(de Amor Towles y Han Kang)
Doble reseña de las últimas lecturas que abordamos en nuestra tertulia. Gracias, Josune, por tus siempre bellísimos y acertados comentarios.
Reseña
sobre Un caballero en Moscú, de Amor
Towles
Un caballero en Moscú formará parte de la nómina de títulos que en nuestro Sofá ha suscitado un elogio unánime: coincidimos en apreciarla como una novela original, entretenidísima y de fácil y agradable lectura, cuyo extraordinario e inolvidable protagonista constituye el mayor de los aciertos. El conde Aleksandr Ilich Rostov salva la vida gracias a unos versos que se le atribuyen y que los bolcheviques interpretan como revolucionarios, de modo que la pena máxima le es conmutada por un arresto domiciliario en el mismo lugar donde vive desde hace casi cuatro años, el lujoso hotel Metropol de Moscú, próximo al Kremlin y al Teatro Bolshói.
El
interrogatorio a que es sometido, previo al comienzo de la narración, anticipa
el humor y la fina ironía como destacados ingredientes de la obra, acordes,
además, con el talante del aristócrata, gran disfrutador de los placeres de la
vida ̶ la buena mesa, la lectura, la
música, la conversación, la reflexión… ̶
y practicante de un admirable estoicismo con el que afronta las nuevas
circunstancias sin amargura y sin menoscabo de su condición de caballero. Debe
abandonar su lujosa y amplia suite
para ocupar en el desván del edificio una habitación mucho más pequeña y
modesta. Realiza una cuidada selección de sus muebles y objetos personales al
tiempo que recapacita sobre los apegos humanos a las personas y a las cosas,
desprendiéndose de lo que en esos momentos considera superfluo. Cabe destacar
la importancia que le otorga a su escritorio, heredado de su padrino, el Gran
Duque Demidov, quien, tras la muerte de los padres del conde, víctimas del
cólera, se convirtió en su guardián y le explicó que “la adversidad se presenta adoptando diferentes formas; y que si uno no
controla las circunstancias, se expone a que las circunstancias lo controlen a
él.” Estas palabras se convertirán en un principio irrenunciable para
Rostov, que hará gala de una templanza y una capacidad de adaptación
extraordinarias. Bien es cierto que, además del equipaje moral materializado en
ese bello mueble, sus patas contienen las monedas de oro que garantizarán sobradamente
el sustento del aristócrata durante un confinamiento de más de treinta años.
El
Metropol es un gran hotel que alberga varios establecimientos de restauración a
los que el conde sigue acudiendo para disfrutar de la buena mesa y de los
placeres etílicos: el Chaliapin, el Piazza, el Boiarski. Este último es
mencionado como “el restaurante más
elegante de Moscú, por no decir de toda Rusia.” Su chef, Emile Zhukovski,
el maître, Andréi Duras, y el conde Rostov formarán un indisoluble Triunvirato en la época en que el conde
trabajará junto a ellos como jefe de sala. El confinamiento le prohíbe pisar la
calle, pero su temperamento sociable y curioso lo inmuniza contra el
aislamiento. Su amistad con la hija de un burócrata ucraniano viudo, la pequeña
Nina Kulikova, quien le pide que le enseñe “algunas
de las reglas para ser princesa”, le permitirá conocer sorprendentes recovecos
del hotel. Al cabo de los años el protagonista forma parte de una variada y
original familia en la que con Emile, Andréi y Nina también figuran Marina (la
costurera), Yaroslav (el barbero), Fátima (la florista),Vasili (el conserje),
Arkadi (el recepcionista), Audrius (barman del Chaliapin) y la bella actriz
Anna Urbanová, “la mujer esbelta como un
sauce”, que se convertirá en su amante. Hay que mencionar también a Mishka,
su íntimo amigo y compañero desde la universidad, que aparecerá en la historia de
manera intermitente y que constituye un personaje esencial en la novela. Hombre
cultísimo, infatigable lector, investigador literario y poeta, enamorado de
Katerina y correspondido por ella hasta su muerte. Es Katerina quien cumple el
encargo de hacerle llegar al conde una curiosa obra suya: el volumen,
encuadernado en piel, de numerosas citas que recogen alguna alusión al PAN,
como acto de desagravio a Chejov, ya que, por motivos de censura, Mishka se vio
obligado a suprimir de una de las cartas personales de este autor la referencia
a la extraordinaria calidad del pan de Berlín y el comentario de que los rusos
que no habían viajado no sabían lo bueno que podía llegar a ser este básico
alimento.
