miércoles, 25 de junio de 2025

El tiempo de las moscas

 (de Claudia Piñeiro)


Refrescantes como siempre nos llegan las palabras de Josune para aliviarnos los sofocos estivales. Gracias por tu crónica, querida nuestra. 


Reseña sobre El tiempo de las moscas, de Claudia Piñeiro

Coincidimos, en general, en considerar El tiempo de las moscas como una narración entretenida, que capta de inmediato el interés del lector y mantiene con eficacia una intriga cuyo desarrollo, un tanto forzado e inverosímil, lleva a cuestionarse su valor como “novela negra”, etiqueta que en principio le podría cuadrar. La obra contiene una suma de ficción, documentación teórica y reflexión que algunos alabaron y otros, en cambio, no acabamos de ver bien ensamblada.

Inés Experey, la protagonista, mató a la amante de su marido y ha estado por ello  durante quince años en la cárcel. Cumplida su condena, intenta llevar una vida normal y se dedica al control de plagas con una empresa propia (MMM, iniciales de Muerte, Mujeres y Mosca, el insecto preferido de Inés, sobre el que se nos proporciona exhaustiva información). El ofrecimiento, por parte de una clienta, Susana Bonar, de una importante cantidad de dinero a cambio de un veneno con el cual eliminar, según ella dice, a quien quiere llevarse a su marido, supone una gran tentación para Inés. Si aceptara, se despejaría económicamente su futuro a la vez que se resolvería el problema de la Manca, su socia y amiga, que ha de tratarse un bulto en el pecho y no dispone de capital para hacerlo con la urgencia que debería. Sin embargo, si el envenenamiento tuviera éxito y quedara relacionado con ella, podría volver a la cárcel, algo que de ningún modo se siente capaz de aceptar. Y así, con el fin de minimizar riesgos, ella misma y la Manca, investigadora privada, tratan de recoger información sobre la señora Bonar. El descubrimiento de que Laura, la hija de Inés, está relacionada con Susana incrementa la tensión de la intriga; sin embargo, esta flaquea con la sorprendente y atrevida estrategia ideada por Rody 2, primo y colaborador de la Manca, para sonsacar a Guillermina, la hija adolescente de Laura y nieta, por tanto, de Inés, cuya existencia esta desconocía.


La acción va creciendo a un ritmo trepidante y las piezas acaban de encajar al revelarse que Timo (antes Tamara), hijo de Susana Bonar e íntimo amigo de Guille, había cambiado de sexo, hecho que su madre no aceptó jamás. El chico acabó suicidándose y la señora Bonar culpó al colegio y sobre todo a Laura, la psicopedagoga. El veneno, en realidad, lo quería para vengarse de Laura matando a Dante, su bebé. La trama concluye en un desenlace que podemos considerar feliz: la oportuna intervención de Inés y la Manca evita la tragedia, Guille muestra interés por relacionarse con su abuela, de la que hasta ese momento nada sabía, y la Manca es intervenida y tratada a tiempo. Cabe destacar lo increíble que resulta el modo en que las dos amigas consiguen que el doctor Ortiz les devuelva el dinero cobrado por la operación y el tratamiento oncológico: amenazándolo con una pistola, ni más ni menos. Si, como alguien sugirió de pasada, hay sentido del humor en la novela, tal vez habría que valorar este episodio desde la comicidad. No se me ocurre otra explicación a semejante giro.

Al final de la tertulia mencionamos varias cuestiones en las que apenas habíamos recalado y que hubiera sido interesante y necesario comentar: la maternidad como experiencia conflictiva  ̶ así la vive Inés, que nunca se entendió con su madre ni tampoco con su hija ̶ , los capítulos en los que, a modo de tragedia clásica, interviene el coro y se abre un debate sobre lo que va aconteciendo, el tema del cambio de sexo en adolescentes… No profundizamos en nada de todo esto y, en cambio, sí nos detuvimos largamente en el controvertido asunto del lenguaje inclusivo, practicado por la autora en varias ocasiones (a través del narrador o de su protagonista) y que enlaza con el enfoque feminista subyacente en su novela y claramente explicitado en los capítulos de corte ensayístico. Indiqué entonces y repito ahora que ha sido la primera vez que he observado el desdoblamiento de género en una obra literaria, y me ha causado, tal como afirmé en la tertulia, una irritación superior incluso a la que me despierta esta práctica en la comunicación cotidiana. He detectado en su empleo la misma incongruencia que percibo en el uso oral, pero ahora con la ventaja de que, al aparecer negro sobre blanco, he podido subrayarla a fin de reflexionar sobre ella. Considero incongruente el desdoblamiento cuando se realiza al comienzo de un texto escrito, o de una intervención oral, y deja de hacerse en el desarrollo posterior en las palabras afectadas por la concordancia, fundamentalmente determinantes, adjetivos y participios en función adjetival. Sirva como ejemplo esta expresión presente en las últimas líneas de la página 90: «(…) juraría que la conductora del noticiero es una de los tantos y tantas retratados en el pasillo de la señora Bonar.» Si se toma la molestia de añadir “y tantas”, ¿por qué se conforma con el genérico en “retratados” y no completa con “retratadas”?


Otro ejemplo: al final de la página 96 y al principio de la 97 escribe «sus padres madres» y «los pibes y las pibas». En el último párrafo de esa misma página 97 aparece esto: «como hace un médico cuando te manda a un especialista». ¿Por qué no «como hace un médico o una médica cuando te manda a un o una especialista»?

Creo que son muy de agradecer estas “incongruencias” o “despistes”, porque, cuando la autora se emplea a fondo y lleva cuidado, el resultado es tan insufrible, a mi juicio, como el conseguido en la redacción del aviso de Inés a sus clientes de que interrumpe por unos días su servicio (páginas 110 y 111). Opino que la práctica incompleta de la medida obedece a la innecesaria artificiosidad que supone y frente a la cual la misma lengua parece defenderse conduciendo al emisor por la senda de la naturalidad.

Pertenezco a esa parte de la población que reivindica el uso del genérico (que no masculino) en aras de la economía del lenguaje y de su fluidez esencial, con el fin de facilitar al emisor del discurso la posibilidad de concentrar su atención en el contenido y en la corrección formal de las ideas que trata de expresar, liberado de la tediosa carga del desdoblamiento de género. Siempre me sentí incluida en el genérico; jamás se me ocurrió no estarlo, y la obsesión por el desdoblamiento no ha dejado de parecerme más una invención de carácter ideológico que un ajuste lingüístico. En la tertulia fuimos varios los valedores de esta postura, y recordamos, además, que ha sido avalada desde el principio por la RAE. El debate, por supuesto, surgió, y en él expusieron sus argumentos quienes defendieron como absolutamente necesario el lenguaje inclusivo en tanto concede a las mujeres una visibilidad lingüística de la que, en su opinión, carecían, y otorga justo protagonismo a la condición femenina en ámbitos de la realidad por ella dominados. La alusión al colectivo de enfermeras ilustró este planteamiento.

Debo resaltar la esclarecedora intervención de Lluís, quien, con su mesura y brillantez habituales, describió sus dudas sobre el tema, acrecentadas por el criterio de autorizadas voces feministas provenientes del mundo universitario que muestran su hartazgo por la obligación de esta práctica a la vez que denuncian su carácter de imposición. La polémica, por tanto, es real y, aunque desconocemos en qué sentido se resolverá, me pareció curioso que en las dos posturas exista el convencimiento de que es la otra la que está vencida.

Asumo la responsabilidad de haber dificultado, al abordar este asunto, un debate literario más completo sobre El tiempo de las moscas, y quiero insistir en el motivo: es la primera obra narrativa en la que he observado su aplicación, y el tema no me parece menor. Por otro lado, se me ocurren pocos lugares donde podamos polemizar con la libertad y el respeto con que lo hacemos en nuestro Sofá, y, al margen de cuánto nos haya gustado la novela y de la opinión que su calidad nos ha merecido, además de la amenidad de la trama y la variedad de sus reflexiones y propuestas temáticas, hemos de agradecerle a la autora que nos haya brindado la oportunidad de intercambiar opiniones sobre la controversia suscitada por la práctica del lenguaje inclusivo, mucho más compleja de lo que ha quedado referido en estas líneas. Seguro que dispondremos de otras ocasiones para continuar debatiendo.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Cuidar de ella

 (de Jean-Baptiste Andrea)


Recién salida del horno nos llega la reseña de Josune sobre la última novela que comentamos. Como siempre, gracias por tu prosa que nos hace revivir momentos tan literarios como amenos.



