martes, 24 de enero de 2023

Doblete literario: Hamnet y El antropoide

 (de Maggie O'Farrell y Fernando Parra, respectivamente).


Nuestra cronista oficial, Josune, nos resume en esta doble reseña las dos últimas citas literarias que hemos tenido: la tertulia sobre Hamnet, de Maggie O'Farrell (el 18 de octubre) y la de El antropoide, de Fernando Parra, el 20 de diciembre. Gracias por tus siempre inspiradas y evocadoras palabras, mater fundatrix.


Hamnet, de Maggie O'Farrell.


              Ha sido un verdadero hallazgo esta novela, Hamnet, de la irlandesa Maggie O’Farrell, con la que iniciamos en octubre el presente curso tertuliano y de cuya lectura casi todos disfrutamos muchísimo. El hecho que la inspira despierta fácilmente el interés del lector, y la propia autora lo menciona como “Referencia histórica” en las primeras páginas del libro. Hamnet murió a los once años en 1596 y cuatro años más tarde su padre escribió una obra de teatro titulada Hamlet. Por si aún nos quedara alguna duda sobre la obvia relación entre ambos hechos, a continuación se nos explica que Hamnet y Hamlet son dos formas intercambiables del mismo nombre, dato documentado en los anales de Stratford de aquella época. Concluida la novela, Maggie O’Farrell advierte que se trata de una obra de ficción inspirada en la muerte de Hamnet Shakespeare, pero ni el apellido ni el nombre del genial dramaturgo aparecen en ningún momento, como si el inexplicable silencio que durante más de cuatro siglos nos ha impedido saber que la tragedia, antes que representada sobre un escenario, se produjo en la vida real, reclamara su sitio en esta historia. Hay silencios tensos, incómodos, cobardes y hasta ofensivos; y los hay dulces, cómplices, heroicos y fértiles como la buena tierra. De esta última condición es el que ha precedido a la escritura de tan espléndida obra. Se me ocurre que tal vez no en vano Shakespeare decidió que las últimas palabras pronunciadas por el desventurado príncipe de Dinamarca fueran precisamente estas: “El resto es silencio”. Y así quizá todo ha sucedido como había de suceder…

            “Un niño baja unas escaleras”. Esta sencilla oración abre la novela y otra aún más sencilla y escueta la cierra: “Recuérdame”. Principio y final constituyen siempre los más delicados momentos creativos de una historia. Uno nos capta, nos atrapa, nos arranca de la realidad; el otro clausura el viaje y a esa misma realidad nos devuelve. Más de tres meses después de haber acabado de leerla, no se ha esfumado la fascinación que me acompañó desde que las primeras palabras me presentaron a ese niño que en un bochornoso día de finales de verano está buscando a algún adulto porque le preocupa Judith, su hermana gemela, la cual no se encuentra bien. Mira en su casa, luego en la de sus abuelos y no da con nadie: ni madre, ni abuelos, ni hermana mayor, ni tíos ni criada. A su padre no lo puede encontrar porque vive lejos, en Londres. Finalmente descubre al abuelo en el espacio prohibido del taller de guantes y lo halla de mal humor, puede que borracho, y recuerda las advertencias de su padre de no acercarse al hombre en ese estado. Saldrá de allí con una ceja cortada por la taza que el viejo le arroja encolerizado tras habérsele derramado sobre los objetos de la mesa el líquido de la jarra al intentar verterlo en la taza. En unas pocas páginas se nos ha presentado su situación familiar. Se nos dice también que “Hamnet es un chico despierto” ̶ se trata, pues, del niño que ha de morir ̶ pero un tanto distraído: “Tiene tendencia a escurrirse por los límites del mundo real y tangible para irse a otro sitio” -premonitoria afirmación-. Su recorrido en busca de ayuda resulta infructuoso; regresa junto a Judith, quien no está mejor, y, alarmado, decide traer al médico, tras asegurarle a su hermana que su madre viene enseguida.

            La secuencia siguiente nos sitúa a la madre, Agnes, a unos dos kilómetros, en una parcela en la que tiene un huerto y cría abejas. A estas alturas ya nos hemos acostumbrado al presente como tiempo verbal dominante en una narración que nos ha convertido en espectadores de un inmenso tapiz que la autora teje moviendo los hilos hacia delante y hacia atrás en una cadencia impredecible y con un lenguaje lleno de lirismo y delicadeza, acordes con la atmósfera de magia que incumbe a este personaje esencial en la novela: una mujer extraña, algo salvaje, dueña de una especie de halcón al que pasea al final del día, dotada de poderes adivinatorios y curativos, y de la que el joven preceptor de latín que instruye a sus hermanos menores se enamora perdidamente.