El
tratamiento del tiempo es una destacada cualidad de la obra. Los hechos
presentes aparecen perfectamente datados, al igual que sus recuerdos (los años
vividos en Villa Holganza, la entrañable relación con su hermana Helena, muerta
prematuramente, el desgraciado episodio del húsar y las nefastas consecuencias
que desencadenó en la vida de Helena y en la suya propia…). La vida en el
Metropol transcurre en paralelo a los acontecimientos históricos más relevantes
de la primera mitad del siglo XX en Rusia, en Europa y en el mundo. Es decir,
la peripecia del conde Rostov aparece muy bien contextualizada e incluso
conectada con hechos históricos concretos sin necesidad de interrumpir la ficción
con digresiones explicativas.
Y
llegado este punto es imprescindible resaltar el otro gran acierto de Un
caballero en Moscú: la figura del narrador, de índole un tanto
cervantina (no en vano en la tertulia establecimos algún paralelismo entre el
conde y don Quijote). Desde luego, como buen omnisciente, todo lo sabe y todo
lo ve, pero también le gusta hacerse visible en el relato comentando con notas a
pie de página determinadas situaciones, advirtiendo esto o lo otro al “avezado lector” o al “lector europeo”, y dando numerosas
muestras de su habilidad en el manejo del humor y la ironía ̶ maravillosa su alusión a los barrenderos
como imprescindibles recogedores de desperdicios
de toda clase ̶, responsables, junto con el carácter vitalista del conde, del
tono amable dominante en la novela.
Dicho
tono resulta compatible también con la perspectiva crítica latente en la obra,
desplegada con la misma sutileza que los otros dos rasgos ya mencionados. Las
alusiones al personaje del Obispo, en su espectacular ascenso desde mediocre
camarero del Piazza a director del hotel, pasando, por supuesto, por el Boiarski y por la subdirección del Metropol
junto a su superior, el señor Halecki, suelen combinar los tres elementos. Un ejemplo
elocuente de ello lo constituye el episodio final en el que Rostov logra
reducir y burlar al director (o camarada Leplevski) antes de su huida.
Son
numerosas las alusiones culturales: obras literarias, musicales,
cinematográficas… Además de su irrenunciable código del honor de aristócrata y
caballero, la exquisita formación y sensibilidad artística del conde justifican
en buena medida la fortaleza y la templanza que le son propias, así como la
riqueza de su mundo interior. Muy interesante resulta la relación que mantiene
con Ósip Ivánovich, el burócrata que acude a él para que le proporcione
conocimientos que le serán imprescindibles en el ejercicio de sus obligaciones,
y así, lo que comienza con unas sesiones didácticas se irá transformando en una
buena amistad.
En la segunda mitad de la novela destaca como
muy importante el personaje de Sofia, la hija de Nina, a la que el conde
cuidará como propia, convertido de forma inesperada en un padre feliz y
orgulloso. La acción, que no decae en ningún momento, irá adquiriendo un ritmo de
intensidad creciente a medida que nos aproximamos al desenlace: la joven Sofia,
una prometedora pianista, aprovechará su viaje a París con la orquesta del
Conservatorio para quedarse allí. Rostov contará con la colaboración de su
amigo norteamericano Richard Vanderwhile, quien la acogerá en la embajada de
Estados Unidos. Él mismo abandonará el Metropol ejecutando un plan perfecto inteligentemente
urdido y se reunirá con Anna en Nizhni Nóvgorod, el lugar donde se hallaba
Villa Holganza, la finca de los Rostov.