Reseña sobre Cuidar de ella, de Jean-Baptiste Andrea

                     No imaginaba que me sentaría a escribir sobre lo que comentamos en torno a Cuidar de ella cuando Italia, Roma y el Vaticano aparecen a todas horas en los medios informativos y la imponente Plaza de San Pedro se ha convertido en lugar de peregrinación para creyentes, turistas y corresponsales del mundo entero. Motivos religiosos y políticos convierten la muerte de un Papa en un acontecimiento de extraordinaria repercusión y en la excusa para la escenificación de una liturgia que, confesiones al margen, constituye todo un espectáculo y una oportunidad para contemplar edificios, frescos y esculturas de un valor y una belleza apabullantes. Ayer, en la tele, un periodista que se reconocía no creyente aludía a este hecho y venía a decir que, a falta de fe, la experiencia estética era el mejor y más intenso de los sucedáneos en el universo espiritual. Tal vez no le falte razón…

                     Resulta más que comprensible, pues, que el protagonista de la novela que nos ocupa, Michelangelo Vitaliani, Mimo, un hombre enano dotado de un excepcional talento para esculpir, lograra alcanzar éxito y reconocimiento bajo el cobijo de la Iglesia en la figura del entonces cardenal Pacelli (luego Papa Pío XII), y con el apoyo y mecenazgo de la poderosa familia Orsini. La obra, con claras resonancias de la picaresca, recuerda en algunos aspectos a El nombre de la rosa y a Bomarzo. A la primera, en tanto novela de aprendizaje y con un trasfondo filosófico y teológico; a la segunda, en el ambiente artístico, en las intrigas palaciegas y en las  peculiaridades del narrador, que en la obra de Mujica Láinez se trata de un jorobado, el duque Pier Francesco Orsini (reseñable coincidencia también la del apellido).

                     Cuidar de ella ha sido considerada por la mayoría de nosotros una novela entretenida, agradable y fácil de leer. Hubo quien justificó su decepción  por la superficialidad con que se perfila el contexto histórico y la inexactitud de algunas apreciaciones de carácter artístico, algo en lo que otros no habíamos reparado, habida cuenta de que nos hallamos ante una obra de ficción que, por más que aluda a hechos acontecidos a lo largo del siglo XX, no nos ha parecido una novela histórica. Es cierto que nadie la defendió como una creación sobresaliente y se entabló un interesante debate sobre si reúne o no la calidad exigible al galardón que ha recibido, nada menos que el Premio Goncourt de 2023. Parece que, en general, nos cuesta abandonar la inercia de creer que los premios célebres y prestigiosos avalan siempre la excelencia, cuando quienes conocen los entresijos de los mismos atestiguan el interés económico que persiguen,  de modo que las posibilidades de éxito comercial constituyen un criterio esencial en su concesión, sin que ello signifique, sin embargo, que las obras premiadas, si funcionan comercialmente, hayan de ser necesariamente malas. En absoluto. Creo que el asunto es más complejo que todo eso y, en cualquier caso, hablamos de la novela desde nuestra experiencia lectora, con o sin Goncourt.


                     El principal acierto de la obra radica posiblemente en la peculiar pareja protagonista: Mimo y la excéntrica Viola Orsini, dueña de una mente prodigiosa que condiciona su personalidad, su afán de conocimiento y sus anhelos de libertad, identificados con su obsesión por volar. Ella es la que va completando la formación y puliendo el talento de Mimo a través de los libros que le presta y al compartir con él sus amplios conocimientos y su sensibilidad artística. Con casi catorce años se hacen el mutuo juramento de “no dejarse caer ni decepcionarse nunca”, en tanto él la ayudará a volar y ella lo ayudará a él “a convertirse en el escultor más grande del mundo”. El relato se sostiene en la fortaleza de la amistad y el cariño que se profesan, a pesar de sus épocas de distanciamiento, ocasionados por enfados y traiciones puntuales. Cada uno de ellos será protagonista de su historia individual. Mimo logrará salir de la penuria y la marginación, y conocerá las mieles del éxito y los privilegios que conceden el dinero y el trato con los poderosos. Viola quedará maltrecha tras el fracaso de su empeño en volar e intentará someterse a las servidumbres impuestas por su clase social y su condición femenina. Ambos se traicionarán a sí mismos pero hallarán el modo de redimirse cuando el declive del fascismo y el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial están próximos. Viola jamás perdió la lucidez y supo verle las garras al monstruo desde el principio, mientras Mimo, entregado a una vida de excesos, dio rienda suelta a su genio creador y a la peor versión de sí mismo. Lo ocurrido en el acto de entrega de la medalla que lo convierte en miembro de la Real Academia de Italia obedece a un plan orquestado por Viola y ejecutado por su amigo como venganza a la ignominia y los horrores perpetrados por los nazis con el apoyo del fascismo italiano.

                     El otro gran acierto del libro radica en la habilidad con que la intriga que rodea a “ella” determina la estructura de la obra, de modo que la narración comienza cuando Mimo se halla a las puertas de la muerte en un monasterio en el que ha vivido durante cuarenta años sin haber pronunciado los votos. Algún misterio de carácter espiritual o sobrenatural se cierne sobre el personaje y sobre “ella”, y el interés crece cuando empezamos a conocer la historia del narrador desde sus orígenes. Por otro lado, la acción aparece perfectamente secuenciada y sin decaimiento, tras lo cual es fácil adivinar la experiencia cinematográfica de Jean-Baptiste Andrea como actor, director y guionista. Hay una gran plasticidad e innegable dinamismo en la sucesión de acontecimientos sin menoscabo de la forma, sustentada en un estilo cuidado y sencillo que contribuye a la fluidez del relato.

            Ya he señalado que hubo contraste de pareceres en la tertulia a propósito de la cuestión artística, superficial y poco documentada para algunos, mientras que otros ensalzamos el sutil detallismo con que se describen las esculturas realizadas por Mimo, como el san Pedro encargado por Pacelli o el san Francisco con expresión de estar experimentando cosquillas. Por otro lado, también resulta eficaz la alusión al asalto sufrido por la Pietà de Miguel Ángel por parte de Laszlo Toth y la hipótesis de que, en realidad, el húngaro quería atacar la Pietà Vitaliani, pero, como no la encontró, se lanzó contra la de Buonarotti. Al ver el peligro, el Vaticano decidió ocultarla, a “ella”, esa escultura cuya contemplación provoca extrañas y confusas reacciones, incluso excitación sexual. Se abre una investigación en la que llega a intervenir un exorcista.  El misterio, como en las intrigas de corte clásico, se desvela al final: “(…) el cuerpo yaciente es el de una mujer, por muy andrógina que sea, con clavículas de mujer, pecho de mujer, caderas de mujer. El ojo espera a un hombre, ve a un hombre, pero todos los sentidos registran una feminidad tanto más explosiva cuanto que es casi invisible, un hálito de vida roto por los fanáticos que lo han crucificado. Algunos espectadores lo aceptan y se encogen de hombros. Otros, en cambio, los más sensibles, experimentan una reacción violenta, que a veces se acerca al deseo, inexplicable, incongruente para quien no ha entendido, es decir, para todos. Buscaron al diablo, buscaron la ciencia y qué sé yo cuántas cosas, cuando solo estaba Viola. Viola, a quien yo mismo, sin querer, había traicionado y negado con tanta fuerza  como para hacer llorar a san Pedro.” (p. 448)

            Original resolución que, a mi juicio, no precisaba más, aunque son las siguientes líneas las que clausuran el asunto: “Me habíais encargado una Piedad para reconciliaros. La Virgen que llora el cuerpo maltrecho de Cristo. Pues aquí está: si el Cristo es sufrimiento, mal que os pese, el Cristo es una mujer.” (p. 449). Creo que el autor sucumbe a la tentación de un guiño feminista demasiado explícito y tal vez innecesario, pues el personaje de Viola encarna desde el principio la reivindicación de una libertad que le es negada. Su sueño de volar, su grave accidente cuando lo intenta, la identificación de sí misma con un “dodo” (ave que no vuela) constituyen en conjunto una metáfora evidente, desplegada en el hermoso poema interceptado por su necio y cruel marido, y que con insistencia reitera estas palabras: “Soy una mujer de pie”, y anima a la mujer del futuro, a aquella que ni siquiera ha nacido, a hacer lo que tantas otras hicieron antes: “caer de las nubes y volver a levantarte”.

Y así la Pietà Vitaliani, la obra cumbre de Mimo, se yergue en esta novela como la firme expresión del sufrimiento, la compasión, el amor y la belleza. Con “ella” su talentoso autor rescata de los escombros a quien fue su amiga leal, salvadora y mecenas, cuya mano, la primera vez que la tomó, lo convirtió en escultor  ̶ “(…) fue en ese momento, el de nuestras palmas aliadas en aquel conciliábulo de maleza y lechuzas, cuando me vino la intuición de que tenía algo que esculpir” ̶ , y la hace vivir para siempre al cincelar en una enigmática figura la marmórea firmeza de su alma, genuina y libre.


lunes, 24 de febrero de 2025

Un caballero en Moscú y La clase de griego

(de Amor Towles y Han Kang)


Doble reseña de las últimas lecturas que abordamos en nuestra tertulia. Gracias, Josune, por tus siempre bellísimos y acertados comentarios.