            El origen de Agnes está narrado como un cuento de hadas que se remonta a la misteriosa figura de su madre, surgida un día, según contaban, del interior del bosque: “había salido del mundo verde y sombrío y, desde entonces, el granjero, que estaba allí por casualidad, vigilando a sus ovejas, no pudo dejar de mirarla nunca más”.  Ese granjero la cuidó y la hizo su esposa. Tuvo a Agnes y después un niño enorme, sano y fuerte, Bartholomew, y murió al dar a luz al tercero, que tampoco sobrevivió. Es en ese trance en el que se gesta la fuerte unión entre los dos hermanos, alimentada por el hecho de que su padre se volvió a casar y tuvo con Joan, su nueva esposa, seis hijos más. Agnes era muy pequeña cuando perdió a su madre, pero recuerda el acontecimiento con nitidez. Cuenta con la antipatía y  el rechazo de Joan, su madrastra, quien recela de ella, de sus insólitos y quizá maléficos poderes de los cuales se siente víctima, y crece, protegiendo a su hermano, falta de cariño y aceptación, pero manteniendo vivo el recuerdo de “lo que era ser querida por lo que se es, no por lo que se debería ser”. Sabe que, si alguna vez comparece en su vida de nuevo la posibilidad de un amor así, se entregará a él sin permitir que nada se interponga en su camino.

            En las manos del preceptor de latín, en el pellizco a ese músculo entre los dedos pulgar e índice que a ella le fascina, que se abre y se cierra como el pico de un pájaro, percibe la información que necesita. Muy poco tarda él en sentirse cautivado por tan insólita criatura, ajena a las habladurías que suscita y libre como un ave. Así se la describe a su hermana Eliza: “Cuando mira a alguien le ve hasta el fondo del alma. No hay ni una gota de hostilidad en ella. Se toma a las personas por lo que son, no por lo que deberían ser.” Una de las más bellas escenas del libro es la que describe su primer encuentro sexual en la despensa de las manzanas. El tapiz narrativo se teje prodigiosamente en esas páginas convarios hilos: los de la furibunda negativa de Joan -viuda y, por tanto, cabeza de familia ̶  a que se casen, a pesar de que ellos ya se han prometido, y el desprecio vertido por la madrastra hacia el muchacho a cuenta de los sucios negocios de su padre, de sus deudas, entre las que figura la entablada con su propia familia y cuyo saldo tratan de rebajar sus servicios como preceptor de latín; los hilos de la ceremonia de su entrega amorosa, ese arrebato que no se parece a nada de lo vivido hasta entonces, presidido por una turbadora evidencia de facilidad y acierto, y felizmente convertido en el atajo más seguro hasta su matrimonio; y, por fin, el hilo de las manzanas, improvisadas bailarinas de una danza ancestral sostenida en el perfecto y poderoso ritmo del amor.

            Vencidos todos los obstáculos, se casan y forman una familia. Viven en una pequeña casita aneja a la casa familiar de él. Llevan una vida apacible. Ella aprende a leer y puede, por fin, aplicar los usos curativos de las plantas encerrados en el libro del boticario que le regaló su viuda, libro que esta vecina y su propia madre consultaban juntas. Agnes da a luz ella sola en el bosque a su primogénita, Susanna. Tarda más de la cuenta en comunicarle a su marido que se halla encinta de nuevo, pues lo percibe extraño, distante, y eso la inquieta. Tal vez se arrepiente de haberse casado con ella y, cuando se lo pregunta abiertamente, él responde: “Estoy perdido. He perdido el rumbo”. Entonces la intuitiva y generosa Agnes propiciará, con ayuda de Bartholomew, el giro que la vida del preceptor necesita para reaccionar: marchará a Londres para hacerse cargo de una nueva tienda de su padre. Ella lo empuja, sabe que es lo conveniente para él y, por tanto, para todos, y el tiempo le dará la razón. En Londres lo aguardan el éxito en los negocios y en el teatro. Estará ausente cuando ella dé a luz de nuevo, no la acompañará en su inquietud, en su corazonada de que algo no va a ir bien esta vez. No ha sido capaz de predecir si nacería un niño o una niña y al fin lo entiende cuando nacen los gemelos, Hamnet y Judith; sin embargo, la zozobra no cesa, la persigue la imagen de su propio lecho de muerte velado por dos hijos, y ya le han nacido tres. La muerte amenaza con llevarse a uno de ellos. Piensa en Judith, más frágil y pequeña que su hermano. Agnes se prepara para impedirlo y vigila: “Sabe que la puerta que lleva fuera de la habitación de los vivos está entreabierta para la niña; percibe la corriente fría, huele el aire helado. Sabe que solo va a tener dos hijos, pero no lo acepta. Se lo repite en las horas oscuras de la noche. No lo consentirá; ni esta noche, ni mañana ni nunca. Encontrará esa puerta y la cerrará de golpe.”

