domingo, 14 de noviembre de 2021

Lluvia fina

 (de Luis Landero).


En estos días en que el frío empieza a asomar por nuestras tierras, la voz de nuestra simpar Josune nos arropa con su cálida reseña de lo que se habló en la tertulia  sobre Lluvia fina, de Luis Landero. Como siempre, gracias por tus acertadas e inspiradas palabras.



          El pasado 19 de octubre, martes, iniciamos el presente curso tertuliano comentando Lluvia fina, la última novela de Luis Landero, uno de nuestros autores más admirados. No hubo unanimidad en su valoración, aunque sí acuerdo en que no se trata de su mejor obra. Sin duda, a nadie dejó indiferente, y creo que provocó un jugoso coloquio.

          La narración atrapa fácilmente y crea de inmediato la expectación causada por el planteamiento inicial: a Gabriel se le ha ocurrido celebrar con una comida familiar el ochenta cumpleaños de su madre. Aurora, su mujer, la confidente de todos, no está convencida de que esa sea una buena idea e intenta disuadirlo. En capítulos predominantemente breves se despliegan las conversaciones telefónicas desencadenadas por la propuesta de Gabriel, así como el relato de una historia a la que cada cual aporta su particular perspectiva. La paciente y dulce Aurora custodia los secretos de los tres hermanos y conoce de sobra el enconado rencor que sus cuñadas, Sonia y Andrea, sienten hacia su madre, a quien responsabilizan de sus desdichas y frustraciones, así como el permanente reproche que dirigen a Gabriel, el benjamín, al que consideran, quizá por ello, el más mimado y su preferido.

          Ante el lector va surgiendo un núcleo familiar dañado por la temprana muerte del padre  ̶ soñador, fabulador, el gran rey de la infancia de sus hijos ̶  y por las decisiones adoptadas después por la madre  ̶ seca, rígida, autoritaria, amiga de la austeridad y, en su condición de viuda, preocupada por el sustento familiar-.  Las brillantísimas destrezas narratorias de Landero comparecen en todo su esplendor en la primera parte de la novela para iluminar la infancia de tres niños que imaginan el mundo con el colorido y la emoción de las aventuras del “Gran Pentapolín”, antepasado suyo, inmortalizado en un retrato que, desaparecido el padre, la madre rasgó en pedazos y arrojó a la basura. El relato se ensombrece a partir de la muerte del padre, lo cual resulta comprensible: con frecuencia un acontecimiento de esta índole clausura la infancia, o la sacude de tal modo que los niños quedan confundidos en un espacio incierto, condenados a la nostalgia perpetua de un paraíso que les fue arrebatado de manera inesperada y cruel.

          Algo de eso hay aquí, desde luego. Y también en principio resulta comprensible, e incluso admirable, la determinación con que la madre toma las riendas de la economía familiar, agarrada a su maletín de practicante y callista: La época legendaria y ociosa del padre había sido abolida, y ahora todo lo presidía el espíritu de la laboriosidad y del provecho. (p. 45). Es bastante frecuente que entre los progenitores no haya un reparto consensuado de papeles, y cuando el binomio lo componen los sueños y la realidad, quien carga con esta última suele cargar también con la implacable censura de los hijos. Tal impresión es la que de entrada puede obtenerse del lamento entonado por Sonia y Andrea al evocar aquel tiempo oscuro en que su madre cubrió el final de su niñez y su adolescencia de pensamientos sombríos, de desconfianza y de miedo.

No obstante, lo que inicialmente parece aceptable deja de serlo cuando entra en escena el siniestro Horacio, repulsivo a los ojos de Sonia, lanzada por su madre a sus brazos cuando solo era una niña. Este personaje causa inquietud desde el principio y las páginas en que se detallan sus aberraciones hieren por su descarnada sordidez y su violencia. Comentamos cuánto desentona este tramo narrativo en el universo ficcional a que nos tiene habituados Landero, y cuestionamos también su verosimilitud. Nos pareció muy poco creíble que semejantes acontecimientos se produzcan en el seno de una familia media que habita  en el Madrid de los años ochenta.

