(de Alana S. Portero)
Después de nuestra centenaria celebración, hemos vuelto a la librería Pynchon & Co., que con tanto cariño nos acoge siempre, para reunirnos en torno a las páginas de la hermosa novela La mala costumbre. Y con no menos hermosas palabras reflexiona nuestra Josune sobre lo que allí se habló. Gracias por todo, mater.
Reseña sobre La mala costumbre, de Alana S. Portero.
Suele ocurrir en nuestro
Sofá que las obras a las que concedemos una valoración unánimemente positiva no
provocan las mejores tertulias: parece que el acuerdo adolece de la falta de
chispa y variedad cromática propias de la disensión. Sin embargo, esta novela, destinataria
de los mayores elogios, desencadenó una conversación interesantísima e
inolvidable, en la que expresamos con franqueza nuestras diversas opiniones
sobre el complejo y delicado tema de la transexualidad.
Contada en primera persona, deslumbra al lector desde el párrafo inicial del primer capítulo: “El ángel caído”. La belleza del estilo y la potente impresión de verdad constituyen a mi juicio los dos rasgos esenciales de una obra en que la realidad emerge en toda su crudeza, pero a salvo de la sordidez, siempre urticante, gracias al manejo de una delicadeza y un lirismo insólitos. La narradora, desde su condición de fémina atrapada en el cuerpo de un varón, evoca su infancia en los años ochenta en el barrio madrileño de San Blas (un barrio con nombre de santo dejado de la mano de Dios), ferozmente golpeado por la heroína, así como su adolescencia en la nocturnidad clandestina del centro del Madrid de los noventa, un Madrid descrito con cariño y orgullo, de un modo que recuerda a Almudena Grandes. Su familia, igual que todo su entorno, es de clase obrera, y ella recibe de sus padres y de su hermano una protección y un amor incondicionales. Es precisamente el terror a perder ese amor la razón fundamental de que no se atreva a confiarse a ellos y prolongue durante tanto tiempo su doble vida y, lo peor, su intensísimo y desgarrador sufrimiento.
Considero que este es el hecho principal de la novela: la
protagonista sufre de un modo atroz por algo de lo que ni puede escapar ni es
responsable, y que constituye un motivo de burla, desconsideración y maltrato
por parte de una sociedad nada ejercitada en la aceptación de quienes son
ostensiblemente diferentes. Ella, chica lista,
posee una afinada percepción de sus congéneres y aprende rápido los
mecanismos del fingimiento por pura supervivencia. En la fascinante galería de
personajes que caminan por las calles de esta historia debe ser destacada
Margarita, hacia la que ella siente en sus primeros años una profunda aversión por
lo que tiene de espejo adelantado de sí misma, y de la que se ocupará tiempo
después, tras regresar al barrio y a la casa de sus padres, con dedicación y
mimo hasta su muerte. Antes de ese regreso asistiremos al tramo de su adolescencia
furtiva en el mundo nocturno que ella denomina “el bosque” y donde será acogida
por la humanidad y delicadeza de Antonio, el camarero del Figueroa, al que
acude con Jay, su primer amor; o donde conocerá a la maravillosa Eugenia, la
Moraíta, la primera persona a la que se
abre con absoluta franqueza, y a su peculiar familia. Eugenia la escucha
siempre con respeto y atención, y le replica desde la sabiduría acumulada, su inmensa
capacidad de amar y su admirable dignidad: Eugenia
me recordaba que era buena, Eugenia me domaba el tono hasta que lo dulcificaba
como siempre debería haber sido, como estaba en mi naturaleza. Eugenia era mi
asidero a lo que me hacía mujer y humana. (…) No se puede jugar a ser mujeres, nena, lo somos, no podemos evitarlo,
tú eres la prueba. (…) La mujer que
llevas dentro, la de verdad, sigue atrapada entre paredes muy estrechas y se va
a asfixiar. Y cuando se asfixie ella, te vas. No te va a poder salvar nadie. Lo
otro no vale, el de la camisa y la voz grave no tiene un alma dentro, es un
muerto que camina.
Creo que uno de los valores fundamentales de esta novela
̶ en la que aparecen, por cierto, referentes clásicos (Odiseo, Calipso, las
Moiras…) muy oportunamente aludidos ̶ es
el modo en que el tema esencial de la transexualidad queda trascendido por una
visión más amplia que abarcaría a quienes se saben señalados por una diferencia
que los arrincona a los fríos e inhóspitos márgenes de la prestigiosa
“normalidad”. No pretendo con esta reflexión restarle importancia a la cuestión
identitaria de la que parte el conflicto central de la obra, sino que intento subrayar
la eficacia de la autora al despertar en los lectores un sentimiento de radical
comprensión de la amargura que padece la protagonista y quienes viven o han
vivido un drama similar al suyo, así
como de sincera e irrefrenable solidaridad con ellos. El miedo es reconocido en
repetidas ocasiones por la narradora como la razón de no atreverse a “salir del
armario”, y ese miedo se hace tan comprensible como el sufrimiento antes
mencionado. Es decir, resulta prácticamente imposible en la lectura de esta
bellísima historia no sufrir con sus personajes y no ponerse en su lugar.