            Asistimos a partir de este momento al tramo más emocionante de la novela. Volvemos  a la


bochornosa tarde de finales de verano y a la angustia de Hamnet en busca de ayuda para su hermana enferma. A estas alturas ya se nos ha relatado el modo azaroso en que la peste ha llegado a la villa  ̶ secuencia que algunos tertulianos criticaron por su excesivo detallismo-.  El mal que aqueja a Judith es, por tanto, muy grave, pero Agnes por suerte ha regresado y, consciente de la situación, se afana en dominar su espanto y poner todos sus conocimientos al servicio de la sanación de su hija. Mary, su suegra, la acompaña incondicional y diligente.Tras largas horas de lucha, Agnes se queda dormida y, cuando despierta, algo ha ocurrido: Judith se muestra serena y repuesta; en cambio, es Hamnet ahora el enfermo. La descripción del modo en que el niño decide engañar a la muerte y ocupar el lugar de su hermana constituye un episodio conmovedor y magistral desde el punto de vista literario. No se siente capaz de vivir sin ella, la mitad de sí mismo. Su acto no parece sacrificio sino entrega: “Tú te quedas, le susurra, y yo me voy. Le manda estas palabras: Quiero que te quedes con mi vida. Es para ti. Te la doy.”

            No es fácil expresar el dolor seguramente más punzante e insoportable que un ser humano puede experimentar, el ocasionado por la muerte de un hijo, y Maggie O’Farrell lo logra. (Ella y también la traductora; es de justicia reconocer el magnífico trabajo de trasladar tanta belleza y emoción desde el inglés al castellano). La voz narradora se torna transparente y lo que contemplamos es la desolación absoluta de Agnes, el reproche a sí misma por haberlo permitido, la esterilidad de la imaginación para anticipar el resto de la vida con la ausencia del hijo muerto, la infinita ternura al amortajar su cuerpecillo desnudo y dormido para siempre, la crudeza de admitir ante su desconsolada hermana gemela que Hamnet se ha ido y que no volverá nunca más.

            El padre fue avisado por carta de la gravedad de su hija y emprendió viaje desde Londres. Es él quien llevará el cuerpo de Hamnet a enterrar. Después, su hogar se queda enfermo de pena, y Agnes y él mismo se transforman en otros. Él necesita volver a Londres y preparar con su compañía la nueva temporada. Las cosas le van muy bien y tiene planes de mejora para su familia. Ella no lo entiende pero da igual; él se va. La narración adquiere en las próximas páginas el ritmo cortante de episodios breves que perfilan el proceso de duelo vivido por Agnes y el creciente distanciamiento de su marido, quien sigue escribiendo cartas y viniendo de vez en cuando, y en el que percibe alguna vez el olor y las huellas de otras mujeres. Bartholomew ejecutará su encargo de comprar en su nombre una casa nueva y enorme, con un hermoso huerto, y a ella se trasladarán.

