parte del
comité evaluador, ante el cual el doctor Netanyahu formulará y defenderá su
tesis sobre la Inquisición Española. Esta sostiene que las conversiones al
cristianismo por parte de los judíos de la época de los Reyes Católicos fueron
sinceras. ¿Qué necesidad había, en ese caso, de una Inquisición? La explicación
tiene que ver con la política y no con la religión. La unificación de España
perseguida por Isabel y Fernando contó con la oposición de la nobleza, cuyas
posesiones eran gestionadas por judíos, quienes se encargaban, además, de
recaudar sus impuestos. Para someter a los nobles, la monarquía atacó a los
judíos que les servían despertando un antisemitismo feroz en el pueblo llano
que se extendería también a los conversos, de manera que poco a poco la
Inquisición Española logró que el judaísmo se percibiera no ya como una
religión sino como una raza (“lo cual
sugería que un converso al cristianismo, por muy ferviente que fuera tras su
conversión, seguía siendo en el fondo judío, porque el judaísmo se heredaba con
la sangre”.)
El
doctor Netanyahu defiende el sionismo como consecuencia de las frecuentes y
sucesivas coyunturas políticas (la de la España de los Reyes Católicos fue
probablemente la primera) que se han empeñado en convertir en tribu y raza lo
que en principio solo es una comunidad religiosa. Así, la Inquisición Española
constituye el precedente de todos los regímenes genocidas posteriores: la
Alemania nazi, la Unión Soviética y la Umma árabe. Asentado en esta
perspectiva, Netanyahu ejerce de modo grandilocuente su derecho al victimismo
aunque él no haya sido directamente afectado por ninguno de los acontecimientos
mencionados, y vive entregado a la épica intelectual y espiritual del mártir
perpetuo mientras su humanidad más palpable encarna a un caradura desaliñado y
grosero, patriarca de una familia perfectamente entrenada en el desastre, la
anarquía y la falta de civismo y educación.
La
obra concluye con el estallido de una disparatada catástrofe en el domicilio de
los Blum (alguien lo comparó con gran acierto con un episodio de Benny Hill):
el televisor hecho trizas; el niño pequeño tiznado de hollín y lloroso, con los
pies ensangrentados por los cortes de los cristales; el mayor y Judy, pillados
en plena aventura sexual, desnudos corriendo por la casa antes de que sus
respectivas madres se lancen a intercambiar airados reproches y puñados de nieve;
el coche del sheriff buscando a los dos muchachos mayores, huidos de la
refriega…
A
continuación, el epílogo refiere con datos concretos qué fue de cada uno de los
Netanyahu, así como el origen de la novela, una anécdota relatada al autor por
el crítico y escritor estadounidense de origen judío Harold Bloom, quien
coordinó una visita a su universidad del historiador israelí Ben-Zion
Netanyahu, acompañado por su mujer y sus tres hijos, el cual, según Bloom, “la
lio bien gorda”. Cierra este capítulo la carta de una tal Judith, inspiradora
del personaje de Judy, quien, tras haber leído el libro, se dirige a Joshua
Cohen en un tono radicalmente desmitificador, demoledor con cualquier defensa
de tribu, creencia, cultura o religión, y coherente con
el propósito crítico que subyace en la obra hacia los determinismos históricos
y las construcciones ideológicas que se perpetúan con asombrosa solidez, frente
a la reivindicación tenaz del derecho de cada individuo a construir su propia
historia y levantar su modesta identidad sin el paraguas de un pasado, o una
tradición, o una suma de agravios a los que responder, sino a cielo abierto, a
la intemperie, sin resentimiento y con absoluta libertad.
La única certeza, de Josune Intxauspe (tertulia-centenario, que tuvo lugar en el IES El Pla el 30 de enero de 2024).
Si los libros fueran
años, ayer habríamos celebrado un siglo, y creo que la tarde estuvo adornada de
ese aire festivo que envuelve a las grandes ocasiones, sobre todo a las que
culminan un recorrido que, aunque no
exento de dificultades, al fin nos muestra la palpable victoria de haber
llegado hasta ahí, iluminado por la conciencia de habitar el presente y de
estar vivos.
Festejamos
aniversarios y recordamos fechas con esa satisfacción. Enaltecemos las cifras
henchidas del gozo y el sufrimiento pasados, con un relato que resulta siempre
mejor de lo que creímos cuando estábamos inmersos en la experiencia y aún no
nos habíamos puesto a buscar las palabras precisas para guardar lo vivido en
nuestra memoria. Ayer evocábamos momentos que fueron indignantes y dolorosos
con más humor que rabia y con cierta dosis de orgullo, por qué no reconocerlo, por
haber resistido en el convencimiento de
que la razón estaba de nuestra parte,
estábamos haciendo lo que debíamos hacer, y antes o después los vientos nos
serían propicios.
