viernes, 29 de julio de 2022

Nuevo 2x1: La vida normal y Feliz final

 (de Dulce Maria Cardoso e Isaac Rosa, respectivamente)


Con las vacaciones de verano nos llegan las reseñas de la dos últimas tertulias, un impagable 2x1 que nos regala Josune para refrescarnos la memoria y el resto de nuestra acalorada anatomía. Gracias, como siempre, insigne cronista.


La vida normal, de Dulce Maria Cardoso (tertulia celebrada el 10 de mayo de 2022).


La vida normal nos descubrió a una autora interesante, Dulce Maria Cardoso, y nos trasladó a un país muy similar al nuestro. Lo pienso a menudo, que estamos muy cerca en todo, que casi somos lo mismo, habitantes de ese perfil peninsular que delimita y pone rostro a la vieja Europa, aquejados de un complejo de inferioridad difícil de superar y de un muy arraigado orgullo que aún no manejamos con suficiente eficacia.

La novela se lee con gusto, sin ninguna dificultad, de lo cual es en buena parte responsable su estilo, cuidado, dotado de fuerza, originalidad y lirismo, y que logra ensamblar perfectamente narración y diálogos aun en ausencia de verbo introductor y de guiones. El relato fluye entonado por una voz clara y potente que nos ofrece, a partir de una “vida normal”, la de Eliete, el retrato de tres generaciones: la suya, nacida en los primeros años sesenta, así como la de su madre y su abuela. Coincidimos en señalar, sin embargo, el modo un tanto sorprendente en que el personaje de la madre queda arrinconado, y lamentamos la escasa atención que se le concede.

 La narradora, una mujer de mediana edad, dedicada a su trabajo y a su familia, se ve en la tesitura de ocuparse de su abuela con demencia, primero acogiéndola en su casa e ingresándola en una residencia después. Este hecho inicia un exhaustivo recorrido por su memoria en una situación delicada para ella: siente que sus hijas, jóvenes e independientes, ya no la necesitan, y tampoco con su marido se encuentra en su mejor momento. Vive en un país aupado a la  modernidad con el amparo de la UE sobre los rescoldos de un pasado al que los jóvenes parecen ajenos y que ella evoca con ternura y melancolía.

Las relaciones familiares han incorporado el móvil y las redes sociales como un escenario en el que cada uno muestra o modifica con mayor o menor atrevimiento su identidad y como fuente de información para los demás que desplaza a la conversación directa. Son frecuentes las reflexiones de Eliete a propósito de lo que descubre en el Instagram de su hija menor, Inês, o en el Facebook de Jorge, su marido. Ella misma sucumbirá a la tentación de darse de alta en Tinder y lo hará precisamente en una noche muy especial, la de la victoria de Portugal sobre Francia en la final de la Eurocopa de 2016. En La vida normal los referentes históricos y sociológicos adquieren gran relevancia, y este acontecimiento deportivo es aprovechado por la autora como emblema de la revancha que una especie de azar justiciero acaba permitiendo a los que se consideran menos (pobres, corrientes, anodinos…). “Portugal es el campeón de Europa, hoy se ha hecho historia”, exclamaban los comentaristas, y para los emocionados televidentes “Portugal ya no era un país pequeño”. Qué fácil me resulta trasladarme al sentimiento compartido por millones de españoles cuando se celebraron las Olimpiadas del 92 (se cumplen ahora treinta años) o tras la victoria de la selección de fútbol en el Mundial de 2010… Lo he afirmado al principio: qué parecidas son nuestras tribus (si es que no son la misma, insisto). Y en el fondo de la euforia triunfal, Eliete afirma: “Me sentí sola, inhumanamente sola. Ya no era por no poder sintonizar con los demás (…), sino por estar sola en casa cuando todo el mundo estaba festejando en la calle, eso era un hecho.”

