domingo, 4 de febrero de 2024

Tres eran tres: Fortuna, Los Netanyahus y La única certeza. Crónica de un glorioso centenario.

 (Autores: Hernán Díaz, Joshua Cohen y Josune Intxauspe).


Tertuliantes, somos afortunados por partida triple. Además de las tres reseñas que, como siempre, ha bordado con su prosa impecable Josune, nos toca celebrar el libro número 100 de nuestra tertulia. Y, casualidad o predestinación de los hados literarios, esta efeméride ha coincido con la tertulia/presentación de la última y premiada obra de nuestra "mater fundatrix", La única certeza. Este evento supuso la vuelta (puntual, pero vuelta al fin y al cabo) a nuestra biblioteca del Pla, de donde hace años salimos hacia el exilio, empujados por oscuras fuerzas. Cuarenta y pico tertuliantes, entre neófitos y patanegras, nos reunimos al amor de los libros, los tejuelos, las estanterías y las palabras acariciantes de quien nos ha sabido mantener unidos durante tantos años: nuestra Josune. Aquí están las tres crónicas. Gracias, como siempre, mater.


Fortuna, de Hernán Díaz (tertulia celebrada el 17 de octubre de 2023).

Aunque la tertulia sobre esta novela queda ya algo lejana, no me cuesta recordar lo grata que me resultó su lectura y el trabajo de construcción que el autor propone con las cuatro partes en que se divide, diseñando un ambicioso edificio literario tan rutilante como la Torre de los sesenta muros (Sixty Wall Tower) que domina la portada.

Un tono clásico sostiene la narración inicial: alguien lo relacionó con el mejor Henry James, el de Washington Square, por ejemplo, en la que se basarían la obra de teatro y la película La heredera.Se trata de un estilo que atrapa de inmediato y resulta, a mi juicio, tan hermoso como eficaz, al servicio de una historia trenzada con la materialidad del dinero y la riqueza, y con la extravagancia vital de la pareja protagonista,la formada por BenjaminRask y Helen Brevoort, dos verdaderos “bichos raros” que se han sentido siempre diferentes y profundamente solos: “Supo con total certidumbre que BenjaminRask la tomaría como esposa, si ella lo aceptaba. Y decidió en aquel mismo momento que lo iba a aceptar. Porque vio que se encontraba, en esencia, solo. En su inmensa soledad,  Helen encontraría la suya propia, y con ella la libertad que sus controladores padres siempre le habían negado. Dependiendo de si la soledad de Benjamin era voluntaria o no, su futuro marido le daría la espalda o se mostraría agradecido por la buena compañía que ella intentaría proporcionarle. De una forma u otra, no le cabía duda de que conseguiría influir sobre él y obtener aquella independencia que tanto anhelaba.” La intuitiva y prodigiosa Helen no se equivocó en su apreciación del interés mostrado por Benjamin hacia ella, para regocijo de su pragmática madre, que tanto había perseguido esa ventajosa unión. Supo hacerse imprescindible para su marido y mostrarle un afecto sincero, y logró disfrutar de una existencia estimulante de la que se sentía dueña.


            Imagino que el lector familiarizado con los entresijosde la economía capitalista podrá valorar en qué medida Hernán Díaz maneja información fiable y documentación histórica sobre la creación del gigante financiero norteamericano. Da la impresión de que domina el tema, de modo que el relato fluye sobre el trasfondo de los acontecimientos que van determinando, en los primeros años del siglo XX, el destino de un auténtico magnate y de todo un país, incluidos los momentos de crisis de un sistema que parece tener en sus propias debilidades la fortaleza necesaria para recomponerse y seguir creciendo .Y al hilo de esto, me parece muy interesante la descripción que el autor ofrece de los movimientos realizados por ciudadanos corrientes en los momentos previos al crac del 29, contagiados por la fiebre especuladora y la ganancia al alcance casi de cualquiera. Sin embargo, cuando se produce el hundimiento, nadie se hace responsable del mismo: “Sea lo que sea lo que causó el desplome que a su vez se convirtió en pánico, una cosa estaba clara: ninguno de los que habían contribuido a inflar la burbuja se sentía responsable de su estallido. Eran las víctimas inocentes de un desastre que casi parecía natural.” Y en medio del caos y la ruina, Benjamin Rask emerge obscenamente beneficiado: “Solo un hombre pareció salir indemne de la catástrofe. Los perplejos colegas de Rask tardaron unos días en darse cuenta de la magnitud real de su situación. Pronto les siguió la prensa: Rask no solo había capeado la tormenta sin sufrir daños: de hecho, se había aprovechado colosalmente de ella.” Esa evidencia lo convertirá en chivo expiatorio de la calamidad. Será caricaturizado en los periódicos como buitre o vampiro, será objeto de críticas acerbas y encendidos insultos. En los círculos financieros, no obstante, se convirtió en una leyenda. El precio más alto lo pagó Helen, que se vio abandonada por quienes antes la rodeaban y recibían los beneficios de su amistad y, en el caso de los artistas, de su generoso mecenazgo.

            La primera parte de Fortuna, esa novela titulada Obligaciones y firmada por un tal Harold Vanner, concluye con Benjamin Rask tan solo y apartado de los demás como antes de su matrimonio con Helen, quien ha muerto después de padecer una extraña enfermedad nerviosa, probablemente la misma dolencia que destruyó a su padre, y frente a la cual han resultado infructuosos todos los tratamientos.

            Llega así la segunda parte de la obra, Mi vida, de Andrew Bevel, desconcertante en su contenido y forma, pues combina narración completa con apuntes inconclusos. Parece la misma historia que acabamos de leer pero desde otra perspectiva, como si la anterior fuera la novela y esta, la biografía verdadera de los personajes. El auténtico significado de este segundo bloque lo proporciona la tercera parte: Recuerdos de unas memorias, de Ida Partenza, donde esta escritora rememora cómo logró un empleo de secretaria en la empresa Bevel. Dadas sus dotes narradoras, recibe el encargo de Andrew Bevel de que le ayude a escribir sus memorias, ya que circula por ahí una novela que considera difamatoria sobre él y su mujer, Mildred. Esa novela no es otra que Obligaciones, de Harold Vanner. El puzle metaliterario orquestado con gran habilidad por Hernán Díaz empieza a cobrar sentido: queda claro que el segundo bloque de su obra está formado por lo que Ida Partenza anota en sus entrevistas con Bevel para redactar sus memorias.

            También esta tercera parte resulta sumamente interesante; en mi opinión, tanto como la primera, y dota de dinamismo a un relato que había quedado encallado en la historia del matrimonio Rask/Bevel, al desplazar ahora el interés al personaje de la joven Ida Partenza y a su pintoresco padre, tipógrafo anarquista venido de Italia, con quien ella mantiene una compleja y conmovedora relación. Así lo describe: “Era un náufrago en su isleta gris y resentida, atrapado entre el país objeto de su rencor que había dejado atrás y la tierra que lo había acogido sin aceptarlo del todo.” (…) “Mi padre nunca se consideró un inmigrante. Era un exiliado. Para él, existía una distinción trascendental. No había elegido marcharse; lo habían echado.”

            En Recuerdos de unas memorias adquiere gran protagonismo la literatura como consuelo, refugio y alimento. Ida recuerda la temprana muerte de su madre cuando ella era muy pequeña (“Yo tenía siete años y la tristeza me desorientó. Me pasé meses experimentando incesantemente esa forma demoledora y desolada de nostalgia que solo conocen los niños.”) Dejó de ir a la escuela y a los nueve o diez años se hizo asidua de la Biblioteca Pública de Brooklyn, donde se aficionó a la novela detectivesca en cuyas ficciones la armonía y el orden vencían finalmente a la confusión y el caos. Cita a varias autoras que frecuentó en su adolescencia y que le inculcaron el deseo de escribir y de hacerlo con entera libertad y audacia. Años después, ya convertida en empleada de Bevel, refiere el impacto que la lectura de Obligaciones le produjo. Supone para ella una especie de bautismo en la apreciación del estilo de una obra como experiencia estética difícil de describir: “(…)en la época en que la leí, nunca había experimentado nada parecido a aquel lenguaje. Y me conmovió. Era la primera vez que leía algo que existía en un espacio indeterminado entre lo intelectual y lo emocional. Más adelante he identificado ese territorio ambiguo como el dominio exclusivo de la literatura.” Una lectora voraz y atenta como Ida, que posee, además, suma habilidad para narrar, recibe con ese libro el empujón definitivo hacia su condición de escritora: “(…)Vanner me ofreció mi primer vislumbre de aquella región esquiva que había entre la razón y el sentimiento, y fue quien me infundió el deseo de cartografiarla con mi propia escritura.” Será entonces cuando en una visita a la casa de los Bevel convertida en museo, halle en la inmensa biblioteca el diario de Mildred  y se apropie  de él (“Pero esto no es robar, me digo a mí misma. Es una conversación que comienza con varias décadas de retraso.”).Con el diario se cierra Fortuna, con esa parte titulada Futuros y atribuida a Mildred Bevel. Se trata de las anotaciones deslavazadas de una mujer muy enferma de cáncer, dotada de una inteligencia y una sensibilidad artística extraordinarias. En esas páginas se revela que era ella el verdadero genio de las finanzas, quien aplicaba su insólita inspiración a las operaciones financieras de su marido como si estas fueran la obligada ejecución de una melodía que solo ella, apasionada de la música, era capaz de anticipar.

