(de Rosa Montero).
Una vez más las siempre inspiradas palabras de Josune sobre nuestra última tertulia nos ayudan a sobrellevar esta "fatiga pandémica". Disfrutadlas y, como siempre. muchas gracias, Josune. La auténtica buena suerte es la nuestra al poder contar con tus reseñas y tu amistad.
La buena suerte
es el segundo libro de Rosa Montero
que leemos en nuestro sofá. Hay autores que frecuentamos porque resultan una
apuesta segura: van a cumplir con unos mínimos a los que nos cuesta renunciar y
es más que probable que nos ofrezcan una buena obra. La escritura de Rosa
Montero, por quien sentimos unánime simpatía, siempre es ágil y vibrante, y nos
atrapa con suma facilidad. Nos ha costado nada leer esta novela y la mayoría de
nosotros la disfrutó; sin embargo, algunos mostraron su decepción y emitieron
un juicio muy poco benévolo sobre ella. A ver si soy capaz de evocar y
reconstruir el recorrido de una tertulia que resultó, en opinión de muchos,
magnífica, y que vino a confirmar una tradición de nuestro sofá (nuestra
antigüedad ya nos permite hasta levantar tradiciones): la de que no suelen ser
las mejores obras las desencadenantes de las más intensas, brillantes y
divertidas tertulias.
Curiosamente la novela entró en Pynchon con una muy buena
nota y salió de allí con la calificación algo (o bastante) disminuida. A su
favor tiene, en primer lugar, un título prometedor, capaz de azuzar el ánimo en
estos tiempos pandémicos, y dos aciertos
compositivos responsables de la facilidad con que se lee. Por un lado, la
construcción de la intriga, paralela a
la presentación de los personajes, mostrada sin prolegómenos en un ritmo
perfecto. Por otro, la brevedad de los capítulos. Con frecuencia se percibe en
las ficciones de Rosa Montero esta deuda buena que la novelista tiene con su
faceta periodística: la acertada dosificación del espacio narrativo. Ni le
sobra ni le falta nada.
Resulta muy hábil la tardía revelación del vínculo entre
el protagonista y Marcos Soto. El lector tiende a sospechar que el motivo de la
huida de Pablo Hernando está relacionado con su trabajo o con el mucho dinero
que posee, cuando no es así. En general, la verosimilitud está bien manejada y
los personajes, incluido el arquitecto, en principio parecen creíbles; sin
embargo, cabe destacar algún detalle sorprendente como es el hecho de que Pablo
entre a trabajar en el Goliat con extrema facilidad. ¿Trabaja sin contrato? Si
su situación es legal, ¿cómo consigue los papeles? Estas circunstancias ni se
mencionan.
Se podría calificar de excesiva la reconcentrada fealdad
de Pozonegro, en las antípodas de la exquisitez estética a la que Hernando está
acostumbrado. Puede considerarse demasiado obvia, quizá, la simbología
encerrada en algunos nombres como el topónimo anterior y el de la calle donde
se halla su nueva casa: Resurrección. Es decir, no ha logrado la autora equilibrar
la atmósfera realista y el consiguiente detallismo de la historia con el valor
metafórico y la trascendencia temática que subyacen en ella. Y precisamente a
propósito de los temas cabe resaltar que estos van surgiendo conforme se
descubre el núcleo de la trama. Creo que el asunto fundamental tiene que ver
con la bondad y la maldad como incontestables realidades humanas, por encima de
la necesidad de huir y reinventarse, encarnada por Pablo en los primeros
capítulos.
