domingo, 9 de enero de 2022

Llévame a casa

 (de Jesús Carrasco)

En estos días de repunte pandémico, de virus que recorren sin tregua el alfabeto griego y de vuelta al cole a regañadientes, la reseña de Josune nos mitiga los rigores del invierno, recordándonos esos momentos de agradable conversación literaria que vivimos de vez en cuando, oasis de literatura en estos páramos en que nos toca vivir. Gracias, como siempre, por tus palabras.


En 2016 leímos Intemperie, la primera obra de Jesús Carrasco, inolvidable y estremecedora por su crudeza. El pasado 16 de noviembre nos reunimos para comentar su tercera novela, Llévame a casa, que lo confirma como un excelente escritor y que provocó una tertulia intensa, de esas que acreditan la capacidad de la buena literatura de remover nuestras más íntimas preocupaciones.

De nuevo la familia. Juan regresa desde Edimburgo, donde vive, para asistir al entierro de su padre. Sus planes de rápido retorno a su vida independiente se verán truncados por la inesperada noticia que recibe de su cuñado (“Tu madre tiene alzhéimer”) y de su hermana: en esta ocasión ella no puede hacerse cargo, pues va a trasladarse con su marido y sus hijos a Estados Unidos para llevar adelante un proyecto profesional que supone la gran oportunidad para su empresa. El asunto central es, por tanto, la respuesta de los hijos ante la necesidad de cuidado que demandan los padres; en este caso, la madre. Se trata de un tema delicado a partir del cual el autor construye una novela sobre un núcleo familiar en el que muchos de nosotros podemos vernos reflejados: padres humildes y trabajadores, crecidos en el esfuerzo y la pobreza de la posguerra, volcados en ofrecerles un futuro mejor a sus hijos, estos con estudios superiores e instalados lejos de su lugar de origen.

Uno de los indiscutibles valores de esta obra es el modo en que los hechos nos van ofreciendo el perfil psicológico de los personajes, es decir, los vamos conociendo por sus acciones. Poco a poco el narrador se asomará al pasado para explicar el presente en que los encontramos. Un solo párrafo constituye el brevísimo primer capítulo y en él está esbozado el conflicto sobre el que se asienta la historia: Juan Álvarez no ha estado junto a su padre la noche en que murió por no haber considerado urgentes los avisos enviados por su hermana Isabel. La tendencia de Juan a escabullirse y a refugiarse en su mundo y la de Isabel a actuar con resolución en los diversos ámbitos de su vida se manifiestan en estas primeras líneas, y afloran de manera evidente en la conversación mantenida por ambos tras el entierro del padre, casi a mitad de la novela. No se ahorran uno a otro ningún reproche e Isabel le presenta la situación a su hermano con absoluta claridad. También queda patente que ella se hartó de mandarle noticias sobre el estado de su padre y que se ahorró la última y definitiva  ̶ la que a él le habría hecho acudir de inmediato ̶  por temor a que en esa ocasión tampoco respondiera: «Lo siento, Juan. Me equivoqué. No quería arriesgarme a que me decepcionaras una vez más. No esta vez. Si, aun siendo clara, no hubieras cogido el primer vuelo, te habría perdido para siempre

Isabel ha tomado la decisión de irse con su familia a Estados Unidos durante un año: «Yo vendré dos o tres veces a España, puede que más, pero el día a día te lo vas a comer tú solo.» Así de clarito se lo dice a Juan; él, menos locuaz, sí sabe reconocer la verdad al menos ante sí mismo: «No estoy allí labrándome un brillante futuro profesional ni forrándome merecidamente como parece que estáis haciendo vosotros. Estaba apurando las últimas horas de libertad porque sabía que esto llegaría en algún momento. Y también sabía, o mis células sabían y yo no quería enterarme muy bien, que ahí estabas tú. Y sí, me he aprovechado de ti

En el siguiente capítulo comienza el proceso de Juan: su postergación inicial y su renuncia posterior a la vida independiente que llevaba en Escocia y la asunción de responsabilidades en el cuidado de su madre, lo cual lleva implícito afrontar también la situación precaria de la empresa de su padre. Esto es, vuelve al lugar del que necesitó salir, y vuelve para poner orden a su alrededor y en sí mismo, para cerrar sus propias heridas y acabar de crecer. Recupera los viejos afectos, el de su amigo Fermín, cuya franqueza le hace reaccionar («Te  quejas de que a estas horas estás aquí, pasando calor, en lugar de allí, removiendo estiércol. Tú eres gilipollas.»), o el de Germán, el fiel trabajador de la fábrica de puertas, que siempre lo trató como a un hijo. Descubre enseguida el rastro de la diligencia de Isabel en la nevera llena de comida (incluido el flan de huevo, que a él tanto le gusta) y, prendida de un imán en la puerta, en la nota con los datos relativos a la próxima cita médica de su madre y la indicación de dónde se encuentran sus papeles.