No
deja de resultar admirable que una novela que supera las quinientas páginas y
cuyo protagonista vive recluido en un hotel durante más de tres largas décadas
resulte tan amena y estimulante. Rusia, Europa y el mundo han padecido durante
todo ese tiempo algunos de los acontecimientos más terribles de la historia
reciente, y el eco de los mismos se deja sentir en personajes y situaciones
concretas de la obra. Pero afortunadamente el autor no ha sucumbido a la
tentación del rigor historicista y ha preferido campar a sus anchas por el
inmenso territorio de la ficción, el cual le permite abordar la realidad desde
variadas perspectivas. Desconocemos si el conde Rostov está inspirado en
alguien que existió o si es producto de la imaginación de Amor Towles, y en el
fondo la cuestión resulta intrascendente. Lo importante es que ha adquirido la
misma entidad que Ulises, don Quijote, Robinson Crusoe, Anna Karenina o los
hermanos Karamazov, alentado por todos ellos y por el espíritu irreductible del
mismísimo Montaigne, de cuyos Ensayos
es capaz de extraer la esencia más valiosa y de transmitirla a los demás con
sus actos y sus palabras. Sirva como muestra el fragmento que recoge lo que el
conde expresa a Sofia, con la intención de calmar la inquietud de la muchacha,
antes de partir hacia París: “Le había
dicho que nuestra vida la dirigen las incertidumbres y que muchas son
desalentadoras, incluso perturbadoras, pero que si perseveramos y conservamos
un corazón generoso, es posible que se nos conceda un momento de lucidez
suprema, un momento en el que todo cuanto nos ha sucedido se define, de pronto,
como el desarrollo necesario de los acontecimientos, y nos hallamos ante el
umbral de una vida completamente nueva, esa vida a la que siempre habíamos
estado destinados.”
Un
par de páginas atrás, al comienzo del capítulo acertadamente titulado Apoteosis, se nos describe el contenido
del equipaje que Aleksandr Ilich Rostov llevará consigo en su escapada: “(…)rebuscó hasta el fondo de su viejo baúl
para recuperar la mochila que había utilizado en 1918 en su viaje de París a
Villa Holganza. Al igual que entonces, esta vez sólo se llevaría lo
imprescindible. Es decir, tres mudas de ropa, un cepillo de dientes y pasta
dentífrica, Anna Karénina, el proyecto de Mishka y, por último, la botella de
Château-neuf-du-Pape que tenía la intención de beberse el 14 de junio de 1963,
cuando se cumplieran diez años de la muerte de su viejo amigo.”
Podría
haber reproducido aquí muchas otras citas subrayadas en esta espléndida novela,
pero he elegido estas dos para concluir porque creo que recogen muy bien el
espíritu de la obra y de su asombroso protagonista. La primera, su inagotable
confianza en la vida tal y como se despliega en su sorprendente devenir, y la
segunda, la identificación de cuanto le resulta de verdad imprescindible para
seguir adelante con serenidad y sin amargura: limpieza, un buen libro, el
legado de su mejor amigo y el vino apropiado para recordarlo al cumplirse una década
de su fallecimiento.
Ánimo
firme y elevado, pulcritud, capacidad de disfrute, el
alimento de la lectura y del recuerdo de los seres queridos. Con este equipaje
dejamos a nuestro caballero dirigiéndose al rincón de la taberna donde lo
espera la mujer esbelta como un sauce.
En el escueto espacio de una mesa para dos celebran agradecidos su amor y el
comienzo de su nueva vida.
Reseña
sobre La clase de griego, de Han Kang
Recuerdo bien la emoción que se respiraba en nuestro Sofá
el pasado 27 de enero al referirnos a lo mucho que La clase de griego nos
había gustado, a pesar de su rareza y dela dificultad que entraña su lectura.
Intercambiamos numerosos comentarios sobre este bellísimo y excepcional libro. El
asombro, la admiración y el entusiasmo revolotearon todo el tiempo en nuestro
diálogo, igual que el empeño por comprender una obra tan compleja como
cautivadora.
Ya hemos aludido en otras ocasiones a la plasticidad de
la novela como género, rasgo que permite al autor el atrevimiento de innovar en
la creación de la obra con enorme libertad. Algunos experimentos narrativos han
aupado títulos a los estantes de la gloria literaria más por la osadía de su
propuesta que por la calidad del resultado final; no obstante, se les reconoce
y agradece la valentía de haber arriesgado, y son ensalzados como modelos y
referentes para intentos posteriores, muchos de ellos más certeros. En
ocasiones, sin embargo, el afán de originalidad resulta tan desatinado que
podemos encontrarnos con un invento poco consistente, una innovación al
servicio de no se sabe bien qué, y entonces añoramos las fórmulas tradicionales
de lasque una mano diestra se sirve para lograr un relato sólido, interesante y fluido.