            Concluye así una compleja novela de variada temática que exige la colaboración de un lector atento y activo para su completa comprensión. Fue del agrado de casi todos; no puedo dejar de indicar la crítica adversa de alguien que reconoció su originalidad e inmensidad constructiva, aunque al servicio de una descomunal estafa literaria. Ya sabemos que la lectura es, finalmente, una experiencia individual e intransferible, y resulta magnífico que la podamos compartir.

 


Los Netanyahus, de Joshua Cohen (tertulia del 27 de noviembre de 2023).

La lectura de esta novela despierta diferentes reacciones que van desde el interés, el desconcierto, el tedio, el asombro y la carcajada. La valoración final resulta positiva gracias sobre todo al efecto hilarante provocado por la peculiar familia aludida en el título y por la mirada crítica desde la que el autor aborda el inagotable tema de la identidad en tanto que pertenencia a una tribu religiosa, étnica o política.

            El planteamiento inicial es sencillo. Ruben Blum, historiador judío en la universidad de Corbin y especializado en Estudios Fiscales, es designado para hacer, en enero de 1960, de anfitrión y guía de Benzion Netanyahu (padre del actual primer ministro de Israel), otro historiador judío especializado en la Inquisición Española que viene a ser evaluado como aspirante a una plaza de profesor en la misma universidad. La llegada del erudito con su esposa y sus tres hijos a Corbin tiene lugar en el capítulo 8, superadas las ciento sesenta páginas del libro, gracias a las cuales conocemos la diferencia radical entre Ruben y Benzion: el primero intenta vivir como un americano más y acarrea el lastre de su condición de judío con resignación no exenta de humor, mientras que el otro, sionista militante, radical, entregado al revisionismo histórico que avale el victimismo más abrumador, constituye el esperpéntico retrato de quien deposita en una causa o una idea el sentido de su existencia, desentendiéndose de las cuestiones más elementales de la existencia misma.

            Hasta la página 160, en la que el coche en el que llegan sus huéspedes (más de los esperados y anunciados) aparca frente a su casa, Ruben Blum ha narrado en primera persona la peripecia previa a esta situación y ha descrito con suficiente detalle sus orígenes familiares y los de su mujer, Edith, también judía. Sirva como síntesis de la diferencia social entre ambos la siguiente alusión: “(…) mis padres colgaban calendarios con chinchetas en las paredes y subían la radio a todo volumen; los padres de Edith colgaban lienzos al óleo y tocaban el cello.” No obstante, sus respectivos progenitores tienen en común que ejercen de judíos y adoran a su única nieta, Judy (Judith), una avispada adolescente preuniversitaria empeñada en operarse la nariz, signo indeleble de su estirpe que ella pretende transformar a toda costa, algo que finalmente consigue mediante un plan en el que resultará decisiva la colaboración de su abuelo paterno con toda su fuerza bruta para embestir una puerta con el pestillo supuestamente encallado, tras la cual se encontraba su apéndice nasal dispuesto al sacrificio.

El tono desenfadado y jocoso en que se presentan las fricciones familiares durante las visitas, en fechas por supuesto diferentes, de las dos parejas de abuelos, aligera la narración y compensa la densidad de la prolija carta de recomendación remitida por el doctor Peretz Levavi o Peter Lügner, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, y dirigida a Ruben Blum en calidad de secretario del comité de contratación que habrá de decidir la idoneidad del candidato para la plaza titular de Historia. La recomendación no deja de ser curiosa si nos fijamos en algunas de sus últimas líneas: “Espero por el bien de usted que el Netanyahu al que conozca sea otro Netanyahu; espero que sea genuinamente otro, sin parecido con el hombre al que he descrito.”

El Netanyahu al que Ruben Blum y su familia reciben y conocen a partir de la página 160 es un auténtico gorrón, conduce un coche prestado, con el guardabarros abollado y medio colgando, del que salen, además de él, su mujer y tres niños de 13, 10 y 7 años (Jonathan, Benjamin e Iddo) que se comportarán como salvajes tocándolo todo en una casa ajena. Ruben acompañará a Netanyahu al Seminario Teológico de Corbin, en el que, si consigue la plaza, habrá de dar al menos una clase por trimestre. Después tendrá lugar la entrevista por parte del comité evaluador, ante el cual el doctor Netanyahu formulará y defenderá su tesis sobre la Inquisición Española. Esta sostiene que las conversiones al cristianismo por parte de los judíos de la época de los Reyes Católicos fueron sinceras. ¿Qué necesidad había, en ese caso, de una Inquisición? La explicación tiene que ver con la política y no con la religión. La unificación de España perseguida por Isabel y Fernando contó con la oposición de la nobleza, cuyas posesiones eran gestionadas por judíos, quienes se encargaban, además, de recaudar sus impuestos. Para someter a los nobles, la monarquía atacó a los judíos que les servían despertando un antisemitismo feroz en el pueblo llano que se extendería también a los conversos, de manera que poco a poco la Inquisición Española logró que el judaísmo se percibiera no ya como una religión sino como una raza (“lo cual sugería que un converso al cristianismo, por muy ferviente que fuera tras su conversión, seguía siendo en el fondo judío, porque el judaísmo se heredaba con la sangre”.)


El doctor Netanyahu defiende el sionismo como consecuencia de las frecuentes y sucesivas coyunturas políticas (la de la España de los Reyes Católicos fue probablemente la primera) que se han empeñado en convertir en tribu y raza lo que en principio solo es una comunidad religiosa. Así, la Inquisición Española constituye el precedente de todos los regímenes genocidas posteriores: la Alemania nazi, la Unión Soviética y la Umma árabe. Asentado en esta perspectiva, Netanyahu ejerce de modo grandilocuente su derecho al victimismo aunque él no haya sido directamente afectado por ninguno de los acontecimientos mencionados, y vive entregado a la épica intelectual y espiritual del mártir perpetuo mientras su humanidad más palpable encarna a un caradura desaliñado y grosero, patriarca de una familia perfectamente entrenada en el desastre, la anarquía y la falta de civismo y educación.

La obra concluye con el estallido de una disparatada catástrofe en el domicilio de los Blum (alguien lo comparó con gran acierto con un episodio de Benny Hill): el televisor hecho trizas; el niño pequeño tiznado de hollín y lloroso, con los pies ensangrentados por los cortes de los cristales; el mayor y Judy, pillados en plena aventura sexual, desnudos corriendo por la casa antes de que sus respectivas madres se lancen a intercambiar airados reproches y puñados de nieve; el coche del sheriff buscando a los dos muchachos mayores, huidos de la refriega…

A continuación, el epílogo refiere con datos concretos qué fue de cada uno de los Netanyahu, así como el origen de la novela, una anécdota relatada al autor por el crítico y escritor estadounidense de origen judío Harold Bloom, quien coordinó una visita a su universidad del historiador israelí Ben-Zion Netanyahu, acompañado por su mujer y sus tres hijos, el cual, según Bloom, “la lio bien gorda”. Cierra este capítulo la carta de una tal Judith, inspiradora del personaje de Judy, quien, tras haber leído el libro, se dirige a Joshua Cohen en un tono radicalmente desmitificador, demoledor con cualquier defensa de tribu, creencia, cultura o religión, y coherente con el propósito crítico que subyace en la obra hacia los determinismos históricos y las construcciones ideológicas que se perpetúan con asombrosa solidez, frente a la reivindicación tenaz del derecho de cada individuo a construir su propia historia y levantar su modesta identidad sin el paraguas de un pasado, o una tradición, o una suma de agravios a los que responder, sino a cielo abierto, a la intemperie, sin resentimiento y con absoluta libertad.


La única certeza, de Josune Intxauspe (tertulia-centenario, que tuvo lugar en el IES El Pla el 30 de enero de 2024).

Si los libros fueran años, ayer habríamos celebrado un siglo, y creo que la tarde estuvo adornada de ese aire festivo que envuelve a las grandes ocasiones, sobre todo a las que culminan un recorrido que, aunque  no exento de dificultades, al fin nos muestra la palpable victoria de haber llegado hasta ahí, iluminado por la conciencia de habitar el presente y de estar vivos.