A partir de ahí la narradora emprende la aventura de convertirse en Mónica (“Mónica no era yo, pero tampoco podía decir que fuese mi contrario.”) y frecuenta Tinder como un juego cada vez más adictivo. Hubo contraste de pareceres en la tertulia sobre la verosimilitud de esta parte de la novela, no tanto por los hechos en sí como por la credibilidad que dábamos a esas experiencias en Eliete. Es decir, el comportamiento de Mónica es perfectamente posible, lo que resulta, en mi opinión, más que dudoso es el cambio operado en Eliete. La descripción detallada de cómo se entablan esas relaciones, las reflexiones sobre la infidelidad, el engaño o la culpa se aproximan en este tramo del relato a una crónica más sociológica que particular. Los perfiles de Eliete, nítidos al principio, se difuminan para darle realce a lo generacional, donde caben conductas, reivindicaciones y cuestionamientos de lo más diverso y contradictorio. Próximo el final, su historia con Duarte resulta algo más coherente, pero aún nos aguarda la última sorpresa, la revelación, Sagrado Corazón mediante, del vínculo de la protagonista con Salazar, mencionado en las primeras líneas de la novela.


A casi todos nos sorprendió este desenlace, que convierte al pintoresco personaje del abuelo saltimbanqui en mera invención. Varios juzgamos forzada e innecesaria esta pirueta argumental, explicada por otro contertulio en el contexto simbólico que cabe adjudicarle a la novela: el dictador trasciende su paternidad concreta y se erige en patriarca de todo un país y de un modo de ser y estar en el mundo, y los portugueses de hoy no acaban de saber sacudirse del todo su legado. Desde esta lectura el desenlace adquiere otro sentido que ya había sido apuntado en la obra y cierra el círculo insinuado un tanto misteriosamente en las primeras líneas de la novela: “Yo soy yo y Salazar que se joda. Un dictador gobierna Portugal durante casi medio siglo, y casi otro medio pasa desde su muerte hasta que aparece en mi vida.

Novela recomendable, en definitiva, de grata lectura, más meritoria en su tono evocador de un pasado en el que, pese a todo, se asienta la auténtica identidad de una “vida normal” del Portugal de nuestros días, que en su faceta de crónica de una modernidad social incierta y cuestionada.


Feliz final, de Isaac Rosa (tertulia del 28 de junio de 2022).


        Concluimos este curso comentando Feliz final, de Isaac Rosa, con una interesantísima tertulia en la que hubo contraste de pareceres, interpretaciones varias, sentido del humor y algo que se da con frecuencia en nuestro sofá: intervenciones que muestran la identificación entre lo leído y lo vivido, mediante la expresión de sentimientos provocados por una ficción construida como un buen simulacro de realidad. De las muchas razones por las que quienes somos lectores seguimos leyendo y difícilmente dejaremos de hacerlo, me parece esencial la que a mi juicio mejor explica esta experiencia y es la necesidad imperiosa de saber que no estamos solos y el sorprendente regalo de, además de saberlo, poder sentirlo. La buena literatura nos recuerda una y otra vez que nunca seremos los únicos destinatarios de un sufrimiento grande o una dicha inmensa. La buena literatura atestigua una y otra vez que eso tan tremendo o tan maravilloso le ha sucedido a alguien más.

            Por encima de las diferentes valoraciones vertidas en nuestro diálogo sobre la obra de Isaac Rosa, todas cabales y bien fundadas, creo que hubo acuerdo en describir Feliz final como una novela sobre el tema del amor y la pareja, en este caso narrada desde la ruptura hasta el comienzo de la relación (de ahí el título), pasando por el desgaste, la decepción, la culpa, los mutuos reproches, el sufrimiento causado al otro, la infidelidad, los cambios acarreados por el ejercicio de la paternidad, sin olvidar la pasión, el deseo y el sexo, y la voluntad de durar (“Nosotros íbamos a envejecer juntos”). El autor no se deja fuera nada relacionado con la experiencia de la vida en pareja.


Alguien la calificó, pienso que con gran acierto, como “una historia tristísima”, pues emociones y sentimientos negativos son mostrados con absoluta crudeza, y contrastan amargamente con la convicción inicial de los amantes de que pasarían la vida juntos. Es también la crónica de un doloroso fracaso construida de un modo muy original: se apoya en la alternancia del discurso interior de los protagonistas escenificando un diálogo imposible en el que cada uno expone su particular versión de las situaciones y hechos mencionados, con frecuencia a modo de réplica a lo afirmado antes por el otro. El engranaje estructural se capta de inmediato, por lo que en principio parece innecesario el cambio de letra para identificar con claridad a cada uno, hasta llegar a un punto en que se  advierte lo erróneo de esta apreciación. Me estoy refiriendo a esas páginas, divididas en dos columnas, cuya lectura requiere esfuerzo añadido y se apoya en la guía de la variación tipográfica, y, ya próximo el final de la novela, es decir, llegado el momento del comienzo feliz y prometedor, el cambio de letra resulta imprescindible para distinguir las dos voces, fusionadas en el mismo párrafo como lo están los apasionados amantes en una voluntad de unión dichosa y duradera. Lo señalé en la tertulia e insisto en ello ahora: creo que la original forma de composición del relato constituye un valor fundamental y le permite al autor encarnar en dos seres humanos concretos y muy creíbles la fascinante complejidad de la vida de una pareja actual.

