(de Luis Landero).
En estos días en que el frío empieza a asomar por nuestras tierras, la voz de nuestra simpar Josune nos arropa con su cálida reseña de lo que se habló en la tertulia sobre Lluvia fina, de Luis Landero. Como siempre, gracias por tus acertadas e inspiradas palabras.
El pasado 19 de octubre, martes, iniciamos el presente
curso tertuliano comentando Lluvia fina, la última novela de Luis Landero, uno de nuestros autores
más admirados. No hubo unanimidad en su valoración, aunque sí acuerdo en que no
se trata de su mejor obra. Sin duda, a nadie dejó indiferente, y creo que
provocó un jugoso coloquio.
La narración atrapa fácilmente y crea de inmediato la
expectación causada por el planteamiento inicial: a Gabriel se le ha ocurrido
celebrar con una comida familiar el ochenta cumpleaños de su madre. Aurora, su
mujer, la confidente de todos, no está convencida de que esa sea una buena idea
e intenta disuadirlo. En capítulos predominantemente breves se despliegan las
conversaciones telefónicas desencadenadas por la propuesta de Gabriel, así como
el relato de una historia a la que cada cual aporta su particular perspectiva.
La paciente y dulce Aurora custodia los secretos de los tres hermanos y conoce
de sobra el enconado rencor que sus cuñadas, Sonia y Andrea, sienten hacia su madre,
a quien responsabilizan de sus desdichas y frustraciones, así como el
permanente reproche que dirigen a Gabriel, el benjamín, al que consideran, quizá por ello, el más mimado y su preferido.
Ante el lector va surgiendo un núcleo familiar dañado por la
temprana muerte del padre ̶ soñador,
fabulador, el gran rey de la infancia de sus hijos ̶ y por las decisiones adoptadas después por la
madre ̶ seca, rígida, autoritaria, amiga
de la austeridad y, en su condición de viuda, preocupada por el sustento familiar-.
Las brillantísimas destrezas narratorias
de Landero comparecen en todo su esplendor en la primera parte de la novela
para iluminar la infancia de tres niños que imaginan el mundo con el colorido y
la emoción de las aventuras del “Gran Pentapolín”, antepasado suyo,
inmortalizado en un retrato que, desaparecido el padre, la madre rasgó en
pedazos y arrojó a la basura. El relato se ensombrece a partir de la muerte del
padre, lo cual resulta comprensible: con frecuencia un acontecimiento de esta
índole clausura la infancia, o la sacude de tal modo que los niños quedan
confundidos en un espacio incierto, condenados a la nostalgia perpetua de un
paraíso que les fue arrebatado de manera inesperada y cruel.
Algo de eso hay aquí, desde luego. Y también en principio
resulta comprensible, e incluso admirable, la determinación con que la madre
toma las riendas de la economía familiar, agarrada a su maletín de practicante
y callista: La época legendaria y ociosa
del padre había sido abolida, y ahora todo lo presidía el espíritu de la
laboriosidad y del provecho. (p. 45). Es bastante frecuente que entre los
progenitores no haya un reparto consensuado de papeles, y cuando el binomio lo
componen los sueños y la realidad, quien carga con esta última suele cargar
también con la implacable censura de los hijos. Tal impresión es la que de
entrada puede obtenerse del lamento entonado por Sonia y Andrea al evocar aquel
tiempo oscuro en que su madre cubrió el final de su niñez y su adolescencia de
pensamientos sombríos, de desconfianza y de miedo.
No
obstante, lo que inicialmente parece aceptable deja de serlo cuando entra en
escena el siniestro Horacio, repulsivo a los ojos de Sonia, lanzada por su
madre a sus brazos cuando solo era una niña. Este personaje causa inquietud
desde el principio y las páginas en que se detallan sus aberraciones hieren por
su descarnada sordidez y su violencia. Comentamos cuánto desentona este tramo
narrativo en el universo ficcional a que nos tiene habituados Landero, y
cuestionamos también su verosimilitud. Nos pareció muy poco creíble que
semejantes acontecimientos se produzcan en el seno de una familia media que
habita en el Madrid de los años ochenta.
La novela avanza sobre un creciente presentimiento de que
algo trágico acabará ocurriendo si finalmente se celebra la reunión familiar.
Concluida la narración de Sonia sobre su espeluznante relación con Horacio,
cabe esperar un desenlace amargo, funesto, un peligroso estallido del rencor
acumulado a lo largo del tiempo. Sin embargo, a la mayoría de nosotros el final
nos sorprendió y, si intentamos comprenderlo e interpretar su sentido, resulta
aciago y profundamente injusto.
Somos nuestras palabras y con ellas construimos un relato que nos explica. Con las palabras, capaces de contener lo intangible, lo informe, hallamos siempre una insospechada salida, pues amansamos el sufrimiento, nuestra miseria y nuestras desventuras cuando los verbalizamos. Pero no sirve hablar a solas. Necesitamos quien nos escuche, un testigo silencioso que no se espante de lo que decimos, que no se duela tanto como nosotros, que permanezca ahí, a nuestro lado, asintiendo, respirando, sin más. Nada parece tan terrible cuando se vierte en el torrente desenfrenado de nuestra voz.
Sonia,
Andrea y Gabriel lo saben bien. Esta novela poblada por personajes lastimados
se sostiene en la escucha paciente y comprensiva que a todos les dispensa
Aurora: (…) todos acaban contándole sus
pequeñas alegrías, sus logros, sus tropiezos, y finalmente sus grandes infortunios.
(p. 13). Todos descargan en Aurora, sin recato ni consideración. Ella, en
cambio, atenta y perpleja en su mutismo, no reclama su derecho a contar a alguien su propia historia, a mitigar su decepción
y la soledad en que vive junto a Gabriel, al que tiene la sensación de no
acabar de conocer de verdad, un supuesto filósofo de voluntad débil y enfermo
de aburrimiento, incapaz de culminar ninguno de sus prometedores proyectos ni
de reaccionar ante la enfermedad de Alicia, su hija.
Todos
se confían a Aurora y tal vez por eso sobreviven. Ella, en cambio, no halla
mejor salida que avanzar con decisión
hacia la otra orilla de sus días, donde la espera el silencio inmortal.
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