Festejamos aniversarios y recordamos fechas con esa satisfacción. Enaltecemos las cifras henchidas del gozo y el sufrimiento pasados, con un relato que resulta siempre mejor de lo que creímos cuando estábamos inmersos en la experiencia y aún no nos habíamos puesto a buscar las palabras precisas para guardar lo vivido en nuestra memoria. Ayer evocábamos momentos que fueron indignantes y dolorosos con más humor que rabia y con cierta dosis de orgullo, por qué no reconocerlo, por haber resistido en el convencimiento  de que la razón estaba de  nuestra parte, estábamos haciendo lo que debíamos hacer, y antes o después los vientos nos serían propicios.

 Considero un verdadero honor que el azar haya tenido a bien permitirnos celebrar nuestro primer siglo de lecturas con mi pequeño libro, La única certeza, encabezado por los hermosos versos de Ángel González en su poema Piedra rota: “que el dolor es la parte final de la victoria / y que tu sufrimiento / no es la derrota al fin, sino un triunfo distinto”. No los mencioné ayer y lo hago ahora porque me parecen tan alusivos al espíritu de la novela como la fotografía de la portada. No deja de asombrarme la calma con que referí los acontecimientos reales de los que parte la obra a pesar de la angustia y las calamidades que padecieron sus protagonistas, personas de carne y hueso a quienes conocí, a las que quise y que me quisieron. Las intensas emociones de la tarde han alterado mi sueño esta noche y en mi desvelo me llegaban trenzadas la realidad y la ficción sobre las que conversamos; en definitiva, la vida y la literatura confundidas en una dimensión que tengo la fortuna de habitar mientras doy forma a cualquier relato.

Mi madre me hizo depositaria de sus recuerdos y yo escribí La única certeza hace ya muchos años, y en todo este tiempo han sido varias las ocasiones en que le he preguntado por algún episodio concreto para que ella me aclarara si fue así de verdad o es producto de mi invención. Andrés Pombo y Pura Neira son y no son a la vez Ramón Prego y Teresa Romay, como Olvido es y no es mi tía Teresa, o Selma es y no es mi madre. Me tranquilizó mucho descubrir que imaginación y memoria comparten ubicación en nuestro cerebro y, ya se sabe, los buenos vecinos se cuelan uno en casa del otro en cuanto algo necesitan. Cuando la realidad nos impone sus límites y el horizonte se reduce ante nuestros ojos, la imaginación acude en nuestro auxilio para sortear nuestra agobiante pequeñez, nos ensancha la vida, nos consuela con su audacia, y regresamos, en sus brazos, reconfortados. Sin embargo, posee la imaginación una naturaleza de viajera que precisa con frecuencia volver a casa y descansar, y entonces parece desentenderse de nosotros y nos deja caer en el duro asfalto de lo cotidiano, donde hemos de lidiar con los mismos quebrantos que nos afligían. Aunque, si el viaje ha sido provechoso, no somos exactamente los mismos, en algo habremos cambiado y algo seremos también capaces de transformar…

Al explicar ayer de dónde y cómo nace La única certeza pude contemplar mi propio recorrido vital y compartir con vosotros las circunstancias que han ido envolviendo la larga travesía de esta novela hasta convertirse, gracias al Premio “Pueblo de Bobadilla”, en un pequeño y hermoso libro. Desde siempre me he llevado bien con las palabras, me resultan fáciles de manejar. No hay mérito alguno en ello, como no lo hay en el ser humano dotado de belleza, o de ingenio para sorprender y hacer reír a otros. En todo caso, los sentimientos justos son la gratitud al descubrir el valor inmenso de lo que se te ha regalado y la responsabilidad al asumir la voluntad de utilizarlo del mejor modo. En el arte de las palabras son imprescindibles los demás. Hasta cuando uno habla solo, lo hace desdoblándose en otro: uno habla y el otro, él mismo, escucha. Narramos lo que nos sucede para ordenar el caos de la vida y que otro certifique el prodigio siendo nuestro testigo. Contamos lo que vivimos, lo que oímos, contemplamos o soñamos con la intención de pasar el rato y sentirnos acompañados. Por esa misma razón vemos películas y series de televisión. Por esa misma razón leemos. En una inolvidable frase de la bellísima Tierras de penumbra lo afirma la protagonista: “Leemos para saber que no estamos solos”. ¿Y para qué escribimos los que escribimos? También para pasar el rato, para tratar de entender lo que vivimos y sentimos, para que otro nos comprenda y nos acompañe. El de la escritura es un acto solitario que, paradójicamente, pretende conjurar la soledad. Igual que el de la lectura. Y en ese lugar misterioso al que ambos acceden a destiempo, se produce el encuentro íntimo entre el autor y el lector de una obra, un encuentro de tú a tú, de  uno en uno.

El escritor trabaja con las palabras, portadoras de vida y de belleza. Sin esta no hay verdadera creación y lograrla constituye la ambición y el reto de todo artista, pues la belleza obrará el milagro de contener no solo la luz y la dicha, sino las densas sombras de la amargura y el dolor, y permitir que las contemplemos con toda su crudeza sin que nos destruyan. Y así, esas palabras palpitantes de vida nos van haciendo más fuertes y sabios.

La historia de La única certeza es la de una larga espera acontecida en “dulce compañía”: la de quienes la habéis ido leyendo y me habéis mostrado vuestro entusiasmo y vuestra convicción de que era una novela digna que merecía publicarse. En los dieciocho años transcurridos desde que le puse el punto final hasta que la he visto convertida en libro y dispuesta a salir al mundo he acabado de aprender algunas cosas muy valiosas. Por ejemplo, que el éxito es un traje apetecible para quien emprende cualquier proyecto, y sumamente vistoso y resplandeciente si el proyecto es artístico, porque el logro de crear algo despierta admiración y aplauso inmediatos. Pero el éxito reside en las afueras y no hace mejor nada que, antes de su llegada, no mereciera la pena en sí mismo y en el silencio de lo desconocido. El éxito es un turbador  canto de sirenas que, si se alcanza, hay que saborear, por supuesto, y agradecer, ¡faltaría más!, para recobrar lo antes posible la exacta dimensión de lo que somos y volver a casa. Ayer compartí con vosotros cuánto me dolió que finalmente se declarara desierto un premio en el que mi novela había quedado finalista y qué felicidad me ha dispensado la experiencia de Bobadilla. La misma novela en dos circunstancias completamente distintas…

Disfruté muchísimo en La Rioja al recoger el premio y me vine con el regalo inmenso de este libro que estoy compartiendo con enorme placer. Volví a casa, a preparar mi último principio de curso, a recorrer mi último trimestre como profesora y despedirme del trabajo como es debido. Y aquí estoy, con sesenta años cumplidos, jubilada y contenta, estrenando la insólita sensación de “tener el tiempo a mis órdenes”, como afirma en una situación idéntica Martín Santomé, el protagonista de La tregua, mi novela preferida del gran Mario Benedetti. Aquí estoy, disfrutando del invierno, esa estación tan poco prestigiosa y que, sin embargo, a mí tanto me gusta, intentando ahora concluir esta reseña peculiar sobre la tertulia de ayer con la que, por encima de todo, pretendo daros las gracias, de corazón, una vez más, por vuestra generosidad y compañía, por vuestros maravillosos regalos, por la ilusión de la sorpresa que me teníais preparada, por vuestras palabras…


Hay algo que no os conté ayer y quiero hacerlo aquí. Aquel lunes 8 de mayo en que recibí la noticia del premio, al final de la mañana, Susi, mi amiga y compañera del alma, me preguntó a qué esperaba para comunicarlo en el grupo de nuestra tertulia y le expliqué el motivo de mi tardanza, el  mismo que os explico a vosotros ahora. Me paralizaba la conciencia de lo muchísimo que os ibais a alegrar, es decir, me desbordaba vuestra propia emoción al imaginarla y hacerla mía. Me conmovía la evidencia de  que al conocer eso tan magnífico que por fin me acababa de suceder a mí, también os estaba sucediendo a vosotros. Y es que, aunque empecé a escribir mucho antes de conocernos, mis libros han nacido cuando ya compartíamos sofá y habéis sido testigos de todo el proceso. He tenido en vosotros un apoyo incondicional y un aliento permanente, y deseo de corazón que cuanto escriba a partir de ahora esté a la altura de vuestra confianza en mí. Podéis estar seguros de que lo intentaré con absoluta entrega.

He querido escribir para vosotros algo bonito, que os emocione y os haga sentir mi gratitud como yo experimenté la intensidad de vuestra alegría por mi buena suerte. Hemos compartido un siglo de libros y a primeros de marzo, el mes de nuestro cumpleaños, iniciaremos el segundo, con la primavera a la vuelta de la esquina. Seguiremos leyendo y celebrando juntos la vida y la buena literatura, sentados en nuestro mullido y cada vez más grande sofá, sabiendo que nunca estaremos solos.

Un abrazo enorme,

                                                                                   Josune

                                                                               Alicante, 31 de enero de 2024


 

martes, 1 de agosto de 2023

Cuarteto estival: Todo va a mejorar, Un amor, Ceniza en la boca y El parque de los perros.