Al final del libro Isaac Rosa da las gracias entre otros “a quienes compartieron conmigo sus experiencias, inquietudes y reflexiones amorosas”, y reconoce de manera explícita que en su novela “resuenan ideas” de una larga lista de autores, lo cual demuestra su propósito de construir una historia anclada en la realidad. No obstante, hubo en la tertulia quienes expresaron su decepción ante la superficialidad de los personajes frente al amor, y calificaron algunas de sus reacciones como más propias de una serie televisiva de última hornada que de la vida misma. Así que la conversación que


mantuvimos resultó tan interesante o más que la propia novela y nos llevó a repasar algunos de los lugares comunes que parece imposible evitar cuando reflexionamos sobre las parejas, como por ejemplo el  diferente modo de afrontar la crianza de los hijos, la gran repercusión de los problemas laborales y económicos en la armonía conyugal (muy bueno el detalle de la gráfica), la tendencia masculina a no consumar una ruptura sin tener preparado “el recambio”, el egoísmo de uno de los miembros de la pareja con la consiguiente soledad del otro al asumir las obligaciones impuestas por el cuidado de los niños, el sufrimiento de estos a causa de la separación…

Creo que nos referimos si no a todo, a casi todo lo que puede suscitar una obra que aborde este tema y, al margen de la variedad de nuestras apreciaciones y de la estimación recibida por la novela, me parece justo reconocerle el mérito de haber clausurado con un Feliz final el presente curso tertuliano.

¡Buenas vacaciones a todos! Volvemos a vernos a principios del otoño…




Como cada final de temporada, hicimos en la última reunión una votación para determinar cuál nos había parecido la mejor obra que habíamos leído este curso y cuál la mejor tertulia, que no tienen por qué coincidir (de hecho, nunca han coincidido). Como ganadoras quedaron Llévame a casa, de Jesús Carrasco como mejor novela, y El adversario, de Emmanuel Carrère como mejor tertulia. 


martes, 26 de abril de 2022

Doble reseña: El adversario y Punto de cruz

 (de Emmanuel Carrère y Jazmina Barrera, respectivamente)

Tenemos una vez más la suerte de contar con una increíble oferta de 2x1, dos reseñas en una misma entrada. Josune nos resume y comenta lo que se habló en  las dos últimas tertulias, la de El adversario, de Emmanuel Carrère, allá por febrero, y la de Punto de cruz, de Jazmina Barrera, a finales de marzo. Gracias, como siempre, por tu certera e inspirada pluma, Josune.


EL ADVERSARIO (Tertulia del 8 de febrero de 2022)

El pasado 8 de febrero comentamos El adversario, de Emmanuel Carrère, una obra que no dejó a nadie indiferente y que se lee sin dificultad debido a la naturaleza periodística de la narración, esencialmente escueta y descriptiva. Se centra en el caso de Jean-Claude Romand, quien durante dieciocho años se hizo pasar por un médico empleado en la OMS sin ser, en realidad, ni lo uno ni lo otro. Cuando, por asuntos de dinero, están a punto de descubrir su larga farsa, mata a su mujer e hijos y a sus padres. Los crímenes ocurrieron el 9 de enero de 1993.