          La novela avanza sobre un creciente presentimiento de que algo trágico acabará ocurriendo si finalmente se celebra la reunión familiar. Concluida la narración de Sonia sobre su espeluznante relación con Horacio, cabe esperar un desenlace amargo, funesto, un peligroso estallido del rencor acumulado a lo largo del tiempo. Sin embargo, a la mayoría de nosotros el final nos sorprendió y, si intentamos comprenderlo e interpretar su sentido, resulta aciago y profundamente injusto.

          Somos nuestras palabras y con ellas construimos un relato que nos explica. Con las palabras, capaces de contener lo intangible, lo informe, hallamos siempre una insospechada salida, pues amansamos el sufrimiento, nuestra miseria y nuestras desventuras cuando los verbalizamos. Pero no sirve hablar a solas. Necesitamos quien nos escuche, un testigo silencioso que no se espante de lo que decimos, que no se duela tanto como nosotros, que permanezca ahí, a nuestro lado, asintiendo, respirando, sin más. Nada parece tan terrible cuando se vierte en el torrente desenfrenado de nuestra voz.


Sonia, Andrea y Gabriel lo saben bien. Esta novela poblada por personajes lastimados se sostiene en la escucha paciente y comprensiva que a todos les dispensa Aurora: (…) todos acaban contándole sus pequeñas alegrías, sus logros, sus tropiezos, y finalmente sus grandes infortunios. (p. 13). Todos descargan en Aurora, sin recato ni consideración. Ella, en cambio, atenta y perpleja en su mutismo, no reclama su derecho a contar  a alguien su propia historia, a mitigar su decepción y la soledad en que vive junto a Gabriel, al que tiene la sensación de no acabar de conocer de verdad, un supuesto filósofo de voluntad débil y enfermo de aburrimiento, incapaz de culminar ninguno de sus prometedores proyectos ni de reaccionar ante la enfermedad de Alicia, su hija.

Todos se confían a Aurora y tal vez por eso sobreviven. Ella, en cambio, no halla mejor salida que avanzar con decisión hacia la otra orilla de sus días, donde la espera el silencio inmortal.

 


martes, 31 de agosto de 2021

Otro 2x1: Fin de temporada y La hija única

 (de Ignacio Martínez de Pisón y Guadalupe Nettel, respectivamente).


Como un soplo de brisa fresca que nos alivia los rigores de este agosto que se nos va, nuevamente nuestra Josune nos susurra al oído con su refrescante prosa las reseñas de las dos últimas tertulias (Fin de temporada, de Ignacio Martínez de Pisón, y La hija única, de Guadalupe Nettel). Gracias por ayudarnos a sobrellevar lo que se nos viene encima a partir de mañana. Las penas, con literatura, son menos. 


FIN DE TEMPORADA

Creo que Ignacio Martínez de Pisón encabeza la lista de autores más leídos en nuestro sofá. Fin de temporada es la tercera obra suya que comentamos y la primera que nos ha decepcionado. Se trata de una novela fallida en la que, no obstante, hallamos algunos valores característicos de la narrativa del escritor zaragozano como son, por ejemplo, un brillante comienzo y un esbozo estructural acertadamente planteado, una trama bien llevada que se sigue con interés, una perfecta descripción de los lugares en los que se desarrolla la historia, y, por supuesto, un estilo impecable, cuidado y nada dificultoso. Ventajas de los buenos: su propia calidad amortigua sus errores y los salva de un desastre mayor. No obstante, los lectores podemos cometer la osadía de señalar qué sobra o qué falta en una obra que sin duda pudo ser bastante mejor.

