martes, 26 de abril de 2022

Doble reseña: El adversario y Punto de cruz

 (de Emmanuel Carrère y Jazmina Barrera, respectivamente)

Tenemos una vez más la suerte de contar con una increíble oferta de 2x1, dos reseñas en una misma entrada. Josune nos resume y comenta lo que se habló en  las dos últimas tertulias, la de El adversario, de Emmanuel Carrère, allá por febrero, y la de Punto de cruz, de Jazmina Barrera, a finales de marzo. Gracias, como siempre, por tu certera e inspirada pluma, Josune.


EL ADVERSARIO (Tertulia del 8 de febrero de 2022)

El pasado 8 de febrero comentamos El adversario, de Emmanuel Carrère, una obra que no dejó a nadie indiferente y que se lee sin dificultad debido a la naturaleza periodística de la narración, esencialmente escueta y descriptiva. Se centra en el caso de Jean-Claude Romand, quien durante dieciocho años se hizo pasar por un médico empleado en la OMS sin ser, en realidad, ni lo uno ni lo otro. Cuando, por asuntos de dinero, están a punto de descubrir su larga farsa, mata a su mujer e hijos y a sus padres. Los crímenes ocurrieron el 9 de enero de 1993.

El relato contiene el deseo de comprender por qué un ser humano es capaz de vivir en una mentira durante tanto tiempo. El asesinato de su familia, siendo una terrible atrocidad, creo que no es lo que más perturba, pues lamentablemente sucesos de esta índole han ocurrido siempre y con frecuencia se explican desde un arrebato de locura o enajenación mental. En el caso de Romand, es esa existencia previa, sostenida en la falsedad de forma calculada, lo que causa mayor estupor e intriga. Carrère refiere el interrogatorio en el juicio de modo que él mismo y, por tanto, los lectores, intentemos hacernos con la clave de la personalidad de este individuo, con aquello que pueda ayudar a entender su estremecedora historia. En mi opinión, el valor literario de la obra recae precisamente en ese recorrido realizado en una doble vía: por un lado, la biografía de Romand; por otro, la mirada de Carrère sobre la misma, a la que se asoma con profundo respeto y que desencadena en él sentimientos encontrados que van desde la curiosidad profesional hasta la repulsión y la vergüenza por haberse detenido a relatar un caso semejante. De hecho, los asesinatos perpetrados por el falso médico producen un efecto devastador en su círculo social, en el que cabe destacar a su mejor amigo, Luc, cuya hija, Sophie, ahijada de Jean-Claude, había dormido en su casa la noche anterior a la tragedia. Me parece que las emociones de Luc reflejan muy bien  la angustia causada por la sinrazón y el dolor de quien no puede aceptar que el amigo más querido fuera en realidad “la muerte personificada”.

La parte más interesante de nuestra tertulia la constituyó el contraste de pareceres sobre qué tipo de persona es Romand. Para unos, un hombre seriamente perturbado; para otros, un tipo normal, experto mentiroso, a quien la situación se le va de las manos. Explicar desde lo patológico los actos humanos más execrables no deja de ser un alivio: la enfermedad nos visita sin haber sido invitada y, si asedia nuestra psique, las consecuencias pueden ser devastadoras para nosotros y, peor aún, para los demás. “Se le fue la cabeza”, “se trastornó”, “se volvió loco”… La tragedia queda aclarada.

La otra opción resulta, sin duda, mucho más inquietante: no hablamos de un loco sino de un mentiroso, y mentir constituye una acción muy frecuente. Por un motivo u otro, todos mentimos. La militancia en la sinceridad como opción básica vital no nos va a librar de tener que fingir alguna vez, por más que nos duela. Varios tertulianos atestiguaron casos de engaños notables mantenidos mucho tiempo, alguno de ellos con la connivencia silenciosa de quienes conocían la verdad y nunca osaron hacerla valer ante el farsante. De todas las metáforas que los grandes creadores han utilizado para indagar a fondo en la realidad, la del mundo como Gran Teatro siempre me ha parecido una de las más sugerentes y atinadas, pues nos convierte a todos en participantes de una interminable representación en la que vamos conociendo las diversas posiciones, pasando por la observación pasiva, el aplauso entusiasta y la admiración o el rechazo más visceral hacia el otro, el protagonismo, deseado o impuesto, y la penumbra de los figurantes anodinos, tan cómoda como insignificante. Las circunstancias condicionan nuestros movimientos en armonía o en pugna con nuestra voluntad, y así vamos tejiendo el relato de la existencia con la enmarañada madeja de  realidad y ficción.