 (de: Almudena Grandes, Sara Mesa, Brenda Navarro y Sofi Oksanen)


Para mitigar los calores de este ardiente verano, Josune nos recuerda en sus refrescantes reseñas las cuatro últimas tertulias que hemos celebrado este año. Feliz lectura a todos y, como siempre, gracias por tus acertadas palabras, querida mater fundatrix.



 I. Reseña de Todo va a mejorar, de Almudena Grandes.

            He dejado para el final (hoy es 28 de julio) la reseña de la tertulia más alejada en el tiempo de las cuatro que debía. Escribí en primer lugar la de Ceniza en la boca, después la de El parque de los perros; ayer concluí la de Un amor. Pido disculpas por la demora, esta vez más que excesiva, y la más que probable ausencia de opiniones y comentarios que seguramente estarían reflejados de haber hecho el trabajo antes. El recuerdo de nuestras charlas y la revisión de cuanto tenía anotado sobre las cuatro novelas me ha acompañado, pues, en el final del curso y en la entrada de las vacaciones, y sé que cuando se las envíe a Emilio para su publicación en el blog sentiré de verdad que nuestro curso tertuliano ha concluido. También he terminado mi cuaderno. En su primera página apunté la fecha de nuestra tertulia inaugural, el 22 de marzo de 2006, precisamente sobre un libro de relatos de Almudena Grandes, Estaciones de paso, y la relación de títulos leídos hasta el momento en que decidí abandonar las anotaciones en folios volanderos y estrené el cuaderno, iniciado con lo que registré sobre Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu, en enero de 2010.


            Así que concluyo la gratísima tarea de escribir sobre lo leído y comentado esta temporada en nuestro sofá evocando el principio, el punto de partida, asociado para siempre a ella, Almudena, más que grande, inmensa Almudena. Todo va a mejorar es su última obra y reconozco que esa circunstancia influyó en mi lectura, alertó mi atención para no pasar por alto ningún mensaje importante, no desperdiciar nada y vivir en esa historia con la intensidad y la entrega que su autora ha derrochado siempre en su escritura. Concedimos a este libro una acogida diversa. A unos cuantos nos gustó mucho; a casi todos nos sorprendió su temática al comienzo, es verdad, pero enseguida se reconoce su inconfundible estilo, ese modo clásico de narrar, mostrando la vida y el carácter de cada personaje importante, convertido en centro de las secuencias, perfectamente medidas y dosificadas, en que se dividen los capítulos. Se trata de una distopía muy bien armada, una buena y coherente suma de estructura, estrategia detalladamente descrita y personajes humanos y creíbles.

            Es posible que mi casi obsesiva atención me haya hecho percibir en ella una auténtica tesis, que identifico con claridad como la reivindicación del valor de nuestra maltrecha y crispada democracia, la cual, con todas sus limitaciones, es rotundamente un ámbito de libertad que no debemos dar por hecho y descuidar. Y detecto como hermosa idea subyacente a esa tesis la fuerza imparable de esa LIBERTAD y el poder transformador de la DECENCIA en algunas personas lúcidas y con conciencia. Estos son los “pobres desgraciados” que forman “El Monte”. Uno de los grandes aciertos de la obra lo constituye precisamente la heterogeneidad del grupo, de modo que la decencia y el sentido de la responsabilidad se dan en personas de edades diferentes y que pertenecen a distintas esferas culturales y laborales. Se trata de un pequeño cosmos que contiene la diversidad del mundo, pero entre ellos se reconocen y se entienden.

            Su mensaje prende como la pólvora: cuando se difunden los anuncios con sus eslóganes, la gente afirma: “Ya era hora”. A partir de ahí el proceso es imparable y el Gran Capitán y Megan García, su mano derecha, lo saben, aunque ellos lograrán salir incólumes, claro: el poder sabe protegerse con suma eficacia. Son otros los que han de actuar y arriesgar la vida: Rodrigo Sosa, por ejemplo, esencial en la recta final y decisiva del plan. Esa parte en la que “El Monte” se da a conocer y comienza a resquebrajarse el sistema me parece magnífica y muy esperanzadora, pues confirma que todas las dictaduras y organizaciones basadas en la manipulación, la ignorancia y el miedo acaban por caer. Sin embargo, no lo hacen enseguida ni espontáneamente, y es ahí donde surge unconcepto clave en los más bellos e intensos relatos de ficción, el del heroísmo, que muestra en esta novela su radical humanidad. “Ya era hora”, afirman ciudadanos anónimos al leer los subversivos mensajes en las pantallas. La anestesia que alimentaba su mansedumbre y adocenamiento pierde efectividad y despiertan por fin espoleados por otros, convertidos en héroes accidentales e involuntarios, “pobres desgraciados” a los que les ha tocado afrontar la verdad y, a pesar del miedo, obedecen el impulso vigoroso de la libertad como irrenunciable condición de la existencia humana. Creo que este es el mensaje profundo que la autora nos ha querido dejar.

            La conmovedora Nota final de Luis García Montero explica, además del proceso de escritura de la obra, la razón de un desenlace que, sin ser lo mejor de la novela, ni desmerece ni la malogra, y cuyo valor trasciende lo meramente literario. Confiesa haberlo escrito él siguiendo las instrucciones de Almudena, con sus fuerzas ya muy debilitadas en las que serían sus últimas semanas de vida. La imagen de ambos entregados a tan noble cometido me parece estremecedora. Afirmaba Almudena que sus lectores éramos su libertad, pues con nuestro apoyo ella había podido escribir los libros que había querido y no los que los demás esperaban. Esa fue su gran fortuna, desde luego, y también la nuestra, pues si en la buena literatura, en “la literatura que importa” (en palabras de Muñoz Molina) reconocemos el prodigio de ensancharnos la vida y de sentir que, por más que lo parezca, no estamos solos, en las obras de Almudena Grandes hallaremos siempre, además, la voluntad férrea y la pasión de los personajes por ella preferidos, “los supervivientes”, cincelados con el hermoso torrente de sus palabras, alentados por su compromiso con la verdad, la libertad y la vida, por encima del silencio, el olvido y la muerte.


II. Reseña de Un amor, de Sara Mesa.

Interesante y original novela que algunos ya conocían o habían leído y que para otros ha supuesto el descubrimiento de una autora dotada de una voz singular y de gran destreza para construir un relato de creciente tensión, sostenida en la conducta de curiosos personajes. Destaca el empleo del  presente como tiempo verbal predominante desde el primer párrafo, en perfecta armonía con un estilo cuidado, bien medido, al servicio de un omnisciente que sintetiza de muy hábil manera la narración, la descripción y el diálogo, de modo que el lector se convierte en espectador de hechos y conversaciones que están sucediendo en ese mismo momento, como un testigo privilegiado de cuanto acontece, instalado en ese lugar inhóspito en el que no se sabe por qué la protagonista, Natalia (Nat), ha decidido vivir.

Se nos presenta un microcosmos desolador, La Escapa, pedanía formada por unas cuantas casas de campo, a quince minutos en coche de Petacas, una pequeña población en la que vive el casero de Nat, un tipo arisco y desagradable, de bruscos modales, remiso a aceptar las peticiones de su nueva inquilina, muy descontenta con el estado de la vivienda. Todo apunta a que la elección del lugar ha sido un verdadero error (“Si tuviera que explicar por qué está allí, le costaría encontrar una respuesta convincente. Por eso, llegado el momento, da evasivas y se limita a hablar de un cambio de aires.”), con lo que el eje fundamental de la novela en sus primeros compases lo constituye el empeño de la protagonista de adaptarse a ese entorno hostil e ir humanizando su nuevo hogar, dotándolo de una mínima confortabilidad, así como crear un vínculo aceptable con el perro que el dueño le ha dejado, animal tan poco amigable como él mismo. Otro dato importante que enseguida se conoce es el de la dedicación profesional de Natalia: es traductora, lo cual justifica su tendencia a reflexionar sobre las palabras y las expresiones que debe trasladar del texto original a otro idioma, y explica, a mi juicio,  la peculiar relación que ella mantiene con su entorno. Cabe señalar, no obstante, que la protagonista no despertó demasiada simpatía entre nosotros.

Los personajes, Nat incluida, no son caracterizados con nitidez. Da la impresión de que todos ocultan algo importante, incluso el hippie Píter, que es quien mejor se porta con ella. La trama ve aumentado significativamente su interés cuando aparece en escena Andreas el alemán, quien se ofrece a repararle las goteras si ella accede a acostarse con él una vez: “Puedo arreglarte el tejado a cambio de que me dejes entrar en ti un rato”. La fórmula empleada para proponerle el trueque resulta sorprendente y, una vez establecida la relación sexual y afectiva entre ellos, y a medida que la personalidad de Andreas se va perfilando, parece poco verosímil. Sin embargo, el relato ha adoptado el latido agobiante de una obsesión, la patológica dependencia que ella siente hacia él, basada en la extraña suma de lo que sobre su amante conoce e ignora. Su mente de traductora deforma la identidad que él, parco y directo, ofrece, y ella lo interpreta desde su propia y confusa realidad, desde su personalidad inestable, convaleciente de pasadas heridas (robó algo en su antiguo trabajo y por eso lo dejó y se instaló en La Escapa).