Reseña sobre Un caballero en Moscú, de Amor Towles

Un caballero en Moscú formará parte de la nómina de títulos que en nuestro Sofá ha suscitado un elogio unánime: coincidimos en apreciarla como una novela original, entretenidísima y de fácil y agradable lectura, cuyo extraordinario e inolvidable protagonista constituye el mayor de los aciertos. El conde Aleksandr Ilich Rostov salva la vida gracias a unos versos que se le atribuyen y que los bolcheviques interpretan como revolucionarios, de modo que la pena máxima le es conmutada por un arresto domiciliario en el mismo lugar donde vive desde hace casi cuatro años, el lujoso hotel Metropol de Moscú, próximo al Kremlin y al Teatro Bolshói.


El interrogatorio a que es sometido, previo al comienzo de la narración, anticipa el humor y la fina ironía como destacados ingredientes de la obra, acordes, además, con el talante del aristócrata, gran disfrutador de los placeres de la vida  ̶ la buena mesa, la lectura, la música, la conversación, la reflexión… ̶  y practicante de un admirable estoicismo con el que afronta las nuevas circunstancias sin amargura y sin menoscabo de su condición de caballero. Debe abandonar su lujosa y amplia suite para ocupar en el desván del edificio una habitación mucho más pequeña y modesta. Realiza una cuidada selección de sus muebles y objetos personales al tiempo que recapacita sobre los apegos humanos a las personas y a las cosas, desprendiéndose de lo que en esos momentos considera superfluo. Cabe destacar la importancia que le otorga a su escritorio, heredado de su padrino, el Gran Duque Demidov, quien, tras la muerte de los padres del conde, víctimas del cólera, se convirtió en su guardián y le explicó que “la adversidad se presenta adoptando diferentes formas; y que si uno no controla las circunstancias, se expone a que las circunstancias lo controlen a él.” Estas palabras se convertirán en un principio irrenunciable para Rostov, que hará gala de una templanza y una capacidad de adaptación extraordinarias. Bien es cierto que, además del equipaje moral materializado en ese bello mueble, sus patas contienen las monedas de oro que garantizarán sobradamente el sustento del aristócrata durante un confinamiento de más de treinta años.

El Metropol es un gran hotel que alberga varios establecimientos de restauración a los que el conde sigue acudiendo para disfrutar de la buena mesa y de los placeres etílicos: el Chaliapin, el Piazza, el Boiarski. Este último es mencionado como “el restaurante más elegante de Moscú, por no decir de toda Rusia.” Su chef, Emile Zhukovski, el maître, Andréi Duras, y el conde Rostov formarán un indisoluble Triunvirato en la época en que el conde trabajará junto a ellos como jefe de sala. El confinamiento le prohíbe pisar la calle, pero su temperamento sociable y curioso lo inmuniza contra el aislamiento. Su amistad con la hija de un burócrata ucraniano viudo, la pequeña Nina Kulikova, quien le pide que le enseñe “algunas de las reglas para ser princesa”, le permitirá conocer sorprendentes recovecos del hotel. Al cabo de los años el protagonista forma parte de una variada y original familia en la que con Emile, Andréi y Nina también figuran Marina (la costurera), Yaroslav (el barbero), Fátima (la florista),Vasili (el conserje), Arkadi (el recepcionista), Audrius (barman del Chaliapin) y la bella actriz Anna Urbanová, “la mujer esbelta como un sauce”, que se convertirá en su amante. Hay que mencionar también a Mishka, su íntimo amigo y compañero desde la universidad, que aparecerá en la historia de manera intermitente y que constituye un personaje esencial en la novela. Hombre cultísimo, infatigable lector, investigador literario y poeta, enamorado de Katerina y correspondido por ella hasta su muerte. Es Katerina quien cumple el encargo de hacerle llegar al conde una curiosa obra suya: el volumen, encuadernado en piel, de numerosas citas que recogen alguna alusión al PAN, como acto de desagravio a Chejov, ya que, por motivos de censura, Mishka se vio obligado a suprimir de una de las cartas personales de este autor la referencia a la extraordinaria calidad del pan de Berlín y el comentario de que los rusos que no habían viajado no sabían lo bueno que podía llegar a ser este básico alimento.

El tratamiento del tiempo es una destacada cualidad de la obra. Los hechos presentes aparecen perfectamente datados, al igual que sus recuerdos (los años vividos en Villa Holganza, la entrañable relación con su hermana Helena, muerta prematuramente, el desgraciado episodio del húsar y las nefastas consecuencias que desencadenó en la vida de Helena y en la suya propia…). La vida en el Metropol transcurre en paralelo a los acontecimientos históricos más relevantes de la primera mitad del siglo XX en Rusia, en Europa y en el mundo. Es decir, la peripecia del conde Rostov aparece muy bien contextualizada e incluso conectada con hechos históricos concretos sin necesidad de interrumpir la ficción con digresiones explicativas.

Y llegado este punto es imprescindible resaltar el otro gran acierto de Un caballero en Moscú: la figura del narrador, de índole un tanto cervantina (no en vano en la tertulia establecimos algún paralelismo entre el conde y don Quijote). Desde luego, como buen omnisciente, todo lo sabe y todo lo ve, pero también le gusta hacerse visible en el relato comentando con notas a pie de página determinadas situaciones, advirtiendo esto o lo otro al “avezado lector” o al “lector europeo”, y dando numerosas muestras de su habilidad en el manejo del humor y la ironía  ̶ maravillosa su alusión a los barrenderos como imprescindibles recogedores de desperdicios de toda clase ̶, responsables, junto con el carácter vitalista del conde, del tono amable dominante en la novela.

Dicho tono resulta compatible también con la perspectiva crítica latente en la obra, desplegada con la misma sutileza que los otros dos rasgos ya mencionados. Las alusiones al personaje del Obispo, en su espectacular ascenso desde mediocre camarero del Piazza a director del hotel, pasando, por supuesto, por el Boiarski y por la subdirección del Metropol junto a su superior, el señor Halecki, suelen combinar los tres elementos. Un ejemplo elocuente de ello lo constituye el episodio final en el que Rostov logra reducir y burlar al director (o camarada Leplevski) antes de su huida.

Son numerosas las alusiones culturales: obras literarias, musicales, cinematográficas… Además de su irrenunciable código del honor de aristócrata y caballero, la exquisita formación y sensibilidad artística del conde justifican en buena medida la fortaleza y la templanza que le son propias, así como la riqueza de su mundo interior. Muy interesante resulta la relación que mantiene con Ósip Ivánovich, el burócrata que acude a él para que le proporcione conocimientos que le serán imprescindibles en el ejercicio de sus obligaciones, y así, lo que comienza con unas sesiones didácticas se irá transformando en una buena amistad.

 En la segunda mitad de la novela destaca como muy importante el personaje de Sofia, la hija de Nina, a la que el conde cuidará como propia, convertido de forma inesperada en un padre feliz y orgulloso. La acción, que no decae en ningún momento, irá adquiriendo un ritmo de intensidad creciente a medida que nos aproximamos al desenlace: la joven Sofia, una prometedora pianista, aprovechará su viaje a París con la orquesta del Conservatorio para quedarse allí. Rostov contará con la colaboración de su amigo norteamericano Richard Vanderwhile, quien la acogerá en la embajada de Estados Unidos. Él mismo abandonará el Metropol ejecutando un plan perfecto inteligentemente urdido y se reunirá con Anna en Nizhni Nóvgorod, el lugar donde se hallaba Villa Holganza, la finca de los Rostov.

No deja de resultar admirable que una novela que supera las quinientas páginas y cuyo protagonista vive recluido en un hotel durante más de tres largas décadas resulte tan amena y estimulante. Rusia, Europa y el mundo han padecido durante todo ese tiempo algunos de los acontecimientos más terribles de la historia reciente, y el eco de los mismos se deja sentir en personajes y situaciones concretas de la obra. Pero afortunadamente el autor no ha sucumbido a la tentación del rigor historicista y ha preferido campar a sus anchas por el inmenso territorio de la ficción, el cual le permite abordar la realidad desde variadas perspectivas. Desconocemos si el conde Rostov está inspirado en alguien que existió o si es producto de la imaginación de Amor Towles, y en el fondo la cuestión resulta intrascendente. Lo importante es que ha adquirido la misma entidad que Ulises, don Quijote, Robinson Crusoe, Anna Karenina o los hermanos Karamazov, alentado por todos ellos y por el espíritu irreductible del mismísimo Montaigne, de cuyos Ensayos es capaz de extraer la esencia más valiosa y de transmitirla a los demás con sus actos y sus palabras. Sirva como muestra el fragmento que recoge lo que el conde expresa a Sofia, con la intención de calmar la inquietud de la muchacha, antes de partir hacia París: “Le había dicho que nuestra vida la dirigen las incertidumbres y que muchas son desalentadoras, incluso perturbadoras, pero que si perseveramos y conservamos un corazón generoso, es posible que se nos conceda un momento de lucidez suprema, un momento en el que todo cuanto nos ha sucedido se define, de pronto, como el desarrollo necesario de los acontecimientos, y nos hallamos ante el umbral de una vida completamente nueva, esa vida a la que siempre habíamos estado destinados.