Reconocí en la tertulia mi desconcierto y sigo manteniendo que no sé qué pensar, pero me inclino más por la explicación del profundo desequilibrio que caracteriza a Jean-Claude Romand a lo largo de su vida y que radica en su ausencia de identidad, en la carencia de un ego que delimite su personalidad. Se trata de un individuo amable, correctamente gris, que no despierta grandes simpatías ni aversiones. Un hijo único de padres extremadamente normativos y exigentes que se inventa a sí mismo en función de satisfacer las expectativas de los demás. Creo que este es el rasgo esencial apuntado por el autor y que Romand va descubriendo tal como revelan las cartas del final dirigidas a Carrère: “Me parece también que esa imposibilidad que usted tiene de decir «yo» a propósito de mí procede en parte de mi propia dificultad de decir «yo» respecto a mí mismo.

Por último, hablamos sobre la compasión, sentimiento presente en el relato en su sentido más puro y cordial. La experimenta el propio Carrère y esos extraordinarios “visitadores”, Marie-France y Bernard, cuya actitud resulta impactante, en tanto renuncian a juzgar a Romand, asumen su historia y su situación, lo acompañan y lo quieren. Su conducta aparece muy relacionada con su condición de creyentes, de fervientes católicos, algo que también caracteriza a Romand y a su círculo de amigos y que no resultaría raro que compartiera con ellos el autor, al menos en la época en que escribió el libro. En cualquier caso, confesión religiosa mediante o no, es de agradecer el protagonismo que adquiere la compasión en la recta final de una historia tan desgraciada, una de esas historias que confirman la supremacía de la realidad sobre la ficción en sus posibilidades más terrribles.

 

PUNTO DE CRUZ (Tertulia: 29 de marzo de 2022) 

 

La agilidad del estilo y ciertos destellos estéticos y emotivos en el tratamiento de la amistad y en el recuerdo de la adolescencia por parte de la narradora no logran evitar que se trate de una novela fallida. El sugerente título que la presenta e incluso las primeras páginas hacen pensar en una composición de doble tejido, literario y bordado; sin embargo, enseguida flaquean las expectativas generadas y nos vamos adentrando en un relato inarmónico que adolece de falta de una mínima estructura que pueda sostenerlo sin que las alusiones frecuentemente eruditas a la historia del bordado no resulten mayormente injustificadas.

            Las protagonistas son Mila (la narradora), Dalia y Citlali, tres amigas. Desata los recuerdos la noticia de la muerte, tal vez suicidio, de Citlali, que parece la más herida y desorientada de ellas. No se dan referentes fijos en el tratamiento del tiempo: presente y pasado se combinan de manera caprichosa, igual que la selección de peripecias evocadas. Su afición a la labor es uno de los vínculos que unen a las tres muchachas. A propósito de esto, intercambiamos opiniones sobre la verosimilitud de llevar a cuestas el equipo de bordado y sacarlo en ratos de descanso en medio de sus viajes, entre los cuales destaca el que realizaron por Europa. Sus primeros amores, sus rencillas y desencuentros, su participación en campañas veraniegas alfabetizadoras, su paso por la universidad, sus lecturas…, constituyen el recorrido posiblemente autobiográfico en el que reconocimos episodios emotivos, recreados con ternura y delicadeza, en medio de otros muchos bastante triviales.

Como en este grupo poseemos la habilidad de obtener el máximo provecho de cuanto vamos leyendo, el coloquio que mantuvimos sobre el bordado como tradición femenina en muchas culturas fue de lo más interesante; en mi opinión, bastante más que el libro. Hay quien reconoció su afición por esta actividad que vive ahora un momento dulce, coincidiendo con la reivindicación  de todo lo femenino, aunque al fin libre de prejuicios a menudo despectivos. Comentamos la costumbre popular española de reunirse un grupo de mujeres, en casa en invierno o en verano en la calle, a la fresca, para charlar y coser, bordar o hacer punto, hermanadas en un entretenimiento artesano, productivo y hermoso. Esa idea de la unión aparece también formulada en esta obra: “(…) Dalia sí que sabía estar sola. Leía y bordaba, y esas eran sus formas de estar a solas. Aunque luego pensé en nuestras lecturas platicadas y compartidas, y en nuestras sesiones de bordado juntas, y pensé que incluso cuando lo hacíamos a solas esa complicidad nos acompañaba. Eran nuestras formas de estar solas en compañía.”


Y para concluir, volvamos al título y a lo que la técnica del punto de cruz representa para Citlali: “(…) son figuras, cruces que parecen individuales pero que en realidad son una cadena y un solo hilo. La misma cosa.” El afán de fundir tejido de hilos y escritura constituye un bello propósito que, a nuestro juicio, la autora no ha logrado en esta obra, pese a lo cual platicamos un buen rato y tan a gusto.

(Por cierto, olvidé comentar en la tertulia que ha sido el aniversario de nuestro sofá: el día 22 de marzo… ¡16 años! ¡Felicidades a todos y que cumplamos muchos más!)