Una breve conversación con su vecina Roberta, aquejada de demencia, creo que refleja muy bien el tema esencial de esta historia: la dificultad de la comunicación, los equívocos surgidos en las relaciones humanas al proyectar en los demás las propias necesidades, los propios fantasmas. Afirma Roberta que en La Escapa “nadie entiende a nadie. (…) ¿No ves que aquí no ha nacido nadie? Todo el mundo viene de fuera. Cada uno habla en un idioma diferente. En inglés, en francés, en alemán…, ¡en ruso!, ¡en chino!”. Aunque en ese momento Nat no le da la razón, el modo en que, tras el incidente del ataque del perro a la niña, reacciona cada cual le causa gran sorpresa y decepción. Y tiempo después de su ruptura con Andreas, al poco de haber sufrido la violenta agresión por parte de su casero, se presenta en casa del alemán y su percepción del individuo por el que sintió una sumisión enfermiza ha variado radicalmente: “Tiene delante a un hombre que encendió algo en ella, algo grande y desconocido, laberíntico e inagotable, pero no siente nada. En los ojos de Andreas había aleteado un mensaje que ella interpretó como el acceso a un poder o a unos conocimientos inasequibles al resto. Pero eso se ha esfumado.” (…) “En realidad suena grotesco, torpe, inculto, tal como le parecía al principio, cuando lo miraba de lejos y solo era un pedazo del paisaje, nada más. El alemán, un hombre cualquiera, como cualquier otro. Y ella, piensa, se había empeñado en traducirlo, en llevarlo a su terreno. Qué absurda pretensión, se dice. Si no fuera ridículo, sería hasta divertido.

En las líneas anteriores ha quedado explicitada la cuestión medular que vertebra una novela marcadamente psicológica, de atmósfera agobiante, cuyo argumento puede interpretarse desde el obvio simbolismo de una huida, la de Natalia (de ahí el topónimo de La Escapa), y con un final susceptible de calificarse como “feliz”, en tanto la protagonista experimenta, en el mirador de El Glauco, el monte de aquel lugar, una especie de revelación que le permite comprender el sentido de lo vivido por ella desde el brumoso y, a mi juicio, poco creíble episodio del robo: “Ahora sabe leerlo. (…) Comprende que no se llega al blanco apuntando, sino descuidadamente, mediante oscilaciones y rodeos, casi por casualidad. (…)Ve con claridad que todo conducía a ese momento. Incluso lo que parecía no conducir a ninguna parte.

Así concluye Un amor, interesante y muy recomendable novela, escrita con la precisión, la belleza y la eficacia de un estilo que es al tiempo mirada y voz de una creadora certera, sugerente y muy singular.


III. Reseña de Ceniza en la boca, de Brenda Navarro.

Esta novela, cuya lectura estuvo precedida por reiteradas advertencias sobre su gran calidad y la dureza de la historia que contiene, motivó una de las tertulias más largas, intensas e inolvidables que hemos celebrado. La dimos por concluida dos horas después de iniciarla, sorprendidos de lo rápido que se nos había pasado el tiempo,

En general, gustó mucho; muchísimo en algunos casos. Desde las primeras líneas conocemos el triste acontecimiento desencadenante del relato de la narradora: el suicidio de su hermano adolescente, su salto al vacío desde un quinto piso. A partir de ahí, reconstruye la historia familiar en su México natal, donde su madre la convirtió en responsable de su hermano menor, en el hogar de sus abuelos, mientras ella trabajaba en España, con la intención de llevárselos en cuanto alcanzara una situación mínimamente estable. En los nueve años que dura la ausencia de la madre se fragua el estrecho vínculo entre los hijos, el cual explica el amargo e insoportable sentimiento de culpa que ella arrastrará y que parece calmarse cuando se come sus cenizas, hecho mencionado en el impactante título de la novela.

El relato nos sumerge sin concesiones en una realidad que conocemos bien, la de las mujeres inmigrantes que trabajan en nuestro país como empleadas de hogar o cuidadoras de personas mayores, a  cambio de sueldos frecuentemente exiguos y en condiciones laborales a menudo injustas y abusivas. Entre los dos hermanos se da la suficiente diferencia de edad para que deban afrontar circunstancias vitales distintas: él ha de  estar escolarizado y ella ya tiene posibilidades de trabajar e intentar asumir las riendas de su vida, libre por fin de obligaciones que no le corresponden y que vuelven a recaer en la madre.

El comportamiento de Diego es el de un muchacho adolescente desarraigado, perdido en una ciudad que no le gusta y en la que se siente señalado por su aspecto y su acento. La narradora pelea por salir adelante primero en Madrid y luego en Barcelona, apoyada por mujeres en situación parecida (“las primas”). Su trabajo en casa de la anciana Laura constituye un episodio conmovedor(… yo le cuidaba el cuerpo, pero ella me cuidaba la soledad.”) y muy ilustrativo sobre el abandono que frecuentemente sufren nuestros abuelos. Mantiene una relación sentimental con Tom-Tomás, al que conoce en el centro donde estudia inglés, y desde el principio le miente, finge ser otra persona. Su historia acaba cuando se descubre la verdad y queda en el aire la pregunta de si él la hubiera mirado de saber qué era y a qué se dedicaba realmente. A propósito de esta incógnita comentamos la presencia en la novela de una actitud muy crítica hacia los españoles (“te ofrecen su casa, pero nunca te dan la dirección”) e intercambiamos pareceres sobre nuestro grado de hospitalidad, nuestra capacidad de acogida a los inmigrantes y sobre si tiene fundamento afirmar que los españoles somos racistas.


Algunos de nosotros, docentes en centros con numeroso alumnado de origen extranjero, somos testigos de la facilidad generalizada con que se integran. Claro que se dan problemas puntuales, fundamentalmente conflictos interculturales; por ejemplo, entre los procedentes del Este europeo y los magrebíes. Y también advertimos, sobre todo en estos últimos, la frecuente falta de interés en lograr una integración real y su empecinamiento en actitudes machistas admitidas en el contexto cultural al que pertenecen por origen y educación.

El tema, por tanto, es amplio y muy complejo, y nos llevó a recordar nuestro propio pasado de país del que muchos marcharon al extranjero a trabajar en condiciones parecidas a las que ahora padecen otros en nuestro territorio. Y mencionamos también que la actual crisis económica nos afecta a todos y son muchos los españoles que se hallan en las mismas circunstancias de precariedad descritas por la narradora.

No resulta fácil adaptarse a otro país, ciertamente, ni restañar las heridas emocionales del desarraigo, pues en la distancia el terruño abandonado a menudo adquiere, aun sin razones objetivas para merecerlo, la categoría de “paraíso perdido”. De algún modo, la protagonista y su hermano cargan con ese “síndrome” que su madre no corre riesgo de padecer, ya que para ella la vida en España, pese a todas las dificultades, nunca puede ser peor que la que ha decidido dejar atrás, por ella misma y por sus hijos.

Además del tema de la inmigración, aflora en la novela otra cuestión importante: el silencio con que en la educación y el cuidado de los hijos  se tiende a cubrir la realidad desgraciada. La narradora habita ella misma en una nebulosa que comienza en su propio origen: desconoce quién es su padre y su madre responde con evasivas si se lo pregunta. Cuando regresa a su país con las cenizas de su hermano se le revelará el drama de corrupción, violencia y terror que afecta a buena parte de la sociedad mexicana, su familia incluida: “Ni Joana, ni tu tía, ni tus primos van a aparecer. ¿Ahora ya entiendes que lo peor no es la muerte o te vas a esperar a desaparecer para saberlo? Vete ya a Madrid.” Estas son las elocuentes palabras de su abuela.

Y regresa a España, junto a su madre, quien gracias a su amiga Jimena ha conseguido un trabajo estable en una escuela infantil de El Viso. “Yo no vi a mi mamá tener un duelo, ni el día que yo llegué de Barcelona dejó de trabajar y de cuidar a quien le tocaba cuidar. Al contrario, a partir de eso, se esforzaba más en trabajar, lo más que pudiera, tener la cabeza entretenida (…). Mi mamá, siendo mi mamá, en su soliloquio interno, saliendo victoriosa y huyendo del hedor del que ni Diego ni yo quisimos salir.” En estas últimas líneas hallamos el reconocimiento por parte de la narradora de la diferente actitud con que madre e hijos encaran su circunstancia vital. El muchacho se arroja al vacío y ella queda a merced de esa imagen que nunca vio “pero como si lo hubiera visto, porque lo tengo taladrándome la cabeza y no me deja dormir.” En ese presente doloroso e incierto concluye la novela, tras saber que un rato antes del final los hermanos conversaron por teléfono por última vez, de la muerte y de música, y luego hubo más llamadas que ella no llegó a escuchar, registradas en su móvil como en su alma una culpa despiadada.