De todos modos, es cierto que a veces aquello que el
autor pretende comunicar exige una apuesta audaz y un compromiso radical con la
palabra en sus variadas posibilidades de expresión, con lo cual la
experimentación se hace imprescindible en tanto la forma literaria va fraguando
en un extraordinario molde. A mi juicio, esto es lo que ocurre en La clase de griego, donde se produce una original
mixtura entre narración, reflexión filosófica y existencial, y poesía, cuya
justificación se halla en el propósito de mostrar la dificultad de la
comunicación humana a través de un sorprendente personaje, una mujer de treinta
y seis años abrumada por una triple pérdida: la de su madre, recientemente
fallecida, la de la custodia de su pequeño hijo, y la del habla y la capacidad
del lenguaje. Aislada en su silencio, busca la manera de recuperar esto último
aprendiendo una lengua muerta como el griego antiguo, pues a los dieciséis años
ya le había ocurrido lo mismo y pudo abandonar la mudez en la clase de francés al
pronunciar “bibliothèque”: “Veinte años atrás, la había tomado por
sorpresa que una lengua extranjera desconocida, y no la materna, quebrase su
mutismo. Si ahora estaba aprendiendo griego antiguo en una academia privada era
porque esta vez quería recuperar el habla por su propia voluntad.”
Se trata de alguien extremadamente sensible. En la consulta de su terapeuta refiere por escrito dos hechos esenciales que él supone relacionados. Por un lado, ha crecido escuchando que por poco no nace, ya que durante su gestación su madre enfermó de algo similar a la fiebre tifoidea y era probable que la medicación provocara graves daños en el feto, por lo que el médico le anunció que, llegado el momento, una inyección le provocaría el parto y la muerte del bebé. En contra de tales augurios el embarazo se desarrolló sin problemas y la niña nació completamente sana. Sin embargo, esa frase, “Por poco no vienes a este mundo”, dejó en ella la impresión de que la vida le había llegado por casualidad, como una contingencia entre las mil que podían acaecer.
Por
otro lado, su primer recuerdo es el descubrimiento de los fonemas en su lengua
materna. El terapeuta concluye: “¿No será
que esa fascinación que sintió por la lengua, a tal punto que es el primer
recuerdo que conserva, se debe a que supo de manera instintiva que el lazo que
une el lenguaje y el mundo es terriblemente débil? Es decir, puede que esa
atracción por la lengua se asemeje en su inconsciente a la sensación de peligro
y fragilidad que percibe en el mundo.” No obstante, el razonamiento no acaba
de convencerla. Ella no lo ve tan simple. El origen de su mutismo tiene más que
ver con su deseo de ocupar el menor espacio posible, mientras que el uso de la
lengua casi siempre supone una expansión. Con lo cual creo que la autora, al
presentar el interior de esta mujer, trata de ejemplificar la tragedia de la
incomunicación verbal en tanto ella no puede utilizar el mecanismo simbólico del
lenguaje, y así no solo queda limitado su acceso al mundo y a los demás, sino
también la percepción y el conocimiento de lo real y la comprensión de sí misma.
Es como si le faltara entidad, incluso el permiso de existir, y deseara
borrarse: “A veces no se siente como una
persona, sino más bien como una sustancia, una materia sólida o líquida en
movimiento. Cuando come arroz caliente, se siente arroz; cuando se lava la cara
con agua fría, se siente agua. Al mismo tiempo es consciente de no ser ni arroz
ni agua, sino que se siente como una materia dura y rígida que nunca se
mezclará con ningún ser, vivo o no. Las únicas cosas que reclama con todas sus
fuerzas al gélido silencio son la cara de su hijo, con el que se le permite
pasar una noche cada dos semanas, y las palabras muertas en griego que escribe
apuntando con fuerza el lápiz.”
El
drama del personaje solo puede ser expresado en toda su hondura a través de la
intuición poética. Pienso que este es el mayor acierto de la autora, embarcada
en esta novela en el propósito de transcribir literariamente la experiencia del
silencio, de la incapacidad de hablar, en alguien que no es sordomudo. La
audacia de la obra consiste en el intento de mostrarla desolación interior de
la protagonista al percibir la realidad y experimentar sensaciones sin poder articular
nada. El hilo de esta parte del relato es manejado desde el punto de vista de un
narrador omnisciente.
La
historia transcurre en Seúl. El profesor de griego es un coreano que, tras vivir
quince años con su familia en Alemania y aquejado de una dolencia hereditaria
que acabará en ceguera, consciente de la pérdida de autonomía a la que
paulatinamente habrá de enfrentarse ,decide en la treintena regresara su país de
origen movido por la esperanza de ver atenuada su indefensión con el cobijo de
su lengua materna. Lo que en principio iba a ser una estancia de dos años se ha
extendido a seis. Trabaja en una academia privada de Humanidades y ahí conoce a
esa sorprendente y silenciosa alumna incapaz de decir una palabra. Su historia
es relatada en primera persona.