Un par de páginas atrás, al comienzo del capítulo acertadamente titulado Apoteosis, se nos describe el contenido del equipaje que Aleksandr Ilich Rostov llevará consigo en su escapada: “(…)rebuscó hasta el fondo de su viejo baúl para recuperar la mochila que había utilizado en 1918 en su viaje de París a Villa Holganza. Al igual que entonces, esta vez sólo se llevaría lo imprescindible. Es decir, tres mudas de ropa, un cepillo de dientes y pasta dentífrica, Anna Karénina, el proyecto de Mishka y, por último, la botella de Château-neuf-du-Pape que tenía la intención de beberse el 14 de junio de 1963, cuando se cumplieran diez años de la muerte de su viejo amigo.”

Podría haber reproducido aquí muchas otras citas subrayadas en esta espléndida novela, pero he elegido estas dos para concluir porque creo que recogen muy bien el espíritu de la obra y de su asombroso protagonista. La primera, su inagotable confianza en la vida tal y como se despliega en su sorprendente devenir, y la segunda, la identificación de cuanto le resulta de verdad imprescindible para seguir adelante con serenidad y sin amargura: limpieza, un buen libro, el legado de su mejor amigo y el vino apropiado para recordarlo al cumplirse una década de su fallecimiento.

Ánimo firme y elevado, pulcritud, capacidad de disfrute, el alimento de la lectura y del recuerdo de los seres queridos. Con este equipaje dejamos a nuestro caballero dirigiéndose al rincón de la taberna donde lo espera la mujer esbelta como un sauce. En el escueto espacio de una mesa para dos celebran agradecidos su amor y el comienzo de su nueva vida.



Reseña sobre La clase de griego, de Han Kang

            Recuerdo bien la emoción que se respiraba en nuestro Sofá el pasado 27 de enero al referirnos a lo mucho que La clase de griego nos había gustado, a pesar de su rareza y dela dificultad que entraña su lectura. Intercambiamos numerosos comentarios sobre este bellísimo y excepcional libro. El asombro, la admiración y el entusiasmo revolotearon todo el tiempo en nuestro diálogo, igual que el empeño por comprender una obra tan compleja como cautivadora.

            Ya hemos aludido en otras ocasiones a la plasticidad de la novela como género, rasgo que permite al autor el atrevimiento de innovar en la creación de la obra con enorme libertad. Algunos experimentos narrativos han aupado títulos a los estantes de la gloria literaria más por la osadía de su propuesta que por la calidad del resultado final; no obstante, se les reconoce y agradece la valentía de haber arriesgado, y son ensalzados como modelos y referentes para intentos posteriores, muchos de ellos más certeros. En ocasiones, sin embargo, el afán de originalidad resulta tan desatinado que podemos encontrarnos con un invento poco consistente, una innovación al servicio de no se sabe bien qué, y entonces añoramos las fórmulas tradicionales de lasque una mano diestra se sirve para lograr  un relato sólido, interesante y fluido.

            De todos modos, es cierto que a veces aquello que el autor pretende comunicar exige una apuesta audaz y un compromiso radical con la palabra en sus variadas posibilidades de expresión, con lo cual la experimentación se hace imprescindible en tanto la forma literaria va fraguando en un extraordinario molde. A mi juicio, esto es lo que ocurre en La clase de griego, donde se produce una original mixtura entre narración, reflexión filosófica y existencial, y poesía, cuya justificación se halla en el propósito de mostrar la dificultad de la comunicación humana a través de un sorprendente personaje, una mujer de treinta y seis años abrumada por una triple pérdida: la de su madre, recientemente fallecida, la de la custodia de su pequeño hijo, y la del habla y la capacidad del lenguaje. Aislada en su silencio, busca la manera de recuperar esto último aprendiendo una lengua muerta como el griego antiguo, pues a los dieciséis años ya le había ocurrido lo mismo y pudo abandonar la mudez en la clase de francés al pronunciar “bibliothèque”: “Veinte años atrás, la había tomado por sorpresa que una lengua extranjera desconocida, y no la materna, quebrase su mutismo. Si ahora estaba aprendiendo griego antiguo en una academia privada era porque esta vez quería recuperar el habla por su propia voluntad.”


Se trata de alguien extremadamente sensible. En la consulta de su terapeuta refiere por escrito dos hechos esenciales que él supone relacionados. Por un lado, ha crecido escuchando que por poco no nace, ya que durante su gestación su madre enfermó de algo similar a la fiebre tifoidea y era probable que la medicación provocara graves daños en el feto, por lo que el médico le anunció que, llegado el momento, una inyección le provocaría el parto y la muerte del bebé. En contra de tales augurios el embarazo se desarrolló sin problemas y la niña nació completamente sana. Sin embargo, esa frase, “Por poco no vienes a este mundo”, dejó en ella la impresión de que la vida le había llegado por casualidad, como una contingencia entre las mil que podían acaecer.

Por otro lado, su primer recuerdo es el descubrimiento de los fonemas en su lengua materna. El terapeuta concluye: “¿No será que esa fascinación que sintió por la lengua, a tal punto que es el primer recuerdo que conserva, se debe a que supo de manera instintiva que el lazo que une el lenguaje y el mundo es terriblemente débil? Es decir, puede que esa atracción por la lengua se asemeje en su inconsciente a la sensación de peligro y fragilidad que percibe en el mundo.” No obstante, el razonamiento no acaba de convencerla. Ella no lo ve tan simple. El origen de su mutismo tiene más que ver con su deseo de ocupar el menor espacio posible, mientras que el uso de la lengua casi siempre supone una expansión. Con lo cual creo que la autora, al presentar el interior de esta mujer, trata de ejemplificar la tragedia de la incomunicación verbal en tanto ella no puede utilizar el mecanismo simbólico del lenguaje, y así no solo queda limitado su acceso al mundo y a los demás, sino también la percepción y el conocimiento de lo real y la comprensión de sí misma. Es como si le faltara entidad, incluso el permiso de existir, y deseara borrarse: “A veces no se siente como una persona, sino más bien como una sustancia, una materia sólida o líquida en movimiento. Cuando come arroz caliente, se siente arroz; cuando se lava la cara con agua fría, se siente agua. Al mismo tiempo es consciente de no ser ni arroz ni agua, sino que se siente como una materia dura y rígida que nunca se mezclará con ningún ser, vivo o no. Las únicas cosas que reclama con todas sus fuerzas al gélido silencio son la cara de su hijo, con el que se le permite pasar una noche cada dos semanas, y las palabras muertas en griego que escribe apuntando con fuerza el lápiz.

El drama del personaje solo puede ser expresado en toda su hondura a través de la intuición poética. Pienso que este es el mayor acierto de la autora, embarcada en esta novela en el propósito de transcribir literariamente la experiencia del silencio, de la incapacidad de hablar, en alguien que no es sordomudo. La audacia de la obra consiste en el intento de mostrarla desolación interior de la protagonista al percibir la realidad y experimentar sensaciones sin poder articular nada. El hilo de esta parte del relato es manejado desde el punto de vista de un narrador omnisciente.

La historia transcurre en Seúl. El profesor de griego es un coreano que, tras vivir quince años con su familia en Alemania y aquejado de una dolencia hereditaria que acabará en ceguera, consciente de la pérdida de autonomía a la que paulatinamente habrá de enfrentarse ,decide en la treintena regresara su país de origen movido por la esperanza de ver atenuada su indefensión con el cobijo de su lengua materna. Lo que en principio iba a ser una estancia de dos años se ha extendido a seis. Trabaja en una academia privada de Humanidades y ahí conoce a esa sorprendente y silenciosa alumna incapaz de decir una palabra. Su historia es relatada en primera persona.

En sus recuerdos aparecen mencionados, además de sus padres y su hermana soprano, la muchacha de la que se enamoró a sus diecisiete años, una joven sordomuda, hija del director de la clínica oftalmológica donde era tratada su dolencia, y su íntimo amigo, Joachim Grundell  ̶ el único personaje de la obra identificado con su nombre ̶ , quien, enfermo desde pequeño y desahuciado desde los catorce años, logra vivir hasta los treinta y siete. Estos dos personajes son destinatarios de las evocaciones que atañen a cada uno, de modo que la narración queda emocionalmente teñida de la imperiosa necesidad de comunicación, de intimidad, de relación humana, que experimenta el protagonista, agudizada por el vértigo que le causa la amenaza del aislamiento a que lo condenará la pérdida de la visión.

La prometedora relación con la chica se quebró cuando él, obsesionado con su futura ceguera, le expresó su deseo de oír su voz: “Algún día viviríamos juntos y, puesto que iba a quedarme ciego y no podría verte, necesitaba que me hablaras.” Ante su demanda, ella reaccionó con indignación echándolo de su lado y, semanas después, cuando él le pide perdón, le lanza un puñetazo a la cara y pronuncia, por primera y última vez, una amarga  e hiriente orden: “Sal de aquí”. Tal vez la dolorosa huella de aquella experiencia lo salva de no cometer el mismo error con la mujer de la academia. Desde el momento en que percibe la singularidad de esta, se empeña en no incomodarla, y creo que el desenlace de la obra, intenso, reconfortante y conmovedor, atestigua el cambio de actitud del protagonista.