Alguien afirmó en la tertulia que todos estamos marcados por algo. Crecemos y, en el mejor de los casos, nos hacemos fuertes al afrontar esa muesca, esa señal que nos distingue y no precisamente para bien, convirtiéndonos en blanco de la crueldad ajena. A veces una rabia intensa emerge como respuesta liberadora que nos empuja a defender nuestra dignidad. En ocasiones, sin embargo, estalla contra nosotros mismos y nos destruye. Y otras veces se esconde en una cinta sin fin que acampa en nuestra mente como la porfiada pesadilla que de niños interrumpía nuestro sueño. Pero también las pesadillas pueden morir, aplastadas por una voz amiga o una música melosa y juguetona, y tras la ventana, aupada sobre el vacío, nos sigue aguardando la vida, tan absurda como real.


IV. Reseña de El parque de los perros, de Sofi Oksanen.

            La autora de Purga nos sumerge, a través del lucrativo negocio de la donación de óvulos, en la Ucrania postsoviética infectada de corrupción, cuyos habitantes tratan de sobrevivir azuzados por la pobreza y el miedo, empujados por la corriente tumultuosa de su historia más reciente, complicada y sangrante.

            El parque de los perros es una novela de compleja construcción y valiente temática, narrada en primera persona por Olenka, quien desde su presente, en el Helsinki de 2016, a partir del encuentro con la misteriosa Daría, explicará su situación de fugitiva a un destinatario cuya identidad no se desvela enseguida, al tiempo que ella misma va construyendo su autorretrato con dolor y verdad. En su relato conoceremos el perverso engranaje que convierte a bellas muchachas eslavas en procreadoras apetecibles para parejas con dificultades a la hora de concebir. Las eligen teniendo en cuenta, además de su hermosura, su estado físico, su genética, su coeficiente intelectual y sus aptitudes, en el empeño de lograr un hijo extraordinario. Y si el primero sale bien, repiten el proceso para ampliar la familia. El operativo está amparado por una estructura de agencias que protegen a los clientes y pagan muy generosamente a las donantes, ajenas en ese momento a las secuelas físicas y psicológicas derivadas del proceso. Comentamos en la tertulia que el examen a que son sometidas las jóvenes con el fin de que se pueda valorar su idoneidad para esa maternidad puramente funcional recuerda mucho a la selección que los traficantes de esclavos realizaban en los países del África negra para venderlos como mano de obra a los terratenientes algodoneros estadounidenses. Han variado los contextos y la finalidad; sin embargo, en ambos casos se trata de la utilización de seres humanos para obtener un beneficio, adquiera este la forma de trabajo, servicio y rentabilidad económica o el logro de una prole perfecta.

           


Olenka vive escondida, huye de su pasado, y parece que Daría ha ido a su encuentro para pedirle cuentas. Junto con la necesidad de salir de la pobreza, la venganza aparece también como importante motor de las acciones de algunos personajes, Daría entre ellos. En el destinatario de la narración confluyen dos condiciones difícilmente compatibles: la de amante de Olenka y padre de su hijo, y la de asalariado y protector de Veles, el poderoso magnate responsable del dramático final de los progenitores de Olenka y Daría, en un ámbito de absoluta corrupción, degradación moral y procedimientos mafiosos.

            El relato de Olenka acaba construyendo la verdad con la conciencia clara de que la mentira puede no ser perdonada, pero responde a una situación de autodefensa, de persecución de la propia supervivencia y bienestar. En sus palabras se advierte con frecuencia el lamento por no haber podido mostrar su identidad auténtica, completa, y sus orígenes a alguien en quien ha hallado, de forma inesperada, espontánea complicidad y amor. De hecho, la novela se cierra con un ambiguo desenlace en el que Olenka, concluida su prolija confesión, aguarda el encuentro con Roman, quien finalmente ha dado con ella, aunque no sabemos si para seguir amándola y protegiéndola o para, en cumplimiento de su oficio y decepcionado con ella, matarla.

            El interés que suscita la trama logra paliar la ausencia de un valor estilístico que habría engrandecido esta interesantísima novela. Sofi Oksanen acostumbra a indagar en su narrativa en las regiones más crudas de una realidad muy bien descrita a partir de lo que parece un exhaustivo proceso de documentación. Uno de los mayores aciertos de El parque de los perros estriba en el difícil equilibrio logrado entre la profusión de datos históricos y la construcción de los personajes, siempre desde la mirada humana, dolorida y comprensiva de la narradora. Por su parte, el título, nada alusivo en principio a la crudeza de los temas tratados, adquiere al final todo su sentido en tanto menciona el lugar del encuentro entre Olenka y Daría, antaño amigas y cómplices, elegidas por su hermosura y perfección para gestar criaturas también hermosas, a las que en su desgraciado presente contemplan como suyas, y reconocen en ellas los rasgos familiares que les han legado, en un conmovedor intento de aferrarse a la vida, la que fueron capaces de dar y la que, pese a todo, con su grandeza y sus miserias, todavía las sostiene.



Como es tradición, en la última reunión votamos cuál nos había parecido la mejor obra que habíamos leído este curso y cuál la mejor tertulia. Como mejor novela resultó ganadora Hamnet, de Maggie O'Farrell, y como mejor tertulia Ceniza en la boca, de Brenda Navarro.

Feliz verano y frescas lecturas para todos.




martes, 24 de enero de 2023

Doblete literario: Hamnet y El antropoide

 (de Maggie O'Farrell y Fernando Parra, respectivamente).


Nuestra cronista oficial, Josune, nos resume en esta doble reseña las dos últimas citas literarias que hemos tenido: la tertulia sobre Hamnet, de Maggie O'Farrell (el 18 de octubre) y la de El antropoide, de Fernando Parra, el 20 de diciembre. Gracias por tus siempre inspiradas y evocadoras palabras, mater fundatrix.


Hamnet, de Maggie O'Farrell.


              Ha sido un verdadero hallazgo esta novela, Hamnet, de la irlandesa Maggie O’Farrell, con la que iniciamos en octubre el presente curso tertuliano y de cuya lectura casi todos disfrutamos muchísimo. El hecho que la inspira despierta fácilmente el interés del lector, y la propia autora lo menciona como “Referencia histórica” en las primeras páginas del libro. Hamnet murió a los once años en 1596 y cuatro años más tarde su padre escribió una obra de teatro titulada Hamlet. Por si aún nos quedara alguna duda sobre la obvia relación entre ambos hechos, a continuación se nos explica que Hamnet y Hamlet son dos formas intercambiables del mismo nombre, dato documentado en los anales de Stratford de aquella época. Concluida la novela, Maggie O’Farrell advierte que se trata de una obra de ficción inspirada en la muerte de Hamnet Shakespeare, pero ni el apellido ni el nombre del genial dramaturgo aparecen en ningún momento, como si el inexplicable silencio que durante más de cuatro siglos nos ha impedido saber que la tragedia, antes que representada sobre un escenario, se produjo en la vida real, reclamara su sitio en esta historia. Hay silencios tensos, incómodos, cobardes y hasta ofensivos; y los hay dulces, cómplices, heroicos y fértiles como la buena tierra. De esta última condición es el que ha precedido a la escritura de tan espléndida obra. Se me ocurre que tal vez no en vano Shakespeare decidió que las últimas palabras pronunciadas por el desventurado príncipe de Dinamarca fueran precisamente estas: “El resto es silencio”. Y así quizá todo ha sucedido como había de suceder…

            “Un niño baja unas escaleras”. Esta sencilla oración abre la novela y otra aún más sencilla y escueta la cierra: “Recuérdame”. Principio y final constituyen siempre los más delicados momentos creativos de una historia. Uno nos capta, nos atrapa, nos arranca de la realidad; el otro clausura el viaje y a esa misma realidad nos devuelve. Más de tres meses después de haber acabado de leerla, no se ha esfumado la fascinación que me acompañó desde que las primeras palabras me presentaron a ese niño que en un bochornoso día de finales de verano está buscando a algún adulto porque le preocupa Judith, su hermana gemela, la cual no se encuentra bien. Mira en su casa, luego en la de sus abuelos y no da con nadie: ni madre, ni abuelos, ni hermana mayor, ni tíos ni criada. A su padre no lo puede encontrar porque vive lejos, en Londres. Finalmente descubre al abuelo en el espacio prohibido del taller de guantes y lo halla de mal humor, puede que borracho, y recuerda las advertencias de su padre de no acercarse al hombre en ese estado. Saldrá de allí con una ceja cortada por la taza que el viejo le arroja encolerizado tras habérsele derramado sobre los objetos de la mesa el líquido de la jarra al intentar verterlo en la taza. En unas pocas páginas se nos ha presentado su situación familiar. Se nos dice también que “Hamnet es un chico despierto” ̶ se trata, pues, del niño que ha de morir ̶ pero un tanto distraído: “Tiene tendencia a escurrirse por los límites del mundo real y tangible para irse a otro sitio” -premonitoria afirmación-. Su recorrido en busca de ayuda resulta infructuoso; regresa junto a Judith, quien no está mejor, y, alarmado, decide traer al médico, tras asegurarle a su hermana que su madre viene enseguida.