En
sus recuerdos aparecen mencionados, además de sus padres y su hermana soprano,
la muchacha de la que se enamoró a sus diecisiete años, una joven sordomuda,
hija del director de la clínica oftalmológica donde era tratada su dolencia, y
su íntimo amigo, Joachim Grundell ̶ el
único personaje de la obra identificado con su nombre ̶ , quien, enfermo desde
pequeño y desahuciado desde los catorce años, logra vivir hasta los treinta y
siete. Estos dos personajes son destinatarios de las evocaciones que atañen a
cada uno, de modo que la narración queda emocionalmente teñida de la imperiosa
necesidad de comunicación, de intimidad, de relación humana, que experimenta el
protagonista, agudizada por el vértigo que le causa la amenaza del aislamiento
a que lo condenará la pérdida de la visión.
La
prometedora relación con la chica se quebró cuando él, obsesionado con su
futura ceguera, le expresó su deseo de oír su voz: “Algún día viviríamos juntos y, puesto que iba a quedarme ciego y no
podría verte, necesitaba que me hablaras.” Ante su demanda, ella reaccionó
con indignación echándolo de su lado y, semanas después, cuando él le pide
perdón, le lanza un puñetazo a la cara y pronuncia, por primera y última vez,
una amarga e hiriente orden: “Sal de aquí”. Tal vez la dolorosa huella
de aquella experiencia lo salva de no cometer el mismo error con la mujer de la
academia. Desde el momento en que percibe la singularidad de esta, se empeña en
no incomodarla, y creo que el desenlace de la obra, intenso, reconfortante y
conmovedor, atestigua el cambio de actitud del protagonista.
En
la tertulia comentamos lo que tienen en común tres de los cuatro personajes
principales de La clase de griego:
una grave merma sensorial, es decir, una dificultad importante en su relación
con el mundo. Y en el caso de Joachim se da la condición más extrema, la de
vivir con la permanente conciencia de la muerte, lo cual le concede una
descarnada lucidez y un gran pragmatismo, que le lleva, por ejemplo, a
desdramatizar la ceguera. Él, que vive con la amenaza del final, propone
soluciones para que su amigo afronte su futura situación: “Aprende braille y ya está. Escribe poemas haciéndole agujeritos a un
papel. Aprende a convivir con un magnífico perro labrador.” A los dos los
une la filosofía como búsqueda de un significado de la existencia, de algún
asidero racional y firme alejado de “ese
mundo tambaleante” de la literatura que al profesor inicialmente le causa
rechazo, pero a cuya fascinación acaba sucumbiendo.
También
quisimos explicar el hecho antes mencionado de que solo aparezca el nombre de
Joachim. Alguien sugirió la posibilidad de que a través de sus personajes la
autora pretenda representarnos a todos, lo cual enlaza con el carácter
simbólico, mágico incluso, que impregna esta novela; sin embargo, hubo quien
apuntó una explicación médica al mutismo de la protagonista: un tipo de
epilepsia que afecta a las áreas cerebrales relacionadas con el lenguaje. Por
otro lado, contrastamos opiniones sobre si ella vive voluntariamente refugiada
en el silencio o si, por el contrario, se trata de una situación sobrevenida
que intenta superar. Y no olvidamos subrayar la condición de la lengua como
representación de un mundo y configuradora a la vez de la forma y extensión de
nuestro pensamiento, una cuestión muy importante en esta obra.
Y
llegamos al final, a esas páginas trepidantes en que los dos protagonistas
descubren que el lenguaje del amor, con todas sus contradicciones (“Tuve miedo. / No tuve miedo. / Tuve ganas de
llorar. No quise llorar.”), está a su alcance, que ni la mudez ni la
ceguera constituyen un obstáculo insalvable para quien anhela la compañía íntima de otro ser
humano, y se entrega al tacto, a la caricia, a la fuerza del deseo, al afán de
sostener al otro, de salvarlo del aislamiento no buscado ̶ el “filo
acerado” de la espada mencionado en el capítulo inicial en alusión a la
ceguera de Borges ̶ . “Allí donde no
había luz ni voces, / entre astillas de corales que no habían soportado la
presión, nuestros cuerpos trataban de subir a flote.” Esta excepcional novela es finalmente un canto
al amor como la esencia poderosa que nos hace humanos, derriba nuestros muros
de dolor y nuestros límites, y nos completa en la unión y en el cobijo del
abrazo enamorado.
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