El relato contiene el deseo de comprender por qué un ser humano es capaz de vivir en una mentira durante tanto tiempo. El asesinato de su familia, siendo una terrible atrocidad, creo que no es lo que más perturba, pues lamentablemente sucesos de esta índole han ocurrido siempre y con frecuencia se explican desde un arrebato de locura o enajenación mental. En el caso de Romand, es esa existencia previa, sostenida en la falsedad de forma calculada, lo que causa mayor estupor e intriga. Carrère refiere el interrogatorio en el juicio de modo que él mismo y, por tanto, los lectores, intentemos hacernos con la clave de la personalidad de este individuo, con aquello que pueda ayudar a entender su estremecedora historia. En mi opinión, el valor literario de la obra recae precisamente en ese recorrido realizado en una doble vía: por un lado, la biografía de Romand; por otro, la mirada de Carrère sobre la misma, a la que se asoma con profundo respeto y que desencadena en él sentimientos encontrados que van desde la curiosidad profesional hasta la repulsión y la vergüenza por haberse detenido a relatar un caso semejante. De hecho, los asesinatos perpetrados por el falso médico producen un efecto devastador en su círculo social, en el que cabe destacar a su mejor amigo, Luc, cuya hija, Sophie, ahijada de Jean-Claude, había dormido en su casa la noche anterior a la tragedia. Me parece que las emociones de Luc reflejan muy bien  la angustia causada por la sinrazón y el dolor de quien no puede aceptar que el amigo más querido fuera en realidad “la muerte personificada”.

La parte más interesante de nuestra tertulia la constituyó el contraste de pareceres sobre qué tipo de persona es Romand. Para unos, un hombre seriamente perturbado; para otros, un tipo normal, experto mentiroso, a quien la situación se le va de las manos. Explicar desde lo patológico los actos humanos más execrables no deja de ser un alivio: la enfermedad nos visita sin haber sido invitada y, si asedia nuestra psique, las consecuencias pueden ser devastadoras para nosotros y, peor aún, para los demás. “Se le fue la cabeza”, “se trastornó”, “se volvió loco”… La tragedia queda aclarada.

La otra opción resulta, sin duda, mucho más inquietante: no hablamos de un loco sino de un mentiroso, y mentir constituye una acción muy frecuente. Por un motivo u otro, todos mentimos. La militancia en la sinceridad como opción básica vital no nos va a librar de tener que fingir alguna vez, por más que nos duela. Varios tertulianos atestiguaron casos de engaños notables mantenidos mucho tiempo, alguno de ellos con la connivencia silenciosa de quienes conocían la verdad y nunca osaron hacerla valer ante el farsante. De todas las metáforas que los grandes creadores han utilizado para indagar a fondo en la realidad, la del mundo como Gran Teatro siempre me ha parecido una de las más sugerentes y atinadas, pues nos convierte a todos en participantes de una interminable representación en la que vamos conociendo las diversas posiciones, pasando por la observación pasiva, el aplauso entusiasta y la admiración o el rechazo más visceral hacia el otro, el protagonismo, deseado o impuesto, y la penumbra de los figurantes anodinos, tan cómoda como insignificante. Las circunstancias condicionan nuestros movimientos en armonía o en pugna con nuestra voluntad, y así vamos tejiendo el relato de la existencia con la enmarañada madeja de  realidad y ficción.

Reconocí en la tertulia mi desconcierto y sigo manteniendo que no sé qué pensar, pero me inclino más por la explicación del profundo desequilibrio que caracteriza a Jean-Claude Romand a lo largo de su vida y que radica en su ausencia de identidad, en la carencia de un ego que delimite su personalidad. Se trata de un individuo amable, correctamente gris, que no despierta grandes simpatías ni aversiones. Un hijo único de padres extremadamente normativos y exigentes que se inventa a sí mismo en función de satisfacer las expectativas de los demás. Creo que este es el rasgo esencial apuntado por el autor y que Romand va descubriendo tal como revelan las cartas del final dirigidas a Carrère: “Me parece también que esa imposibilidad que usted tiene de decir «yo» a propósito de mí procede en parte de mi propia dificultad de decir «yo» respecto a mí mismo.

Por último, hablamos sobre la compasión, sentimiento presente en el relato en su sentido más puro y cordial. La experimenta el propio Carrère y esos extraordinarios “visitadores”, Marie-France y Bernard, cuya actitud resulta impactante, en tanto renuncian a juzgar a Romand, asumen su historia y su situación, lo acompañan y lo quieren. Su conducta aparece muy relacionada con su condición de creyentes, de fervientes católicos, algo que también caracteriza a Romand y a su círculo de amigos y que no resultaría raro que compartiera con ellos el autor, al menos en la época en que escribió el libro. En cualquier caso, confesión religiosa mediante o no, es de agradecer el protagonismo que adquiere la compasión en la recta final de una historia tan desgraciada, una de esas historias que confirman la supremacía de la realidad sobre la ficción en sus posibilidades más terrribles.