            La secuencia siguiente nos sitúa a la madre, Agnes, a unos dos kilómetros, en una parcela en la que tiene un huerto y cría abejas. A estas alturas ya nos hemos acostumbrado al presente como tiempo verbal dominante en una narración que nos ha convertido en espectadores de un inmenso tapiz que la autora teje moviendo los hilos hacia delante y hacia atrás en una cadencia impredecible y con un lenguaje lleno de lirismo y delicadeza, acordes con la atmósfera de magia que incumbe a este personaje esencial en la novela: una mujer extraña, algo salvaje, dueña de una especie de halcón al que pasea al final del día, dotada de poderes adivinatorios y curativos, y de la que el joven preceptor de latín que instruye a sus hermanos menores se enamora perdidamente.

            El origen de Agnes está narrado como un cuento de hadas que se remonta a la misteriosa figura de su madre, surgida un día, según contaban, del interior del bosque: “había salido del mundo verde y sombrío y, desde entonces, el granjero, que estaba allí por casualidad, vigilando a sus ovejas, no pudo dejar de mirarla nunca más”.  Ese granjero la cuidó y la hizo su esposa. Tuvo a Agnes y después un niño enorme, sano y fuerte, Bartholomew, y murió al dar a luz al tercero, que tampoco sobrevivió. Es en ese trance en el que se gesta la fuerte unión entre los dos hermanos, alimentada por el hecho de que su padre se volvió a casar y tuvo con Joan, su nueva esposa, seis hijos más. Agnes era muy pequeña cuando perdió a su madre, pero recuerda el acontecimiento con nitidez. Cuenta con la antipatía y  el rechazo de Joan, su madrastra, quien recela de ella, de sus insólitos y quizá maléficos poderes de los cuales se siente víctima, y crece, protegiendo a su hermano, falta de cariño y aceptación, pero manteniendo vivo el recuerdo de “lo que era ser querida por lo que se es, no por lo que se debería ser”. Sabe que, si alguna vez comparece en su vida de nuevo la posibilidad de un amor así, se entregará a él sin permitir que nada se interponga en su camino.

            En las manos del preceptor de latín, en el pellizco a ese músculo entre los dedos pulgar e índice que a ella le fascina, que se abre y se cierra como el pico de un pájaro, percibe la información que necesita. Muy poco tarda él en sentirse cautivado por tan insólita criatura, ajena a las habladurías que suscita y libre como un ave. Así se la describe a su hermana Eliza: “Cuando mira a alguien le ve hasta el fondo del alma. No hay ni una gota de hostilidad en ella. Se toma a las personas por lo que son, no por lo que deberían ser.” Una de las más bellas escenas del libro es la que describe su primer encuentro sexual en la despensa de las manzanas. El tapiz narrativo se teje prodigiosamente en esas páginas convarios hilos: los de la furibunda negativa de Joan -viuda y, por tanto, cabeza de familia ̶  a que se casen, a pesar de que ellos ya se han prometido, y el desprecio vertido por la madrastra hacia el muchacho a cuenta de los sucios negocios de su padre, de sus deudas, entre las que figura la entablada con su propia familia y cuyo saldo tratan de rebajar sus servicios como preceptor de latín; los hilos de la ceremonia de su entrega amorosa, ese arrebato que no se parece a nada de lo vivido hasta entonces, presidido por una turbadora evidencia de facilidad y acierto, y felizmente convertido en el atajo más seguro hasta su matrimonio; y, por fin, el hilo de las manzanas, improvisadas bailarinas de una danza ancestral sostenida en el perfecto y poderoso ritmo del amor.

            Vencidos todos los obstáculos, se casan y forman una familia. Viven en una pequeña casita aneja a la casa familiar de él. Llevan una vida apacible. Ella aprende a leer y puede, por fin, aplicar los usos curativos de las plantas encerrados en el libro del boticario que le regaló su viuda, libro que esta vecina y su propia madre consultaban juntas. Agnes da a luz ella sola en el bosque a su primogénita, Susanna. Tarda más de la cuenta en comunicarle a su marido que se halla encinta de nuevo, pues lo percibe extraño, distante, y eso la inquieta. Tal vez se arrepiente de haberse casado con ella y, cuando se lo pregunta abiertamente, él responde: “Estoy perdido. He perdido el rumbo”. Entonces la intuitiva y generosa Agnes propiciará, con ayuda de Bartholomew, el giro que la vida del preceptor necesita para reaccionar: marchará a Londres para hacerse cargo de una nueva tienda de su padre. Ella lo empuja, sabe que es lo conveniente para él y, por tanto, para todos, y el tiempo le dará la razón. En Londres lo aguardan el éxito en los negocios y en el teatro. Estará ausente cuando ella dé a luz de nuevo, no la acompañará en su inquietud, en su corazonada de que algo no va a ir bien esta vez. No ha sido capaz de predecir si nacería un niño o una niña y al fin lo entiende cuando nacen los gemelos, Hamnet y Judith; sin embargo, la zozobra no cesa, la persigue la imagen de su propio lecho de muerte velado por dos hijos, y ya le han nacido tres. La muerte amenaza con llevarse a uno de ellos. Piensa en Judith, más frágil y pequeña que su hermano. Agnes se prepara para impedirlo y vigila: “Sabe que la puerta que lleva fuera de la habitación de los vivos está entreabierta para la niña; percibe la corriente fría, huele el aire helado. Sabe que solo va a tener dos hijos, pero no lo acepta. Se lo repite en las horas oscuras de la noche. No lo consentirá; ni esta noche, ni mañana ni nunca. Encontrará esa puerta y la cerrará de golpe.”

            Asistimos a partir de este momento al tramo más emocionante de la novela. Volvemos  a la


bochornosa tarde de finales de verano y a la angustia de Hamnet en busca de ayuda para su hermana enferma. A estas alturas ya se nos ha relatado el modo azaroso en que la peste ha llegado a la villa  ̶ secuencia que algunos tertulianos criticaron por su excesivo detallismo-.  El mal que aqueja a Judith es, por tanto, muy grave, pero Agnes por suerte ha regresado y, consciente de la situación, se afana en dominar su espanto y poner todos sus conocimientos al servicio de la sanación de su hija. Mary, su suegra, la acompaña incondicional y diligente.Tras largas horas de lucha, Agnes se queda dormida y, cuando despierta, algo ha ocurrido: Judith se muestra serena y repuesta; en cambio, es Hamnet ahora el enfermo. La descripción del modo en que el niño decide engañar a la muerte y ocupar el lugar de su hermana constituye un episodio conmovedor y magistral desde el punto de vista literario. No se siente capaz de vivir sin ella, la mitad de sí mismo. Su acto no parece sacrificio sino entrega: “Tú te quedas, le susurra, y yo me voy. Le manda estas palabras: Quiero que te quedes con mi vida. Es para ti. Te la doy.”

            No es fácil expresar el dolor seguramente más punzante e insoportable que un ser humano puede experimentar, el ocasionado por la muerte de un hijo, y Maggie O’Farrell lo logra. (Ella y también la traductora; es de justicia reconocer el magnífico trabajo de trasladar tanta belleza y emoción desde el inglés al castellano). La voz narradora se torna transparente y lo que contemplamos es la desolación absoluta de Agnes, el reproche a sí misma por haberlo permitido, la esterilidad de la imaginación para anticipar el resto de la vida con la ausencia del hijo muerto, la infinita ternura al amortajar su cuerpecillo desnudo y dormido para siempre, la crudeza de admitir ante su desconsolada hermana gemela que Hamnet se ha ido y que no volverá nunca más.

            El padre fue avisado por carta de la gravedad de su hija y emprendió viaje desde Londres. Es él quien llevará el cuerpo de Hamnet a enterrar. Después, su hogar se queda enfermo de pena, y Agnes y él mismo se transforman en otros. Él necesita volver a Londres y preparar con su compañía la nueva temporada. Las cosas le van muy bien y tiene planes de mejora para su familia. Ella no lo entiende pero da igual; él se va. La narración adquiere en las próximas páginas el ritmo cortante de episodios breves que perfilan el proceso de duelo vivido por Agnes y el creciente distanciamiento de su marido, quien sigue escribiendo cartas y viniendo de vez en cuando, y en el que percibe alguna vez el olor y las huellas de otras mujeres. Bartholomew ejecutará su encargo de comprar en su nombre una casa nueva y enorme, con un hermoso huerto, y a ella se trasladarán.