La mejor persona del libro es Raluca, una mujer
esencialmente buena, una “cuidadora”, en palabras del psiquiatra que la trató. Así
la describe también su vecino Felipe, quien realiza una interesante
clasificación de los seres humanos según su grado de bondad. El Mal y la
Oscuridad quedan representados por Marcos Soto. Plantea la autora la
posibilidad de un origen fisiológico del Mal al aludir a Incógnito. Las vidas secretas del
cerebro, obra del neurocientífico David
Eagleman. Las explicaciones y ejemplos reales contenidos en dicho libro e
incluidos en la novela representan un consuelo en la medida en que sugieren la
inevitabilidad del Mal, es decir, que este no es solo producto de la voluntad
consciente. Mejor aún, la voluntad consciente del Mal no puede darse en “seres
normales”, al menos si nos referimos al Mal en su expresión más terrible. En
cualquier caso, ahí queda el interrogante.
En
cuanto a la concreción de estas disquisiciones en La buena suerte, considero un enfoque argumental valiente la
presentación del arquitecto protagonista como padre de un “monstruo”, de modo
que el hundimiento vital de Pablo es desencadenado por la culpa que le produce
su participación en la creación del mismo. El primer relato que inventa sobre
su hijo de doce años ahogado porque él lo soltó apunta en esa dirección, y el
contrapunto lo constituye Raluca, quien, criada en orfanatos, es la persona
buena por antonomasia. Cabe resaltar que el Mal está reiteradamente enfocado en
la novela en el ámbito familiar, doméstico, ejemplificado con varios casos
reales de aberraciones cometidas por padres con sus hijos y en el episodio de
Ana Belén, la madre maltratadora a la que Pablo acaba denunciando.
Siempre brilla Rosa Montero en su estilo certero, de
frase breve, adjetivación precisa y dosificado lirismo, así como en la
construcción de diálogos y en el impecable manejo del perspectivismo: lleva la
batuta del relato un narrador omnisciente que se sabe retirar cuando es
oportuno, que sabe ocultarse muy bien tras el personaje. Leímos su novela con facilidad e interés, incluso la disfrutamos y recomendamos. Sin
embargo, alguien concluyó que la autora es sobradamente capaz de ofrecer
ficciones de una calidad superior a la alcanzada en La buena suerte y, en efecto, así es. No estamos ante su mejor obra,
por supuesto que no, pero quiero explicar, para concluir la reseña, por qué la
he regalado ya dos veces y, a pesar de todo, no soy capaz de adjudicarle menos
de un rotundo notable.
Quienes más críticos se mostraron aludieron a ese final
feliz bastante inverosímil en el que Pablo y Raluca han iniciado una nueva vida
en Madrid, esperan la llegada de un hijo y cuidan del bueno de Felipe,
instalado muy cerca de ellos. Se refirieron también al tono un tanto cursi y
pretencioso con el que la autora describe en las últimas páginas la transformación
interior del arquitecto. Mencionaron la torpeza del episodio final de la banda
de Benito y el Moka. Y hasta podríamos admitir que hay lugares comunes en esta
novela coincidentes con los mantras propios de las publicaciones de autoayuda,
es verdad. No obstante y pese a todo, reconozco haberla leído con gusto y no me
molesta que no sea ni mucho menos una obra perfecta (por cierto: magnífico
subtema el de la imperfección de la belleza que Pablo persigue como arquitecto
y tiene en la atractiva Raluca espléndida encarnación). Me alegro de haberla
leído porque en medio de tantas historias terribles también le concede un
espacio decisivo a la bondad, igualmente real.
Por
último, no quiero acabar esta reseña sin referirme a esas páginas finales de
aclaraciones y agradecimientos, “Para terminar”, y que concluyen, a mi juicio,
con una inesperada revelación:
“Y un redoble de gracias para el formidable escritor
Ignacio Martínez de Pisón, que fue la primera persona que leyó el borrador de
este libro, y que con su generoso entusiasmo y sus sugerencias me sacó del hoyo
de inseguridad en el que estaba. Gracias, amigo: te debo una.”
Hasta
los mejores, los más grandes, aquellos a los que más admiramos patinan alguna
vez. Y los más lúcidos de ellos, cuando esto les sucede, lo saben.
Nos
vemos en la próxima tertulia con Fin de temporada, de Martínez de Pisón. Al final va a ser
verdad que las casualidades no existen…
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