Considero un verdadero honor que el azar haya
tenido a bien permitirnos celebrar nuestro primer siglo de lecturas con mi
pequeño libro, La única certeza,
encabezado por los hermosos versos de Ángel González en su poema Piedra rota: “que el dolor es la parte final de la victoria / y que tu sufrimiento /
no es la derrota al fin, sino un triunfo distinto”. No los mencioné ayer y
lo hago ahora porque me parecen tan alusivos al espíritu de la novela como la fotografía
de la portada. No deja de asombrarme la calma con que referí los
acontecimientos reales de los que parte la obra a pesar de la angustia y las
calamidades que padecieron sus protagonistas, personas de carne y hueso a
quienes conocí, a las que quise y que me quisieron. Las intensas emociones de
la tarde han alterado mi sueño esta noche y en mi desvelo me llegaban trenzadas
la realidad y la ficción sobre las que conversamos; en definitiva, la vida y la
literatura confundidas en una dimensión que tengo la fortuna de habitar
mientras doy forma a cualquier relato.
Mi
madre me hizo depositaria de sus recuerdos y yo escribí La única certeza hace ya muchos años, y en todo este tiempo han
sido varias las ocasiones en que le he preguntado por algún episodio concreto
para que ella me aclarara si fue así de verdad o es producto de mi invención.
Andrés Pombo y Pura Neira son y no son a la vez Ramón Prego y Teresa Romay,
como Olvido es y no es mi tía Teresa, o Selma es y no es mi madre. Me
tranquilizó mucho descubrir que imaginación y memoria comparten ubicación en
nuestro cerebro y, ya se sabe, los buenos vecinos se cuelan uno en casa del
otro en cuanto algo necesitan. Cuando la realidad nos impone sus límites y el
horizonte se reduce ante nuestros ojos, la imaginación acude en nuestro auxilio
para sortear nuestra agobiante pequeñez, nos ensancha la vida, nos consuela con
su audacia, y regresamos, en sus brazos, reconfortados. Sin embargo, posee la
imaginación una naturaleza de viajera que precisa con frecuencia volver a casa
y descansar, y entonces parece desentenderse de nosotros y nos deja caer en el duro
asfalto de lo cotidiano, donde hemos de lidiar con los mismos quebrantos que
nos afligían. Aunque, si el viaje ha sido provechoso, no somos exactamente los
mismos, en algo habremos cambiado y algo seremos también capaces de transformar…
Al
explicar ayer de dónde y cómo nace La
única certeza pude contemplar mi propio recorrido vital y compartir con
vosotros las circunstancias que han ido envolviendo la larga travesía de esta
novela hasta convertirse, gracias al Premio “Pueblo de Bobadilla”, en un
pequeño y hermoso libro. Desde siempre me he llevado bien con las palabras, me
resultan fáciles de manejar. No hay mérito alguno en ello, como no lo hay en el
ser humano dotado de belleza, o de ingenio para sorprender y hacer reír a
otros. En todo caso, los sentimientos justos son la gratitud al descubrir el
valor inmenso de lo que se te ha regalado y la responsabilidad al asumir la
voluntad de utilizarlo del mejor modo. En el arte de las palabras son
imprescindibles los demás. Hasta cuando uno habla solo, lo hace desdoblándose
en otro: uno habla y el otro, él mismo, escucha. Narramos lo que nos sucede
para ordenar el caos de la vida y que otro certifique el prodigio siendo
nuestro testigo. Contamos lo que vivimos, lo que oímos, contemplamos o soñamos
con la intención de pasar el rato y sentirnos acompañados. Por esa misma razón
vemos películas y series de televisión. Por esa misma razón leemos. En una
inolvidable frase de la bellísima Tierras
de penumbra lo afirma la protagonista: “Leemos
para saber que no estamos solos”. ¿Y para qué escribimos los que
escribimos? También para pasar el rato, para tratar de entender lo que vivimos
y sentimos, para que otro nos comprenda y nos acompañe. El de la escritura es
un acto solitario que, paradójicamente, pretende conjurar la soledad. Igual que
el de la lectura. Y en ese lugar misterioso al que ambos acceden a destiempo, se
produce el encuentro íntimo entre el autor y el lector de una obra, un
encuentro de tú a tú, de uno en uno.