 El relato da un vuelco cuando llega a Stratford la noticia de que su marido ha estrenado una obra, esta vez una tragedia, de la que todo el mundo habla. Joan le muestra a Agnes el cartel: arriba del todo el nombre de su marido y en medio, como título, el de su hijo. Su estupor es inmenso y necesita con apremio comprender el sentido de lo que está ocurriendo. Acompañada por su hermano, marcha a Londres y acude a la representación. Llegamos así al final de la novela, tan perfecto como su principio. Agnes en primera fila contempla la escena en que el espectro del rey Hamlet narra a su hijo cómo murió y ella reconoce en esa fantasmal figura a su marido, igual que el muchacho rubio que interpreta al joven príncipe se parece de un modo asombroso a su hijo, a su niño ausente, pues se mueve como él, gesticula como él, es como él sería de haber seguido viviendo. Y entonces comprende el milagro obrado por su marido: “Mientras el fantasma habla, se da cuenta de que, al escribir esta obra, su marido se ha cambiado el sitio con su hijo. Ha cogido la muerte de su hijo y la ha hecho suya; se ha puesto él en las garras de la muerte y ha resucitado al hijo en su lugar. Ha convertido la muerte de su hijo en la suya propia. (…) Agnes comprende que ha hecho lo que habría deseado hacer cualquier padre, sufrir él para que no sufriera su hijo, ponerse en su lugar, ofrecerse a sí mismo a cambio para que el niño pudiera vivir.”

“Recuérdame” es la última palabra del espectro dirigida a su hijo, y la palabra con que concluye esta extraordinaria y hermosa novela. Se  sabe que Judith Shakespeare llegó a cumplir setenta años. Ahora, gracias al empeño de la autora irlandesa por explicar un silencio de siglos, sabemos también que su hermano Hamnet continúa vivo tras su dulce nombre, en una tragedia donde el amor y la memoria contenidos en la belleza y la emoción de las palabras vencen, una vez más, a la muerte y al olvido.

            


El antropoide, de Fernando Parra.


              El pasado 20 de diciembre concluimos el trimestre comentando El antropoide, de Fernando Parra, y contamos con la presencia del autor, circunstancia extraordinaria que no es la primera vez que se da en nuestro sofá y de la que siempre obtenemos un saldo positivo, pues es todo un lujo que quien ha escrito lo que hemos leído se preste con la mejor disposición a recibir nuestras impresiones y comentarios, y aclarar nuestra curiosidad y nuestras dudas.

            Fernando fue advertido al comienzo de la sesión de que en nuestro grupo prevalece la costumbre de la espontaneidad y la franqueza, ya que leemos de todo y por puro placer. No somos nada metódicos en la elección de títulos y autores, y contamos en nuestra historia con algunas obras (muy pocas) sobre las que nunca hemos llegado a hablar, por haber confiado en los que suelen leer más rápido y aconsejan una retirada a tiempo de la propuesta y un cambio de rumbo. No sabría decir qué criterio nos guía, pero sé que existe y que funciona, pues no ha habido una sola tertulia que no haya merecido la pena y hasta los libros que más nos han decepcionado han logrado esquivar la humillación de nuestro silencio. Nos gusta hablar tanto como leer; por eso, exiliados y todo, seguimos en pie.


            Con antelación a la tertulia formal solemos contrastar las impresiones iniciales que la obra nos está despertando, y debo decir que empecé a leerla antes de lo que acostumbro porque me intrigaba ese primer capítulo que tanto revuelo estaba causando. Así se lo expusimos al autor: nos parece que la novela no está presidida por un buen comienzo. La pedantería del personaje resulta tan antipática como la absoluta falta de delicadeza con que evoca con intención onanista a la chica del tren. No se lo dijimos enseguida, claro, antes le planteamos esa pregunta clave que seguramente le habrán formulado muchas veces: ¿de dónde sale la idea de esta novela?, ¿por qué este tema y por qué este tratamiento tan duro, tan sórdido y hasta hiriente? Y comenzada la explicación por parte del autor, todo resultó muy fácil. Fuimos dando voz a nuestras dudas y recibimos cuantas aclaraciones demandamos, sin abandonar en ningún momento el mismo tono franco y cordial. Y así supimos del inmenso trabajo de documentación que hubo de realizar para dotar de verosimilitud al descenso a los infiernos de la adicción al sexo desenfrenado y sin tabúes en que se embarca Eduardo, el protagonista; de su interés por un tema al que a través de internet tienen facilísimo acceso los adolescentes, con el riesgo evidente de que su educación sexual y sus primeras experiencias en este terreno se vean negativamente influidas por multitud de imágenes demasiado crudas, deshumanizadas y hasta violentas; de su propósito de indagar en el tema de la identidad y de la culpa, conceptos que, en mi opinión, sostienen con solidez el armazón de la novela.