En la tertulia comentamos lo que tienen en común tres de los cuatro personajes principales de La clase de griego: una grave merma sensorial, es decir, una dificultad importante en su relación con el mundo. Y en el caso de Joachim se da la condición más extrema, la de vivir con la permanente conciencia de la muerte, lo cual le concede una descarnada lucidez y un gran pragmatismo, que le lleva, por ejemplo, a desdramatizar la ceguera. Él, que vive con la amenaza del final, propone soluciones para que su amigo afronte su futura situación: “Aprende braille y ya está. Escribe poemas haciéndole agujeritos a un papel. Aprende a convivir con un magnífico perro labrador.” A los dos los une la filosofía como búsqueda de un significado de la existencia, de algún asidero racional y firme alejado de “ese mundo tambaleante” de la literatura que al profesor inicialmente le causa rechazo, pero a cuya fascinación acaba sucumbiendo.

También quisimos explicar el hecho antes mencionado de que solo aparezca el nombre de Joachim. Alguien sugirió la posibilidad de que a través de sus personajes la autora pretenda representarnos a todos, lo cual enlaza con el carácter simbólico, mágico incluso, que impregna esta novela; sin embargo, hubo quien apuntó una explicación médica al mutismo de la protagonista: un tipo de epilepsia que afecta a las áreas cerebrales relacionadas con el lenguaje. Por otro lado, contrastamos opiniones sobre si ella vive voluntariamente refugiada en el silencio o si, por el contrario, se trata de una situación sobrevenida que intenta superar. Y no olvidamos subrayar la condición de la lengua como representación de un mundo y configuradora a la vez de la forma y extensión de nuestro pensamiento, una cuestión muy importante en esta obra.

Y llegamos al final, a esas páginas trepidantes en que los dos protagonistas descubren que el lenguaje del amor, con todas sus contradicciones (“Tuve miedo. / No tuve miedo. / Tuve ganas de llorar. No quise llorar.”), está a su alcance, que ni la mudez ni la ceguera constituyen un obstáculo insalvable para  quien anhela la compañía íntima de otro ser humano, y se entrega al tacto, a la caricia, a la fuerza del deseo, al afán de sostener al otro, de salvarlo del aislamiento no buscado  ̶ el “filo acerado” de la espada mencionado en el capítulo inicial en alusión a la ceguera de Borges ̶ . “Allí donde no había luz ni voces, / entre astillas de corales que no habían soportado la presión, nuestros cuerpos trataban de subir a flote.”  Esta excepcional novela es finalmente un canto al amor como la esencia poderosa que nos hace humanos, derriba nuestros muros de dolor y nuestros límites, y nos completa en la unión y en el cobijo del abrazo enamorado.

 

 


 


domingo, 17 de noviembre de 2024

Nunca me abandones

 (de Kazuo Ishiguro)


Primera reseña del curso, como siempre a cargo de nuestra incombustible Josune. Aquí la tenéis.



            Comenzamos el pasado 21 de octubre nuestro curso tertuliano con una conversación interesantísima sobre Nunca me abandones, obra del Nobel Kazuo Ishiguro, escritor nacido en 1954 en Japón, pero formado en Inglaterra, adonde su familia se trasladó en 1960. La obra sorprendió a la mayoría de nosotros y provocó un contraste de opiniones a través de las cuales intentamos descubrir la propuesta esencial formulada por el autor en esta estremecedora y amarga distopía.

            Durante muchas páginas  ̶posiblemente demasiadas ̶  asistimos a la pormenorizada descripción de las relaciones entre un grupo de adolescentes cuya vida transcurre en el internado de Hailsham (Inglaterra). La narradora es Kathy H., quien, tal como afirma al comienzo del relato, situado a finales de la década de 1990, tiene treinta y un años y lleva más de once siendo “cuidadora”. Este último término adquiere sentido enseguida en esta primera página al referirse a los “donantes” de quienes se ocupa, y al mencionar “la cuarta donación”. Poco a poco iremos acumulando suficiente información sobre estos chicos  ̶ Kathy recuerda también episodios de su infancia ̶  para comprender su singularidad: carecen de familia, no podrán tener hijos y existen para convertirse en donantes de órganos hasta “completar”, o sea, morir (cabe destacar que el término “muerte” no aparece hasta bien avanzada la novela). En el capítulo 12  se alude con claridad a su condición de seres clonados de un original denominado “posible”. Poco después, con absoluta crudeza, Ruth formula una inquietante revelación: «Todos lo sabemos. Se nos modela a partir de gentuza. Drogadictos, prostitutas, borrachos, vagabundos. Y puede que presidiarios, siempre que no sean psicópatas. De ahí es de donde venimos.»

            Las personas encargadas de su cuidado e instrucción son sus “custodios” y el centro periódicamente recibe la visita de Madame, quien revisa las creaciones artísticas de los chicos y, al parecer, selecciona las mejores para integrarlas en “la Galería”. Los alumnos saben que la creatividad es clave en su formación y desarrollo, aunque ignoran por qué. Pero Tommy, por ejemplo, sufre al sentirse inferior a sus compañeros en ese terreno, hasta que la señorita Lucy lo tranquiliza al respecto, restándole valor al hecho de que sea menos creativo que los demás.

Debe señalarse el concepto de “aplazamiento”: circula el rumor de que una pareja realmente enamorada puede solicitar que se postergue el momento del inicio de las donaciones. Posiblemente las obras de arte creadas por ellos ayudarán a sus custodios a valorar la autenticidad de sus sentimientos y, en función de ello, satisfacer o no su demanda.

A mi parecer, resulta demasiado extensa la parte de la novela en la que lo narrado se centra en las relaciones entre los personajes, sobre todo los que se convierten en protagonistas: Kathy, Ruth y Tommy. La amistad, la inocencia, el egoísmo, los celos, el afán de protagonismo subyacen en sus comportamientos, mostrados y descritos con absoluto detalle. La otra objeción principal se refiere al estilo, caracterizado por una asepsia que despoja a las palabras de una mínima calidez e intención artística. Y es precisamente la planicie formal la que nos lleva a preguntarnos si ese rasgo, lejos de suponer ausencia de preocupación estética, falta de brillo en la elección del lenguaje, no revelará la voluntad por parte de Ishiguro de  utilizar la forma para incomodar, extrañar, sorprender negativamente al lector como constructor también de esta distopía. Hubo en la tertulia quienes se decantaron por esta interpretación y la justificaron desde la opinión de que estos seres clonados no son plenamente humanos, y por eso sus reacciones, reflejadas mediante una expresión tan neutra, nos parecen nimias; igual que nos choca que ninguno se rebele ante la crueldad de su destino. Esta resultó la cuestión más polémica de nuestro debate, ya que para otros la completa humanidad de los protagonistas queda fuera de toda duda.

Resulta esencial en la comprensión de la novela el  momento en que Tommy y Kathy llegan a la casa donde supuestamente vive Madame, y allí ella misma y la señorita Emily les explican cuanto ellos ignoran. Les aclaran que no existen los aplazamientos y cuál es el sentido de los trabajos artísticos: «(…) pensábamos que nos permitirían ver vuestra alma. O, para decirlo de un modo más sutil, para demostrar que teníais alma.»  A partir de aquí se van desvelando las claves de la concepción distópica y, al responder a las incógnitas planteadas por los chicos, ambas mujeres mencionan un mundo mucho peor del que ellos han conocido. Pienso que la narración da un giro sorprendente en este punto y eleva la gravedad del asunto central, puesto que, sin necesidad de detallarla, se alude a una realidad más terrible que aquella a la que pertenecen los protagonistas y sus instructores. Es decir, Hailsham constituye una excepción dentro del sistema, un lugar en el que un grupo de personas se subleva frente a la crueldad de las donaciones y trata de demostrar que esos muchachos son de verdad humanos, tienen alma, y poseen una singularidad individual expresada a través de la creatividad y el arte.

Conviene recordar algunos datos sobre el contexto en el que este sistema es ideado: después de la guerra, a comienzos de los años cincuenta, los avances científicos permiten vislumbrar la posibilidad de curar las enfermedades. Lo que le preocupaba a la gente era salvar sus vidas y las de sus seres queridos, y las donaciones suponían un remedio eficaz para numerosas enfermedades antes incurables. «De forma que durante mucho tiempo se os mantuvo en la sombra, y la gente hacía todo lo posible por no pensar en vuestra existencia. Y, si lo hacían, trataban de convencerse a sí mismos de que no erais realmente como nosotros. De que erais menos que humanos, y por tanto no había que preocuparse. Y así es como estaban las cosas hasta que irrumpió en escena nuestro pequeño movimiento.» Es decir, considerar no humanos a los seres clonados apacigua la mala conciencia de quienes se atreven a reflexionar sobre ello.