El
escritor trabaja con las palabras, portadoras de vida y de belleza. Sin esta no
hay verdadera creación y lograrla constituye la ambición y el reto de todo
artista, pues la belleza obrará el milagro de contener no solo la luz y la
dicha, sino las densas sombras de la amargura y el dolor, y permitir que las contemplemos
con toda su crudeza sin que nos destruyan. Y así, esas palabras palpitantes de
vida nos van haciendo más fuertes y sabios.
La
historia de La única certeza es la de
una larga espera acontecida en “dulce compañía”: la de quienes la habéis ido
leyendo y me habéis mostrado vuestro entusiasmo y vuestra convicción de que era
una novela digna que merecía publicarse. En los dieciocho años transcurridos
desde que le puse el punto final hasta que la he visto convertida en libro y
dispuesta a salir al mundo he acabado de aprender algunas cosas muy valiosas.
Por ejemplo, que el éxito es un traje apetecible para quien emprende cualquier
proyecto, y sumamente vistoso y resplandeciente si el proyecto es artístico,
porque el logro de crear algo despierta admiración y aplauso inmediatos. Pero
el éxito reside en las afueras y no hace mejor nada que, antes de su llegada,
no mereciera la pena en sí mismo y en el silencio de lo desconocido. El éxito
es un turbador canto de sirenas que, si se
alcanza, hay que saborear, por supuesto, y agradecer, ¡faltaría más!, para
recobrar lo antes posible la exacta dimensión de lo que somos y volver a casa.
Ayer compartí con vosotros cuánto me dolió que finalmente se declarara desierto
un premio en el que mi novela había quedado finalista y qué felicidad me ha dispensado
la experiencia de Bobadilla. La misma novela en dos circunstancias
completamente distintas…
Disfruté
muchísimo en La Rioja al recoger el premio y me vine con el regalo inmenso de
este libro que estoy compartiendo con enorme placer. Volví a casa, a preparar
mi último principio de curso, a recorrer mi último trimestre como profesora y
despedirme del trabajo como es debido. Y aquí estoy, con sesenta años cumplidos,
jubilada y contenta, estrenando la insólita sensación de “tener el tiempo a mis
órdenes”, como afirma en una situación idéntica Martín Santomé, el protagonista
de La tregua, mi novela preferida del
gran Mario Benedetti. Aquí estoy, disfrutando del invierno, esa estación tan
poco prestigiosa y que, sin embargo, a mí tanto me gusta, intentando ahora
concluir esta reseña peculiar sobre la tertulia de ayer con la que, por encima
de todo, pretendo daros las gracias, de corazón, una vez más, por vuestra
generosidad y compañía, por vuestros maravillosos regalos, por la ilusión de la
sorpresa que me teníais preparada, por vuestras palabras…
Hay
algo que no os conté ayer y quiero hacerlo aquí. Aquel lunes 8 de mayo en que
recibí la noticia del premio, al final de la mañana, Susi, mi amiga y compañera
del alma, me preguntó a qué esperaba para comunicarlo en el grupo de nuestra tertulia
y le expliqué el motivo de mi tardanza, el
mismo que os explico a vosotros ahora. Me paralizaba la conciencia de lo
muchísimo que os ibais a alegrar, es decir, me desbordaba vuestra propia
emoción al imaginarla y hacerla mía. Me conmovía la evidencia de que al conocer eso tan magnífico que por fin
me acababa de suceder a mí, también os estaba sucediendo a vosotros. Y es que,
aunque empecé a escribir mucho antes de conocernos, mis libros han nacido cuando ya compartíamos sofá y habéis sido testigos de todo
el proceso. He tenido en vosotros un apoyo incondicional y un aliento
permanente, y deseo de corazón que cuanto escriba a partir de ahora esté a la
altura de vuestra confianza en mí. Podéis estar seguros de que lo intentaré con
absoluta entrega.
He
querido escribir para vosotros algo bonito, que os emocione y os haga sentir mi
gratitud como yo experimenté la intensidad de vuestra alegría por mi buena
suerte. Hemos compartido un siglo de libros y a primeros de marzo, el mes de
nuestro cumpleaños, iniciaremos el segundo, con la primavera a la vuelta de la
esquina. Seguiremos leyendo y celebrando juntos la vida y la buena literatura,
sentados en nuestro mullido y cada vez más grande sofá, sabiendo que nunca
estaremos solos.
Un
abrazo enorme,
Josune
Alicante, 31 de enero de 2024