 

PUNTO DE CRUZ (Tertulia: 29 de marzo de 2022) 

 

La agilidad del estilo y ciertos destellos estéticos y emotivos en el tratamiento de la amistad y en el recuerdo de la adolescencia por parte de la narradora no logran evitar que se trate de una novela fallida. El sugerente título que la presenta e incluso las primeras páginas hacen pensar en una composición de doble tejido, literario y bordado; sin embargo, enseguida flaquean las expectativas generadas y nos vamos adentrando en un relato inarmónico que adolece de falta de una mínima estructura que pueda sostenerlo sin que las alusiones frecuentemente eruditas a la historia del bordado no resulten mayormente injustificadas.

            Las protagonistas son Mila (la narradora), Dalia y Citlali, tres amigas. Desata los recuerdos la noticia de la muerte, tal vez suicidio, de Citlali, que parece la más herida y desorientada de ellas. No se dan referentes fijos en el tratamiento del tiempo: presente y pasado se combinan de manera caprichosa, igual que la selección de peripecias evocadas. Su afición a la labor es uno de los vínculos que unen a las tres muchachas. A propósito de esto, intercambiamos opiniones sobre la verosimilitud de llevar a cuestas el equipo de bordado y sacarlo en ratos de descanso en medio de sus viajes, entre los cuales destaca el que realizaron por Europa. Sus primeros amores, sus rencillas y desencuentros, su participación en campañas veraniegas alfabetizadoras, su paso por la universidad, sus lecturas…, constituyen el recorrido posiblemente autobiográfico en el que reconocimos episodios emotivos, recreados con ternura y delicadeza, en medio de otros muchos bastante triviales.

Como en este grupo poseemos la habilidad de obtener el máximo provecho de cuanto vamos leyendo, el coloquio que mantuvimos sobre el bordado como tradición femenina en muchas culturas fue de lo más interesante; en mi opinión, bastante más que el libro. Hay quien reconoció su afición por esta actividad que vive ahora un momento dulce, coincidiendo con la reivindicación  de todo lo femenino, aunque al fin libre de prejuicios a menudo despectivos. Comentamos la costumbre popular española de reunirse un grupo de mujeres, en casa en invierno o en verano en la calle, a la fresca, para charlar y coser, bordar o hacer punto, hermanadas en un entretenimiento artesano, productivo y hermoso. Esa idea de la unión aparece también formulada en esta obra: “(…) Dalia sí que sabía estar sola. Leía y bordaba, y esas eran sus formas de estar a solas. Aunque luego pensé en nuestras lecturas platicadas y compartidas, y en nuestras sesiones de bordado juntas, y pensé que incluso cuando lo hacíamos a solas esa complicidad nos acompañaba. Eran nuestras formas de estar solas en compañía.”


Y para concluir, volvamos al título y a lo que la técnica del punto de cruz representa para Citlali: “(…) son figuras, cruces que parecen individuales pero que en realidad son una cadena y un solo hilo. La misma cosa.” El afán de fundir tejido de hilos y escritura constituye un bello propósito que, a nuestro juicio, la autora no ha logrado en esta obra, pese a lo cual platicamos un buen rato y tan a gusto.

(Por cierto, olvidé comentar en la tertulia que ha sido el aniversario de nuestro sofá: el día 22 de marzo… ¡16 años! ¡Felicidades a todos y que cumplamos muchos más!)

 

domingo, 9 de enero de 2022

Llévame a casa

 (de Jesús Carrasco)

En estos días de repunte pandémico, de virus que recorren sin tregua el alfabeto griego y de vuelta al cole a regañadientes, la reseña de Josune nos mitiga los rigores del invierno, recordándonos esos momentos de agradable conversación literaria que vivimos de vez en cuando, oasis de literatura en estos páramos en que nos toca vivir. Gracias, como siempre, por tus palabras.