Poco después la señorita Emily explica en qué consistió el escándalo Morningdale, al que da nombre un científico que llevó demasiado lejos sus investigaciones, encaminadas a ofrecer la posibilidad de mejorar el físico y la inteligencia de los hijos. Tal propósito hizo resurgir un miedo antiguo, el de crear  seres superiores que llegarían a tener el poder en la sociedad, de manera que el experimento se detuvo. Y relata también que el afán reformador asumido por Hailsham fue perdiendo apoyos políticos y sociales y el centro acabó cerrando: «El mundo no quería que se le recordase cómo funcionaba realmente el programa de donaciones. No quería pensar en vosotros, los alumnos, o en las condiciones en que fuisteis traídos a este mundo. En otras palabras, queridos míos, quería que volvierais a las sombras.»

Reconozco la dificultad que me está suponiendo reseñar esta obra y reflejar cuanto comentamos sobre ella, y la verdad es que no sé por qué, puesto que no ha transcurrido tanto tiempo desde la tertulia y aquí tengo como apoyo mis notas. Tal vez hubiéramos precisado más información sobre el espinoso tema de la ingeniería genética, o puede que no sea solo cuestión de manejar más datos. Intuyo que saber más de lo que sabemos no nos ahorraría el vértigo y la desazón que nos provoca la contemplación de un mundo posible, muy avanzado en lo científico y lo tecnológico en detrimento de lo que nos hace más humanos: la lucidez y la compasión, la consciente y serena aceptación de nuestra naturaleza frágil, efímera y mortal.

Para ir concluyendo quiero referirme al título de la novela, que lo es también de una canción muy importante para Kathy. Seguramente la escena en que ella está bailando con los ojos cerrados abrazada a una almohada y descubre a Madame, que la contempla llorosa, es una de las más emotivas de la obra. La narradora expone lo que sentía en esos instantes: que la canción trataba de una mujer que había tenido un hijo, a pesar de que le habían dicho que eso no podría suceder, y lo apretaba contra su pecho con todas sus fuerzas, temerosa de que algo pudiera separarlos. Por eso repite «Nunca me abandones. Oh, baby, baby… Nunca me abandones…» En el encuentro final, Madame, que recuerda perfectamente la escena, le revela a Kathy el motivo de sus lágrimas: «Cuando te vi bailando aquella tarde, vi también algo más. Vi un mundo nuevo que se avecinaba velozmente. Más científico, más eficiente. Sí. Con más curas para las antiguas enfermedades. Muy bien. Pero más duro. Más cruel. Y veía a una niña, con los ojos muy cerrados, que apretaba contra su pecho el viejo mundo amable, el suyo, un mundo que ella, en el fondo de su corazón, sabía que no podía durar, y lo estrechaba con fuerza y le rogaba que nunca, nunca la abandonara. Eso es lo que yo vi. No te vi realmente a ti, ni lo que estabas haciendo. Pero te vi y se me rompió el corazón. Y jamás lo he olvidado.»

Creo que a Madame se le rompió el corazón porque a través de Kathy se vio a sí misma aferrándose a ese viejo mundo más amable que se está extinguiendo, y creo también que estos chicos  ̶ “pobres criaturas”, en palabras de la atribulada mujer ̶ son humanos. Utilizados vilmente, degradados a meros instrumentos al servicio de la buena salud de otros, condenados a una existencia custodiada, dirigida, acotada, carente de auténtica libertad y cercenada en sus expectativas, sí, pero humanos. Sienten, padecen, sueñan, experimentan ira y frustración,  recuerdan, aman, poco a poco despedazados y finalmente mueren.

Los del exterior, quienes, contagiados por la quimera científica de la omnipotencia, sostienen el perverso aparato de la clonación de donantes y se benefician del mismo, igualmente lo son. Y puede que esta evidencia sea la que se ha apoderado de mi ánimo al escribir estas líneas y justifique la dificultad con que esta vez estoy acometiendo una tarea que siempre me resulta muy grata. Lo afirmó alguien en la tertulia: hay libros que no existen para complacer, sino para inquietar e incomodar. Esta suele ser la intención de una distopía. Mencioné en nuestro Sofá lo mucho que a mis catorce años me impactó Un mundo feliz de Aldous Huxley, pero no me dejó ni de lejos un sabor tan amargo como Nunca me abandones. Seguramente porque con sesenta ya sé que algunas negras visiones son superadas con creces por la realidad y esa constatación me entristece y me asusta.

Sin embargo, el sol sale todos los días, las danas se esfuman, los charcos se se
can, la voluntad de muchos brazos aparta el barro, la luz de la mañana lo ilumina todo: la devastación, la cobardía, la irresponsabilidad, igual que la colaboración desinteresada, la generosidad, la compasión, la conciencia doliente de que ese horror pudo habernos caído encima a otros… El sol sale todos los días, también para Kathy, quien, en la escena final de la novela, se permite la pequeña fantasía de que su amigo Tommy, aunque haya muerto, no la ha abandonado, y con su recuerdo, al volante de su coche y dueña de sí misma, se encamina a su incierto destino. Quiero pensar que tal vez no se halle lejos el momento en que ella pueda comenzar a salir  para siempre de las sombras.






martes, 23 de julio de 2024

Lecciones

 (de Ian McEwan)

Como cierre del curso tertuliano y apertura de las vacaciones estivales, nuestra Josune nos refresca el cuerpo y la memoria con su reseña de la última novela de Ian McEwan. Aprovechamos para consignar aquí los resultados de la tradicional votación de fin de curso sobre la mejor obra y la mejor tertulia de la temporada: en ambas categorías se proclamó ganadora La mala costumbre, de Alana S. Portero. Es la primera vez que ocurre esta coincidencia, si mal no recuerdo.

Gracias por tus palabras, Josune.


Reseña sobre Lecciones, de Ian McEwan

            La última novela del británico Ian McEwan ha cerrado nuestro curso tertuliano. Lecciones es la tercera obra suya que leemos en nuestro Sofá y, aunque en general ha gustado, no ha suscitado un elogio unánime y para algunos ha resultado excesiva en su extensión, así como densa y algo tediosa en determinados pasajes.Yo he disfrutado muchísimo con esta ambiciosa obra que pretende fundir  ̶ y creo que casi siempre lo logra con éxito- la peripecia vital del protagonista, Roland Baines, con los acontecimientos históricos más destacados de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad, de modo que resulta inevitable la identificación del personaje como alter ego del autor, teniendo en cuenta, además, que el propio McEwan ha reconocido el origen biográfico de algún episodio.

            La Segunda Guerra Mundial, el nazismo y el movimiento “Rosa Blanca”, la crisis de Suez, la de los misiles en Cuba, la vida en la RDA, la caída del Muro de Berlín, el gobierno de Margaret Thatcher, Chernobyl, el Brexit y la pandemia aparecen como trasfondo de la existencia de Roland Baines, su familia, y los numerosos personajes de esta novela. Se nos ofrece un recorrido por los últimos setenta años, una información detallada de algunos hechos de los que quizá no guardemos más que un recuerdo superficial y que adquieren relevancia en la obra en tanto ayudan a explicar el rumbo, las decisiones y los padecimientos de esos personajes, dotados de una verosimilitud y humanidad incuestionables. Creo que este rasgo constituye un valor esencial y le permite al autor tratar a fondo temas universales como las relaciones paternofiliales y sus conflictos, la trascendencia en la edad adulta de las heridas sufridas en la infancia, o la a menudo difícil compatibilidad entre la vida y el arte.

            Aunque son varios los personajes que sostienen el desarrollo de la trama y despiertan el interés del lector, las peculiaridades del protagonista son las que permiten la complejidad temática de la novela. A Roland Baines no le falta talento para la música, la escritura, o el deporte, pero sí constancia para entregarse por completo a alguno de esos ámbitos. Refractario a la disciplina y el orden, fantasioso y aventurero, optará por una formación autodidacta basada en una experiencia itinerante y muy rica. Alguien en la tertulia lo calificó de gris y aburrido, opinión que fue discutida y junto a la que  también nos referimos a él como conciliador, generoso, capaz de salir adelante, y, a fin de cuentas, afortunado, pues, a pesar de todo, está rodeado de buenos amigos y conoce el verdadero amor.


            La novela tiene un comienzo impactante con la alternancia de dos acontecimientos: el recuerdo del episodio de la profesora de piano en la infancia de Roland y el abandono del hogar por parte de Alissa, su mujer, dejándolo solo a cargo de Lawrence, su pequeño hijo de siete meses. La nota que él encuentra en la almohada aclara que Alissa no tiene intención de volver: “No intentes localizarme. Estoy bien. No es culpa tuya. Te quiero, pero esto es definitivo. He estado viviendo una vida equivocada. Intenta perdonarme, por favor.” La policía interviene investigando tan repentina y en apariencia inexplicable desaparición. Las pesquisas se interrumpen cuando no hay duda de que la marcha de la mujer ha sido voluntaria y, en efecto, no tiene vuelta atrás. A partir de ese momento la narración alternará el presente de Roland con la referencia a sus orígenes familiares y a los de Alissa Eberhardt, junto al recuerdo de la relación que mantuvo en su adolescencia con Miriam Cornell, su profesora de piano, una mujer profundamente desequilibrada que le descubrió los placeres del sexo desde una actitud de patológica posesión. Esta experiencia será determinante en sus relaciones sentimentales posteriores, y le llevará mucho tiempo contemplarla con objetividad y aceptar que de niño fue víctima de un abuso en toda regla. No obstante, frente a la posibilidad, muchos años después, de desenterrar el episodio y denunciarla, Roland no lo hace, pues asume su propia responsabilidad en el consentimiento de lo que estaba ocurriendo cuando ya era un muchacho.