 El relato da un vuelco cuando llega a Stratford la noticia de que su marido ha estrenado una obra, esta vez una tragedia, de la que todo el mundo habla. Joan le muestra a Agnes el cartel: arriba del todo el nombre de su marido y en medio, como título, el de su hijo. Su estupor es inmenso y necesita con apremio comprender el sentido de lo que está ocurriendo. Acompañada por su hermano, marcha a Londres y acude a la representación. Llegamos así al final de la novela, tan perfecto como su principio. Agnes en primera fila contempla la escena en que el espectro del rey Hamlet narra a su hijo cómo murió y ella reconoce en esa fantasmal figura a su marido, igual que el muchacho rubio que interpreta al joven príncipe se parece de un modo asombroso a su hijo, a su niño ausente, pues se mueve como él, gesticula como él, es como él sería de haber seguido viviendo. Y entonces comprende el milagro obrado por su marido: “Mientras el fantasma habla, se da cuenta de que, al escribir esta obra, su marido se ha cambiado el sitio con su hijo. Ha cogido la muerte de su hijo y la ha hecho suya; se ha puesto él en las garras de la muerte y ha resucitado al hijo en su lugar. Ha convertido la muerte de su hijo en la suya propia. (…) Agnes comprende que ha hecho lo que habría deseado hacer cualquier padre, sufrir él para que no sufriera su hijo, ponerse en su lugar, ofrecerse a sí mismo a cambio para que el niño pudiera vivir.”

“Recuérdame” es la última palabra del espectro dirigida a su hijo, y la palabra con que concluye esta extraordinaria y hermosa novela. Se  sabe que Judith Shakespeare llegó a cumplir setenta años. Ahora, gracias al empeño de la autora irlandesa por explicar un silencio de siglos, sabemos también que su hermano Hamnet continúa vivo tras su dulce nombre, en una tragedia donde el amor y la memoria contenidos en la belleza y la emoción de las palabras vencen, una vez más, a la muerte y al olvido.

            


El antropoide, de Fernando Parra.


              El pasado 20 de diciembre concluimos el trimestre comentando El antropoide, de Fernando Parra, y contamos con la presencia del autor, circunstancia extraordinaria que no es la primera vez que se da en nuestro sofá y de la que siempre obtenemos un saldo positivo, pues es todo un lujo que quien ha escrito lo que hemos leído se preste con la mejor disposición a recibir nuestras impresiones y comentarios, y aclarar nuestra curiosidad y nuestras dudas.

            Fernando fue advertido al comienzo de la sesión de que en nuestro grupo prevalece la costumbre de la espontaneidad y la franqueza, ya que leemos de todo y por puro placer. No somos nada metódicos en la elección de títulos y autores, y contamos en nuestra historia con algunas obras (muy pocas) sobre las que nunca hemos llegado a hablar, por haber confiado en los que suelen leer más rápido y aconsejan una retirada a tiempo de la propuesta y un cambio de rumbo. No sabría decir qué criterio nos guía, pero sé que existe y que funciona, pues no ha habido una sola tertulia que no haya merecido la pena y hasta los libros que más nos han decepcionado han logrado esquivar la humillación de nuestro silencio. Nos gusta hablar tanto como leer; por eso, exiliados y todo, seguimos en pie.


            Con antelación a la tertulia formal solemos contrastar las impresiones iniciales que la obra nos está despertando, y debo decir que empecé a leerla antes de lo que acostumbro porque me intrigaba ese primer capítulo que tanto revuelo estaba causando. Así se lo expusimos al autor: nos parece que la novela no está presidida por un buen comienzo. La pedantería del personaje resulta tan antipática como la absoluta falta de delicadeza con que evoca con intención onanista a la chica del tren. No se lo dijimos enseguida, claro, antes le planteamos esa pregunta clave que seguramente le habrán formulado muchas veces: ¿de dónde sale la idea de esta novela?, ¿por qué este tema y por qué este tratamiento tan duro, tan sórdido y hasta hiriente? Y comenzada la explicación por parte del autor, todo resultó muy fácil. Fuimos dando voz a nuestras dudas y recibimos cuantas aclaraciones demandamos, sin abandonar en ningún momento el mismo tono franco y cordial. Y así supimos del inmenso trabajo de documentación que hubo de realizar para dotar de verosimilitud al descenso a los infiernos de la adicción al sexo desenfrenado y sin tabúes en que se embarca Eduardo, el protagonista; de su interés por un tema al que a través de internet tienen facilísimo acceso los adolescentes, con el riesgo evidente de que su educación sexual y sus primeras experiencias en este terreno se vean negativamente influidas por multitud de imágenes demasiado crudas, deshumanizadas y hasta violentas; de su propósito de indagar en el tema de la identidad y de la culpa, conceptos que, en mi opinión, sostienen con solidez el armazón de la novela.

            Destacamos como valores indiscutibles de El antropoide la fluidez con que la historia discurre en los capítulos centrales, salpicados de ironía y finísimo humor en escenas hilarantes como las relacionadas con la corrección de los anuncios clasificados en El pliego volandero, y apoyados en un estilo impecable y brillante, liberado en estas páginas de la afectación verbal que caracteriza al personaje y cuyo sentido quedó perfectamente explicado por el autor. Fernando Parra incidió, además, en la importancia que para él tiene como escritor el extrañamiento del lenguaje en tanto condición esencial del arte literario, y compartimos con él esa reivindicación del formalismo, a veces tan mal entendido y denostado. Sin embargo, la misteriosa naturaleza de las palabras, su insólito poder de situarnos con idéntica eficacia en los más sórdidos lodazales de la realidad y en sus paisajes más elevados y hermosos, convierten en delicadísima y sumamente difícil la tarea de maridar fondo y forma, expresión y contenido, como si de una melodía natural y espontánea se tratara, sin ninguna nota destemplada ni inoportuno chirrido. En esta novela “los lectores del sofá” hemos tropezado con algunas estridencias excesivamente cultas y con descripciones tan explícitas de la depravación a la que Eduardo se entrega que, como comentó alguien, podía percibirse el tacto pegajoso y el mal olor.

            La identidad y la culpa: Stevenson y Dostoievski. El autor mencionó su admiración por ambos autores (y otros, como Thomas Mann, por ejemplo) y su manera de abordar estos temas en sus obras. La referencia al primero es reiterada y el conflicto planteado en El antropoide se resume en una frase esencial de Cloe, la joven de la que Eduardo se enamora y a quien adjudica el papel de “salvadora” de su degeneración: “Y, sin embargo, él fue Jekyll todo el tiempo”. Aquí aparece formulada la idea clave de la obra, refrendada en su explicación por el autor. En el fondo, la peripecia de Eduardo supone una indagación valiente en las luces y las sombras de la condición humana, en la tentación contumaz de volver al abismo cuando logra escapar de él y en la necesidad de redención, aguijoneada por la culpa, a que lo aboca su depravada conducta. Cloe es, en efecto, la salvadora, y Virginia, la hermana de Eduardo, da voz a un planteamiento más abierto de las relaciones sexuales -aceptable desde el punto de vista moral, pues no está reñido con el amor ni implica deslealtad a la pareja- que intenta paliar el sufrimiento del protagonista y reconducirlo hacia una conducta que lo aleje de la autodestrucción. Es decir, de su hermana mayor recibe “el permiso” para vivir una sexualidad libre de convencionalismos  y, finalmente, la invitación a la sinceridad: “Tienes que contarle quién eres”. Si de verdad ama a Cloe, no puede omitir su sombra. En este punto se inicia el desenlace de la historia, que sorprendentemente convertirá lo leído en la novela que Esteban escribió para sincerarse con Camila y que pone en manos de su amigo Pablo, quien la concluye y edita, ya que Esteban padece una terrible enfermedad (la innombrable, repulsiva y maldita como lo fue la lepra), la cual, según el esquema moral subyacente en el conflicto identitario planteado por la obra, constituye, en mi opinión, el precio final, es decir, “el castigo”.

          


  Apenas abordamos, por falta de tiempo, otras cuestiones muy interesantes que el autor trata con humor y fina ironía, como los intereses comerciales del mundillo editorial, con frecuencia desentendidos de la calidad literaria, o los amiguismos y zancadillas propios del ámbito laboral. Sí recalamos en personajes secundarios, a los que él confesó conceder gran importancia, como el entrañable Paulino y su conmovedora situación personal; Guadalupe Hincapié, la dulce muchacha colombiana; o Rosario Peñafría, a quien dejamos en coma, en muy incierta situación…


            Comenzamos a hablar de El antropoide antes de celebrar la tertulia y continuamos haciéndolo después  -ya he dicho que en este grupo nos gusta tanto hablar como leer ̶ , con nuestras dudas ya aclaradas y, por tanto, con otra mirada más comprensiva hacia el libro a pesar de los coribantes frigios y similares rarezas, gracias al privilegio de haber podido conversar tranquilamente con el autor. Sospecho, además, que esta novela no será la última obra suya que leamos ni esta tertulia la última a la que lo invitemos, pues la experiencia ha resultado sumamente enriquecedora y muy grata. En nuestro sofá siempre habrá un sitio para él.