En 2016 leímos Intemperie, la primera obra de Jesús Carrasco, inolvidable y estremecedora por su crudeza. El pasado 16 de noviembre nos reunimos para comentar su tercera novela, Llévame a casa, que lo confirma como un excelente escritor y que provocó una tertulia intensa, de esas que acreditan la capacidad de la buena literatura de remover nuestras más íntimas preocupaciones.

De nuevo la familia. Juan regresa desde Edimburgo, donde vive, para asistir al entierro de su padre. Sus planes de rápido retorno a su vida independiente se verán truncados por la inesperada noticia que recibe de su cuñado (“Tu madre tiene alzhéimer”) y de su hermana: en esta ocasión ella no puede hacerse cargo, pues va a trasladarse con su marido y sus hijos a Estados Unidos para llevar adelante un proyecto profesional que supone la gran oportunidad para su empresa. El asunto central es, por tanto, la respuesta de los hijos ante la necesidad de cuidado que demandan los padres; en este caso, la madre. Se trata de un tema delicado a partir del cual el autor construye una novela sobre un núcleo familiar en el que muchos de nosotros podemos vernos reflejados: padres humildes y trabajadores, crecidos en el esfuerzo y la pobreza de la posguerra, volcados en ofrecerles un futuro mejor a sus hijos, estos con estudios superiores e instalados lejos de su lugar de origen.

Uno de los indiscutibles valores de esta obra es el modo en que los hechos nos van ofreciendo el perfil psicológico de los personajes, es decir, los vamos conociendo por sus acciones. Poco a poco el narrador se asomará al pasado para explicar el presente en que los encontramos. Un solo párrafo constituye el brevísimo primer capítulo y en él está esbozado el conflicto sobre el que se asienta la historia: Juan Álvarez no ha estado junto a su padre la noche en que murió por no haber considerado urgentes los avisos enviados por su hermana Isabel. La tendencia de Juan a escabullirse y a refugiarse en su mundo y la de Isabel a actuar con resolución en los diversos ámbitos de su vida se manifiestan en estas primeras líneas, y afloran de manera evidente en la conversación mantenida por ambos tras el entierro del padre, casi a mitad de la novela. No se ahorran uno a otro ningún reproche e Isabel le presenta la situación a su hermano con absoluta claridad. También queda patente que ella se hartó de mandarle noticias sobre el estado de su padre y que se ahorró la última y definitiva  ̶ la que a él le habría hecho acudir de inmediato ̶  por temor a que en esa ocasión tampoco respondiera: «Lo siento, Juan. Me equivoqué. No quería arriesgarme a que me decepcionaras una vez más. No esta vez. Si, aun siendo clara, no hubieras cogido el primer vuelo, te habría perdido para siempre

Isabel ha tomado la decisión de irse con su familia a Estados Unidos durante un año: «Yo vendré dos o tres veces a España, puede que más, pero el día a día te lo vas a comer tú solo.» Así de clarito se lo dice a Juan; él, menos locuaz, sí sabe reconocer la verdad al menos ante sí mismo: «No estoy allí labrándome un brillante futuro profesional ni forrándome merecidamente como parece que estáis haciendo vosotros. Estaba apurando las últimas horas de libertad porque sabía que esto llegaría en algún momento. Y también sabía, o mis células sabían y yo no quería enterarme muy bien, que ahí estabas tú. Y sí, me he aprovechado de ti

En el siguiente capítulo comienza el proceso de Juan: su postergación inicial y su renuncia posterior a la vida independiente que llevaba en Escocia y la asunción de responsabilidades en el cuidado de su madre, lo cual lleva implícito afrontar también la situación precaria de la empresa de su padre. Esto es, vuelve al lugar del que necesitó salir, y vuelve para poner orden a su alrededor y en sí mismo, para cerrar sus propias heridas y acabar de crecer. Recupera los viejos afectos, el de su amigo Fermín, cuya franqueza le hace reaccionar («Te  quejas de que a estas horas estás aquí, pasando calor, en lugar de allí, removiendo estiércol. Tú eres gilipollas.»), o el de Germán, el fiel trabajador de la fábrica de puertas, que siempre lo trató como a un hijo. Descubre enseguida el rastro de la diligencia de Isabel en la nevera llena de comida (incluido el flan de huevo, que a él tanto le gusta) y, prendida de un imán en la puerta, en la nota con los datos relativos a la próxima cita médica de su madre y la indicación de dónde se encuentran sus papeles.