            Roland recuerda su infancia en Trípoli, donde su padre estaba destinado, y las incógnitas en torno a su universo familiar. Tiene dos hermanos mayores, Henry y Susan, que viven en Inglaterra y que son fruto del primer matrimonio de su madre con un soldado muerto en la guerra. La aparición, en la parte final de la novela, de Robert Cove, su desconocido hermano, aclarará esas incógnitas al tiempo que explicará la indeleble tristeza de Rosalind, su madre. Con su marido en el frente y con dos hijos pequeños inició una relación con el sargento Baines y quedó embarazada. Todo debió llevarse en secreto; de haberse sabido, Baines podía ser sometido a un consejo de guerra.  Rosalind dio en adopción al niño que tuvo en 1942, y en 1944, tras quedar viuda, se casó con el sargento. “¿Ordenó y dispuso el sargento Baines que los hijos de Rosalind fueran a otra parte a fin de despejar el terreno para su aventura? ¿Insistió en dar el bebé en adopción para salvar su carrera militar? (…) Si Roland se incluía a sí mismo y su internado, entonces los cuatro hijos de Rosalind fueron expulsados, desterrados a sus nuevos destinos. Con cada partida, Rosalind debía de haber llorado. Él vio cómo le temblaban los hombros cuando se marchaba aquella vez que sus padres lo dejaron en el autobús para que fuera a su escuela nueva. Ella debía de haber pensado entonces en los otros tres niños y haberse preguntado cómo había permitido que ocurriera de  nuevo.

            Este es el episodio que McEwan reconoce como autobiográfico. No en vano el libro está dedicado a sus tres hermanos y titulado muy oportunamente con una palabra que alude, transparente y sencilla, al aprendizaje que nos va deparando la vida, en su impredecible laberinto de azarosas circunstancias y decisiones conscientes. Creo que uno de los momentos más emotivos de la obra lo constituye precisamente la comprensión del sufrimiento de Rosalind y del peso de su secreto por parte de sus hijos.  Dicha comprensión no borra el daño experimentado, no modifica los hechos ni disminuye la crueldad de lo acontecido, pero permite contemplar la propia existencia y la de los demás con una mirada compasiva. Descubrir una razón, construir un relato explicativo sobre lo que antes nos causó desconcierto y dolor no altera lo sucedido, pero sí su percepción, y es esta la que opera un cambio en nosotros mismos.

            En Lecciones están trenzadas numerosas e interesantes vidas condicionadas, como ya he indicado, por los acontecimientos históricos que las enmarcan. Cabe destacar, por ejemplo, la de Jane Farmer, la madre de Alissa, una mujer singular, dotada para la escritura y autora de unos diarios reflejo de su gran talento, que acabó renunciando a sus aspiraciones individuales y dedicándose a su familia:“Jane decidió su destino en el hogar. (…) No llegó a ir a la universidad como su hermano, no llegó a ser una autora publicada (…). No fue hasta que Heinrich y ella se hubieron mudado al norte, en 1955, cuando empezó a aceptar que había acabado con una vida segura y un matrimonio aburrido.” Y así, parece que su renuncia hizo mella en su carácter en forma de aspereza y cierta desilusión que apreciaban quienes mejor la conocían. Para su hija, su frustración e infelicidad eran evidentes, y pienso que una de las escenas más intensas y duras de la novela la constituye la conversación entre Jane y Alissa, cuando esta va a verla y le explica los motivos para dejar a su familia. Alissa le reprocha con absoluta crudeza haber crecido en torno a su amargura y a su sensación de fracaso: “No llegaste a ser escritora. Lo que te tocó a cambio fue la maternidad. No me odiabas. Lo sobrellevabas. Pero apenas lo tolerabas, esta vida de segunda fila.” Y le confiesa no estar dispuesta a repetir la historia, por eso abandona a su marido y a su hijo, y a ella, su madre, también: “¡No pienso hundirme! Voy a rescatarme. ¡Y de paso es posible que hasta te rescate a ti!” La decisión de Alissa obedece a su voluntad de cumplir con su vocación de escritora con absoluta ambición y entrega, ya que su deseo es convertirse en la mejor novelista de su generación, propósito que logrará cumplir y que será la razón de que Roland la perdone: “Que te dejen por la causa de una obra mediocre sería el insulto definitivo. (…) Sí, la perdoné porque era buena, incluso brillante. Para lograrlo tuvo que abandonarnos”.

            A pesar del sufrimiento que su marcha le causó a él y sobre todo a Lawrence (en una ocasión el niño le preguntó a su padre: “¿Se fue porque yo era malo?”), Roland la comprende y la perdona de verdad, y se empeña en que su hijo no sienta rencor hacia ella. En el personaje de Alissa y en su comportamiento, radical y extremo (se niega a ver a Lawrence cuando este va a visitarla), McEwan vierte el conflicto que puede experimentar el artista al tener que elegir entre la creación y las servidumbres de la vida. Para Alissa no hay conciliación posible. Actuar como madre la hubiera llevado a la infelicidad de no dar rienda suelta a su talento, de no ejecutar su destino. Ella siente que quedarse a vivir “una vida equivocada” hubiera causado en su familia una desdicha mucho mayor que la acarreada por su abandono. De hecho, Roland y Lawrence sobreviven y, gracias a la proximidad de la encantadora y generosa Daphne y su familia, lo hacen con orden y en un verdadero hogar.

           


Creo que la novela está muy bien concluida, con la salvedad del extraño e incluso ridículo episodio de la disputa por las cenizas de Daphne. Roland ha llegado a su vejez arropado por la familia que formaron entre los dos, Daphne y él: los hijos de ambos y sus nietos. Alissa ha vivido dedicada por entero a la literatura, bastante aislada del mundo y de las relaciones sociales. En su madurez admite que se arrepiente de no haber recibido a su hijo en su casa años atrás. Consigue que se publiquen los diarios de Jane, cumpliendo así el vaticinio que le hiciera a su madre de rescatarla tal vez también a ella. Porque esos diarios son una maravilla. En su lectura Roland reconoce el talento que los sostiene: “Su don para saber cómo un buen detalle iluminaba el conjunto tenía el destello de una inteligencia vital. La prosa de Alissa también conseguía ese efecto. Mientras que él se limitaba a enumerar experiencias, madre e hija les daban vida.

            Lecciones es, a mi juicio, un libro profundo y hermoso, conmovedor en lo que tiene de relato del lento, irregular y sorprendente aprendizaje que nos depara la existencia. Es un repaso a los acontecimientos más relevantes de los últimos setenta años, prácticamente la vida del autor, cuya amplísima cultura queda muy bien sugerida a través de Roland, fantasioso, polifacético, aventurero, perplejo, conciliador. Es también una red de personajes creíbles por su humanidad y su instinto de supervivencia, sometidos al orden temporal y al inesperado devenir de  la experiencia.

En una obra de la psiquiatra y tanatóloga Elisabeth Kübler-Ross leí lo siguiente: “Los acontecimientos de la vida son cronológicos, pero las lecciones nos llegan cuando las necesitamos.”  Subyace en esta curiosa y muy discutible reflexión la sugestiva idea de que nuestra existencia es un aprendizaje que obedece a un plan misteriosamente orquestado por un sentido cabal que propicia, en el fondo y aunque no lo parezca, aquello que más nos conviene. Y no puedo dejar de ver en este libro de McEwan una apuesta similar: el empeño en comprender lo que fuimos y cuanto hicimos, así como lo que fueron y cuanto hicieron los demás, desde la aceptación serena y compasiva. De entre las muchas lecciones que encierra la novela, es esta, tan reconfortante y alentadora, la que por encima de todas me gustaría recordar siempre.


martes, 4 de junio de 2024

El retrato de casada

 (de Maggie O'Farrell)

Por segunda vez nos sumergimos en la hechizante prosa de Maggie O'Farrell, tras el buen sabor de boca que nos dejó Hamnet, y de nuevo la no menos mágica narrativa de nuestra Josune nos relata cómo fue la tertulia. Gracias, como siempre.



Hamnet  nos descubrió a una autora sorprendente que con El retrato de casada ha logrado cautivar de nuevo a casi todos los lectores de “El Sofá”. Pongo por delante las excepciones, que incidieron en la falta de interés por lo narrado y en el excesivo número de páginas al servicio de una historia merecedora de un desarrollo bastante más escueto. A juicio de la mayoría, Maggie O’Farrell ha vuelto a crear una novela fascinante, tanto como Hamnet; para algunos, todavía más.