En la tertulia salieron a relucir comportamientos que, contemplados
desde el presente, nos producen sonrojo e incluso una culpa retrospectiva, y
que tienen que ver, si no con la condena de la realidad “trans”, sí con el “alivio”
de no pertenecer a ella: si en los años ochenta todavía causaba incomprensión y
hasta rechazo la homosexualidad, su desviación de la ortodoxia reguladora de
las interacciones sexuales quedaba de algún modo atenuada al compararla con el
desafío descomunal al orden establecido que suponía el travestismo. La historia
de la humanidad es también el relato del costosísimo derribo de prejuicios,
barreras, estigmas de diversa índole, traducidos muchos de ellos en leyes
infames, que han impuesto en los grupos sociales la frontera entre lo bueno, lo correcto, lo
normal, y lo malo, lo erróneo y lo descarrilado. Cuestiones religiosas,
raciales, políticas y hasta meramente estéticas nos han enfrentado, dividido y
deshumanizado, en tanto que desde el poder la tendencia ha sido siempre la de
condenar, aislar, marginar al disidente, con la perversa colaboración de las
multitudes cobijadas en la uniformidad, embrutecidas al calor del rebaño y a menudo paralizadas por el miedo.
La escritora estadounidense Siri Hustvedt se ha referido al asunto que nos ocupa en una entrevista reciente: «El género es un tema muy complicado. Aunque uno no lo comprenda, creo que todos podemos entender los hechos individuales. ¿A quiénes estás lastimando u ofendiendo cuando intentas presentarte al mundo de manera determinada? Estas decisiones suelen ser elecciones muy profundas y consideradas por parte de quien las toma. ¿Y quiénes somos nosotros para alzarnos contra una decisión tan privada? Es indignante.»
Me ha parecido oportuno incluir aquí esta opinión por cuanto expresa de manera clara y sencilla que nos estamos refiriendo a algo sumamente complejo. Creo que hubiera sido muy interesante para nuestro debate incluir en él, por ejemplo, una perspectiva científica que nos aclarara algunos aspectos biológicos que quizá manejamos de oído y con insuficiente rigor. No obstante, como afirma Hutsvedt, por complicado que resulte el asunto del género, por mucho que sea cuanto no comprendemos sobre él, lo esencial es que afecta a seres humanos reales, a su sentir individual y privado, y a su irrenunciable derecho de expresar su identidad libremente.
No puedo concluir la reseña sin referirme al magnífico
final de la obra, al glorioso momento en que, tras acicalar amorosamente el
maltrecho cuerpo de Margarita, y maquillarla y vestirla de blanco para su gran viaje como la emperatriz de la calle
Orense, la protagonista asume con arrojo y alegría su verdad, y se dispone
a mostrarla al mundo: Cien manos de
fantasmas me sostenían las piernas y la espalda y evitaban que las dudas me
aflojasen los miembros, todas las mujeres del mundo me contemplaban (…). La
desgarradora soledad en que durante tantos años ha sufrido queda compensada
aquí con el recuento y mención de quienes, además de Margarita, la han salvado:
Eugenia, Jay, María la Peluca. Enfundada en un vestido color teja con los
hombros al descubierto y calzada con unos tacones rojos, sale a la calle en la
que había crecido, con la cabeza alta,
casi bailando, por las fotos del Figueroa, por Paula la Chinchilla, (…) por la
niña con un parche en el ojo que bailaba canciones de Raffaella Carrà e Irene
Cara, por los altares en que me había sacrificado.
Aludimos en la tertulia a la importancia de las palabras,
a la necesidad de desechar aquellas que
hieren e insultan, la de restaurar en los adjetivos su función meramente
descriptiva, la de buscar nuevos términos para nombrar por fin las diversas
formas de la vida largamente escondida en un armario. No tenía nombre pero existía, afirma la narradora en el último
párrafo, no tenía nombre pero era Hécuba
triunfante, Casandra, Carmilla, Afuera en el Cobertizo, la madrastra de
Blancanieves (…). Era todas las mujeres.
Magnífica conclusión, insisto, para una novela bellísima,
conmovedora y admirable que nos muestra el inmenso poder del amor y del coraje
en la defensa de la propia dignidad frente a la infamia, la barbarie y la violencia
en el complejo tablero de la condición humana.