Resulta magistral el realismo con que el autor describe las nuevas obligaciones de Juan, su incomodidad, su irritación ante las dificultades que van surgiendo, a la vez que su empeño en hacer las cosas bien, en ocuparse de su madre como es debido, un proceso que le va a dispensar también inesperados regalos: las confidencias de la mujer, sentada a su lado en el viejo cuatro latas milagrosamente recuperado por Fermín, o el afecto sincero con que la tratan el cardiólogo y su amable enfermera. Juan va descubriendo la anchura de
la existencia de sus padres, poblada de acontecimientos y de personas ajenas al núcleo familiar. Va reconstruyendo un pasado menos amargo y más hermoso que el de sus recuerdos, en el que sus padres eran jóvenes y se amaban, y su hermana y él eran niños, y jugaban y disfrutaban con lo que tenían, en aquellos años de austeridad y grisura, afeados por la confortable existencia de las rutilantes familias protagonistas de las series televisivas americanas que alimentaban los sueños de toda una generación de españoles.

Cuando Isabel viene a pasar unos días en Navidad, Juan ya no está enfadado por la situación sobrevenida, y la anima sinceramente a permanecer en América más tiempo si eso le conviene. Sin embargo, ella está decidida a volver al cumplirse un año, el plazo imprescindible para encauzar allí su empresa. Volverá para asumir, como está haciendo él ahora, su responsabilidad en la atención a su madre, cuyo deterioro irá avanzando de manera inevitable.

Dos elementos provocaron un contraste de opiniones en la tertulia: el final, que no agradó a todos, y la impresión de algunos de que el autor defiende explícitamente que los hijos tenemos la obligación de cuidar a nuestros padres. A mí sí me gustó el final, aunque admito que contiene un valor metafórico, poético, que sorprende por su contraste con el realismo predominante en la narración. A este respecto destacamos la habilidad de Jesús Carrasco para ambientar al lector en el medio rural interior, castellano o manchego, a través de un estilo valioso en sí mismo y que resulta una verdadera delicia. En cuanto al asunto central del que parte la novela, no interpreto que se nos plantee el cuidado personal de los padres como un deber, ni como la única salida frente a la cual otras son consideradas peores; sin embargo, sí percibo con claridad la idea de que acompañarlos en su enfermedad abocada al final puede ser para algunos hijos la opción más conveniente, con todo lo que ello implica.

Me explico. Si de algo hemos conversado en nuestro sofá ha sido de la familia, y creo que lo seguiremos haciendo. Algunos de nuestros momentos más intensos e inolvidables se han producido precisamente en esas tertulias, lo cual no es de extrañar, pues todos pertenecemos a una familia y resulta fácil, si la obra leída es buena, que algo de lo planteado en ella resuene en nuestro interior. Y ahí viene el debate, el intercambio de pareceres, incluso cierto enfado cuando sentimos que el autor ha tomado partido por una postura que puede no ser la nuestra. Creo que Jesús Carrasco no está defendiendo en su novela que el modo de actuar de Isabel y Juan con su madre enferma de alzhéimer sea el mejor o el único posible para cualquiera, sino que es el mejor y el más necesario para ellos. Isabel recupera a su hermano exigiéndole una implicación que ella durante un año no puede mantener porque ha decidido apostar por un buen proyecto personal y familiar. Actúa como una mujer adulta, libre y responsable, consciente de las consecuencias que su posición acarreará en Juan. Y finalmente, él acepta la tarea porque sabe que debe, puede y quiere hacerlo. Estoy convencida de que todas las otras opciones posibles para afrontar la situación de enfermedad y necesidad de cuidados que exigen más pronto o más tarde los padres no son censuradas ni desestimadas por el autor, pero si aquí no se ponen en práctica es porque estos hijos pueden
y, lo más importante, quieren aceptar esa carga. Tal decisión no los hace mejores ni peores que ninguno de nosotros ante nuestras determinaciones ya pasadas o futuras en un contexto similar. Son Juan e Isabel, los hijos de sus padres, quienes vuelven junto a su madre para llevarla, en el umbral de su desmemoria, a su casa, a los rincones más antiguos y queridos, al lugar donde dio sus primeros pasos, antes de que el sol deje de lucir en el valle y ella se aleje en la tarde.