            Cabe destacar varias similitudes entre ambas obras: están inspiradas en sendos acontecimientos históricos sobre los que se desconocen muchos datos; dichos acontecimientos nos transportan a épocas no del todo coincidentes pero sí próximas; el estilo constituye un eficaz instrumento y un valor en sí mismo, dotado de un lirismo y una precisión descriptiva asombrosamente imbricados; por último, el uso del presente en muchas de las secuencias narrativas confiere al relato una viveza e inmediatez que convierten al lector en privilegiado testigo de cuanto acontece. Quizá la relevancia que el arte pictórico adquiere en El retrato de casada subraya en ella este último rasgo, hasta el punto de que no son pocos los momentos en que leemos y a la vez contemplamos.

            Lucrezia, quinta hija del gran duque Cosimo de Medici, es la protagonista indiscutible de la historia. Su fuerte y peculiar personalidad desde pequeña recuerda a la extraña y cautivadora Agnes, la madre de Hamnet, por lo que es preciso incidir en la habilidad y la belleza con que ambos personajes están creados, en su naturaleza apasionada, libre e indómita, y la extraordinaria lucidez que gobierna sus decisiones, así como en la atmósfera de excepcionalidad y misterio que las envuelve desde su nacimiento (en el caso de Lucrezia, desde su concepción). De todos modos, aunque el contexto histórico es más que evidente y a lo largo de la narración hallamos sobradas muestras del exhaustivo trabajo de documentación realizado por la autora, creo que en ambas novelas la balanza se inclina hacia la ficción, terreno en el que Maggie O’Farrell se desenvuelve con verdadera maestría.

            El retrato de casada gira en torno al matrimonio concertado entre la jovencísima Lucrezia (quien sustituye a su hermana Maria tras el fallecimiento de esta) y Alfonso d’Este, duque de Ferrara, doce años mayor.El temor a ser asesinada por su enigmático marido está presente desde el primer capítulo. Se espera de ella que conciba con prontitud, como digna hija de su fecundísima madre, pues Alfonso necesita un heredero que garantice la continuidad del título que ostenta. Sobre ambos personajes recae, por tanto, una responsabilidad que condiciona por completo su lugar en el mundo y el vínculo que los une, de manera que el deseo, la atracción o la posibilidad del amor van quedando desplazados por la obsesiva persecución de tener descendencia. En este sentido, tanto Lucrezia como Alfonso son piezas de un orden social establecido que limita su libertad y marca su destino.

            La historia se va construyendo desde el presente con frecuentes saltos hacia atrás en los ambientes palaciegos de Florencia y Ferrara, y la autora ofrece al comienzo de cada capítulo la localización espaciotemporal de cuanto se narra en él. Esa precisión se hace imprescindible al principio, hasta que la trama se yergue de tal modo que el lector podría ubicarse fácilmente sin dicha referencia. En El palazzo de Florencia Lucrezia forma parte de una numerosa familia marcada por la armonía conyugal de sus padres. A ella, peculiar e inquieta desde pequeña, se le dispensa un trato diferente. Sus gritos y gruñidos perturban a sus hermanos, por lo que su madre decide que pase mucho tiempo en la zona de las cocinas, al cuidado del ama de cría y vigilada por Emilia, su pequeña hija, quien jugando con ella se quemó la cara al caerle encima una olla de agua hirviendo (“si una de las dos tenía que quedar desfigurada, mejor que fuera yo”, le dice Emilia a Lucrezia años después al identificarse y relatarle el episodio).


El gran duque Cosimo, aficionado a coleccionar animales salvajes, posee un pequeño zoológico en los sótanos del palazzo, la Sala dei Leoni, que sus cinco hijos visitarán una noche guiados por él y donde Lucrezia quedará prendada de la última adquisición, una espectacular tigresa con la que entabla un silencioso diálogo contemplándose mutuamente con fijeza y a la que no puede resistir la tentación de acariciar: “Lucrezia sintió la tristeza, la soledad que emanaba, el impacto de ser arrancada de su hogar (…) Percibió los mordiscos de los latigazos que le habían dado, el amargo anhelo del vaporoso y húmedo dosel de la selva y los irresistibles túneles verdes del sotobosque que eran sus dominios; el dolor ardiente en el pecho por los barrotes que ahora la encerraban. ¿No había esperanza?, parecía preguntarle la tigresa. ¿Me quedaré aquí para siempre? ¿Jamás volveré a casa?” (p. 52). Podría afirmarse que lo que experimenta al mirar a ese bello animal cautivo es un anticipo de lo que sentiría al verse a sí misma en su vida futura, atrapada en un matrimonio impuesto en el que no acaba de manejarse, con lo que el episodio adquiere un evidente valor simbólico y premonitorio.

También cabe destacar el impacto que le causa escuchar casualmente la conversación entre su padre, el duque, y Vitelli, su consejero, y que le descubre la propuesta del duque de Ferrara de que su hijo, tras el inesperado fallecimiento de Maria, su prometida, se case con su hermana Lucrezia: “Empezó a sentir miedo: el miedo la cubrió como el musgo a las piedras. Era como si algo o alguien se le hubiera acercado sigilosamente y ahora lo tuviera en la espalda. (…) Era algo oscuro y gelatinoso, con una forma indefinida y cambiante; no tenía ojos, pero sí una boca abierta que emitía un aliento húmedo y gaseoso. Sin mirar atrás, supo que era la muerte. De repente comprendió que moriría si este matrimonio seguía adelante, en ese instante quizá o tal vez después, pero pronto. Jamás se libraría de ese espectro, de esa sombra de su propia muerte.” (p. 81)

La intensidad de la novela se asienta en la tensión construida desde el rechazo de Lucrezia a ese compromiso por considerarlo el camino seguro hacia su aniquilación. Se resiste cuanto puede a ese matrimonio; sin embargo, solo conseguirá retardarlo, y esto con la complicidad de su aya, la fiel Sofia. Su nueva vida como duquesa de Ferrara constituye para ella el drástico final de su niñez y la abrupta irrupción en un mundo cuyas reglas va acatando aun sin comprenderlas, un mundo regido por hombres poderosos, como su desconcertante marido, capaces de mostrar atención y delicadeza junto con la mayor brutalidad. Su perspicacia la hará recelar desde el principio del siniestro Leonello Baldassare, íntimo amigo y consejero del duque. Contará con la confianza y el afecto de Elisabetta, una de sus cuñadas, prisionera como ella de su propio destino, quien abandonará el castello rota de dolor y de odio infinito hacia Alfonso por haber ordenado que su amante fuera estrangulado hasta la muerte en su presencia.

Resulta esencial en la historia el retrato de Lucrezia que Alfonso encarga a un pintor, Sebastiano Filippi, el Bastiniano. Ella posee desde niña gran sensibilidad artística y un extraordinario talento para el dibujo; en Ferrara seguirá pintando sobre pequeñas tablas de madera. Ese es su don y al ejercitarlo se siente libre. No me parece casual que el desenlace de la novela esté muy relacionado con el encargo del retrato y quienes participan en su ejecución. Y fue precisamente el final de la obra lo que resultó más polémico y desencadenó un interesante debate en nuestra tertulia, por inesperado y alejado de la realidad histórica. Sabemos que Lucrezia de Medici llegó a la corte de Ferrara ya casada y convertida en duquesa a los quince años y murió apenas un año después, quizá envenenada. En la novela Lucrezia va teniendo cada vez más evidencias de que morirá a manos de su marido o de alguno de sus servidores, pues no logra quedar encinta. Jacopo, uno de los ayudantes del Bastiniano, a quien ella, en un encuentro casual y antes de conocer su identidad, salvó la vida, es quien la ayuda a escapar de La fortezza, y es a Emilia, acostada en la misma cama que su señora, a quien matan. En este punto adquieren mayor sentido las palabras de la desventurada  sirvienta al recordar el episodio de la olla de agua hirviendo: “mejor que fuera yo”. Entonces quedó desfigurada; ahora le tocó morir en su lugar.


He indicado al principio que por más que unos hechos acaecidos en pleno Renacimiento italiano hayan dado pie a la escritura de El retrato de casada, nos hallamos ante una obra de ficción. De nuevo, como ya sucediera en Hamnet, Maggie O’Farrell despliega su enorme talento narrativo, descriptivo y fabulador para hacernos vibrar con un relato que contiene acontecimientos de una insoportable crueldad y violencia, y a través de un personaje protagonista que encarna la fuerza inconmensurable de la libertad y de la vida frente a la negra sombra de un destino aciago. No se trata ni mucho menos de un final feliz: la fiel y servicial Emilia es asesinada en el lugar de Lucrezia; por tanto, ni feliz, ni tranquilizador, y absolutamente injusto y terrible. Pero es ahí, en ese desenlace inesperado, donde la autora se vale de la ficción para ejecutar su venganza sobre la crueldad de la historia.

Una vez más la literatura sostiene la invención como compensación y consuelo. De nuevo la obra literaria se muestra cómplice de la imaginación como salida, como radical y denodada enmienda a lo real, como el alentador e infinito horizonte de lo posible.