Resulta magistral el realismo con que el autor describe las nuevas obligaciones de Juan, su incomodidad, su irritación ante las dificultades que van surgiendo, a la vez que su empeño en hacer las cosas bien, en ocuparse de su madre como es debido, un proceso que le va a dispensar también inesperados regalos: las confidencias de la mujer, sentada a su lado en el viejo cuatro latas milagrosamente recuperado por Fermín, o el afecto sincero con que la tratan el cardiólogo y su amable enfermera. Juan va descubriendo la anchura de
la existencia de sus padres, poblada de acontecimientos y de personas ajenas al núcleo familiar. Va reconstruyendo un pasado menos amargo y más hermoso que el de sus recuerdos, en el que sus padres eran jóvenes y se amaban, y su hermana y él eran niños, y jugaban y disfrutaban con lo que tenían, en aquellos años de austeridad y grisura, afeados por la confortable existencia de las rutilantes familias protagonistas de las series televisivas americanas que alimentaban los sueños de toda una generación de españoles.

Cuando Isabel viene a pasar unos días en Navidad, Juan ya no está enfadado por la situación sobrevenida, y la anima sinceramente a permanecer en América más tiempo si eso le conviene. Sin embargo, ella está decidida a volver al cumplirse un año, el plazo imprescindible para encauzar allí su empresa. Volverá para asumir, como está haciendo él ahora, su responsabilidad en la atención a su madre, cuyo deterioro irá avanzando de manera inevitable.

Dos elementos provocaron un contraste de opiniones en la tertulia: el final, que no agradó a todos, y la impresión de algunos de que el autor defiende explícitamente que los hijos tenemos la obligación de cuidar a nuestros padres. A mí sí me gustó el final, aunque admito que contiene un valor metafórico, poético, que sorprende por su contraste con el realismo predominante en la narración. A este respecto destacamos la habilidad de Jesús Carrasco para ambientar al lector en el medio rural interior, castellano o manchego, a través de un estilo valioso en sí mismo y que resulta una verdadera delicia. En cuanto al asunto central del que parte la novela, no interpreto que se nos plantee el cuidado personal de los padres como un deber, ni como la única salida frente a la cual otras son consideradas peores; sin embargo, sí percibo con claridad la idea de que acompañarlos en su enfermedad abocada al final puede ser para algunos hijos la opción más conveniente, con todo lo que ello implica.

Me explico. Si de algo hemos conversado en nuestro sofá ha sido de la familia, y creo que lo seguiremos haciendo. Algunos de nuestros momentos más intensos e inolvidables se han producido precisamente en esas tertulias, lo cual no es de extrañar, pues todos pertenecemos a una familia y resulta fácil, si la obra leída es buena, que algo de lo planteado en ella resuene en nuestro interior. Y ahí viene el debate, el intercambio de pareceres, incluso cierto enfado cuando sentimos que el autor ha tomado partido por una postura que puede no ser la nuestra. Creo que Jesús Carrasco no está defendiendo en su novela que el modo de actuar de Isabel y Juan con su madre enferma de alzhéimer sea el mejor o el único posible para cualquiera, sino que es el mejor y el más necesario para ellos. Isabel recupera a su hermano exigiéndole una implicación que ella durante un año no puede mantener porque ha decidido apostar por un buen proyecto personal y familiar. Actúa como una mujer adulta, libre y responsable, consciente de las consecuencias que su posición acarreará en Juan. Y finalmente, él acepta la tarea porque sabe que debe, puede y quiere hacerlo. Estoy convencida de que todas las otras opciones posibles para afrontar la situación de enfermedad y necesidad de cuidados que exigen más pronto o más tarde los padres no son censuradas ni desestimadas por el autor, pero si aquí no se ponen en práctica es porque estos hijos pueden
y, lo más importante, quieren aceptar esa carga. Tal decisión no los hace mejores ni peores que ninguno de nosotros ante nuestras determinaciones ya pasadas o futuras en un contexto similar. Son Juan e Isabel, los hijos de sus padres, quienes vuelven junto a su madre para llevarla, en el umbral de su desmemoria, a su casa, a los rincones más antiguos y queridos, al lugar donde dio sus primeros pasos, antes de que el sol deje de lucir en el valle y ella se aleje en la tarde.

                                                                                              

 

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