            Destacamos como valores indiscutibles de El antropoide la fluidez con que la historia discurre en los capítulos centrales, salpicados de ironía y finísimo humor en escenas hilarantes como las relacionadas con la corrección de los anuncios clasificados en El pliego volandero, y apoyados en un estilo impecable y brillante, liberado en estas páginas de la afectación verbal que caracteriza al personaje y cuyo sentido quedó perfectamente explicado por el autor. Fernando Parra incidió, además, en la importancia que para él tiene como escritor el extrañamiento del lenguaje en tanto condición esencial del arte literario, y compartimos con él esa reivindicación del formalismo, a veces tan mal entendido y denostado. Sin embargo, la misteriosa naturaleza de las palabras, su insólito poder de situarnos con idéntica eficacia en los más sórdidos lodazales de la realidad y en sus paisajes más elevados y hermosos, convierten en delicadísima y sumamente difícil la tarea de maridar fondo y forma, expresión y contenido, como si de una melodía natural y espontánea se tratara, sin ninguna nota destemplada ni inoportuno chirrido. En esta novela “los lectores del sofá” hemos tropezado con algunas estridencias excesivamente cultas y con descripciones tan explícitas de la depravación a la que Eduardo se entrega que, como comentó alguien, podía percibirse el tacto pegajoso y el mal olor.

            La identidad y la culpa: Stevenson y Dostoievski. El autor mencionó su admiración por ambos autores (y otros, como Thomas Mann, por ejemplo) y su manera de abordar estos temas en sus obras. La referencia al primero es reiterada y el conflicto planteado en El antropoide se resume en una frase esencial de Cloe, la joven de la que Eduardo se enamora y a quien adjudica el papel de “salvadora” de su degeneración: “Y, sin embargo, él fue Jekyll todo el tiempo”. Aquí aparece formulada la idea clave de la obra, refrendada en su explicación por el autor. En el fondo, la peripecia de Eduardo supone una indagación valiente en las luces y las sombras de la condición humana, en la tentación contumaz de volver al abismo cuando logra escapar de él y en la necesidad de redención, aguijoneada por la culpa, a que lo aboca su depravada conducta. Cloe es, en efecto, la salvadora, y Virginia, la hermana de Eduardo, da voz a un planteamiento más abierto de las relaciones sexuales -aceptable desde el punto de vista moral, pues no está reñido con el amor ni implica deslealtad a la pareja- que intenta paliar el sufrimiento del protagonista y reconducirlo hacia una conducta que lo aleje de la autodestrucción. Es decir, de su hermana mayor recibe “el permiso” para vivir una sexualidad libre de convencionalismos  y, finalmente, la invitación a la sinceridad: “Tienes que contarle quién eres”. Si de verdad ama a Cloe, no puede omitir su sombra. En este punto se inicia el desenlace de la historia, que sorprendentemente convertirá lo leído en la novela que Esteban escribió para sincerarse con Camila y que pone en manos de su amigo Pablo, quien la concluye y edita, ya que Esteban padece una terrible enfermedad (la innombrable, repulsiva y maldita como lo fue la lepra), la cual, según el esquema moral subyacente en el conflicto identitario planteado por la obra, constituye, en mi opinión, el precio final, es decir, “el castigo”.

          


  Apenas abordamos, por falta de tiempo, otras cuestiones muy interesantes que el autor trata con humor y fina ironía, como los intereses comerciales del mundillo editorial, con frecuencia desentendidos de la calidad literaria, o los amiguismos y zancadillas propios del ámbito laboral. Sí recalamos en personajes secundarios, a los que él confesó conceder gran importancia, como el entrañable Paulino y su conmovedora situación personal; Guadalupe Hincapié, la dulce muchacha colombiana; o Rosario Peñafría, a quien dejamos en coma, en muy incierta situación…


            Comenzamos a hablar de El antropoide antes de celebrar la tertulia y continuamos haciéndolo después  -ya he dicho que en este grupo nos gusta tanto hablar como leer ̶ , con nuestras dudas ya aclaradas y, por tanto, con otra mirada más comprensiva hacia el libro a pesar de los coribantes frigios y similares rarezas, gracias al privilegio de haber podido conversar tranquilamente con el autor. Sospecho, además, que esta novela no será la última obra suya que leamos ni esta tertulia la última a la que lo invitemos, pues la experiencia ha resultado sumamente enriquecedora y muy grata. En nuestro sofá siempre habrá un sitio para él.