            En los últimos años han pasado por mis manos varias novelas, todas de excelentes autores, que compartían un injustificado exceso de páginas. No me parece este un defecto menor. La extensión narrativa constituye un rasgo estrechamente relacionado con la intensidad, esa cualidad inherente a la mejor literatura. Las páginas sobrantes se convierten en habitaciones vacías que recorremos con escasa o nula atención mientras habitamos esa ficción mal medida. Pues bien, al concluir Fin de temporada mi impresión fue exactamente la contraria: echaba de menos un detenimiento mucho mayor en algunos momentos. Sirvan de muestra el recorrido de Iván por los lugares en los que ha vivido (el encuentro casual con Yolanda resulta del todo inverosímil) y la visita del propio Iván con su madre a la familia de esta, en la que tiene lugar una conversación tan melodramática que raya en lo ridículo (la mantenida por Rosa con su madre y su hermana).

            Ignacio Martínez de Pisón es un verdadero maestro en la construcción de universos familiares. El constituido por Rosa, Mabel e Iván resulta de lo más sólido y sugerente. Insisto en que la novela comienza muy bien, con ese salto temporal entre el prólogo y el primer capítulo: un accidente de coche

acabó con la vida de Juan e hizo que Rosa, en lugar de abortar, decidiera tener ese hijo, aunque lejos de su ciudad. Lo tuvo con la ayuda de su amiga Yolanda y se convirtió en una madre soltera itinerante hasta que conoció a Mabel, con quien se embarcó en el negocio de un camping en la Costa Dorada. El relato empieza a tambalearse cuando Iván decide ir en busca de sus orígenes y posteriormente se instala en Toulouse, donde parece enderezar su vida junto a Céline. Su partida y su prolongado silencio desencadenan una profunda crisis en Rosa. En mi opinión, es aquí donde la novela se quiebra definitivamente y ya no se levanta. Iván regresa al camping, animado por la propia Céline, quien ha mantenido contacto con Mabel y le comunica que su madre no está bien.

            No resulta fácil resumir el proceso de Rosa: el relato de Mabel a Iván dibuja un comportamiento propio de una persona profundamente desequilibrada, pero algunos aspectos quedan confusos: no llegamos a saber si Rosa quedó embarazada y el embarazo se malogró, o es eso lo que persigue y se desquicia al no conseguirlo (parece que intentó llevarse un bebé…); después Mabel la ingresa en un centro de salud mental. Por otro lado, el asunto de las cartas que Rosa escribe a personalidades importantes también desconcierta. Incluso podría reflejar una intención un tanto humorística por parte del autor; de lo contrario, ¿qué representan?, ¿qué tipo de trastorno afecta a Rosa para comportarse así?

            He mencionado antes una de las más destacadas destrezas de Martínez de Pisón: la impecable descripción de espacios y ambientes, precedida sin duda por un exhaustivo trabajo documental. Los lugares son mostrados en la narración con sumo detalle: la costa tarraconense donde se halla el camping, Plasencia, Toulouse…, igual que la central nuclear y su proceso de desmantelamiento. Asimismo, el huerto de Mabel con su proyecto de cultivar y vender flores de calabacín aparece perfectamente descrito y logra captar la atención del lector. Se diría que el autor es capaz de trasladar a la ficción fragmentos de realidad palpable de lo más variada sin disimular el interés que a él le despertaron y que sabe contagiar al lector. Sin embargo, en esta obra ambos asuntos (la central y el huerto) constituyen valiosas piezas en un puzle narrativo que no acaba de fraguar.

            El final de la novela resulta tan decepcionante como desolador y, sin embargo, tal vez sea lo más real de la historia, pues hay relaciones familiares así de destructivas para aquellos que se convierten en “cuidadores” con la intención de saldar una deuda de amor o de salvación. El complejo y delicado mundo de la familia aparece de manera recurrente en muchas de nuestras lecturas, ya sea como tema central o secundario, y con él tienen que ver algunas de las reflexiones más sentidas e interesantes que hemos compartido. Así ocurrió en esta tertulia. Todos lamentamos la renuncia de Iván a su vida en Francia junto a Céline. Mabel, antes de irse, lo acusa de “cobarde”. Puede tratarse de cobardía, ciertamente, pero también de un exceso de responsabilidad y de gratitud hacia una madre dependiente, manipuladora y desequilibrada, ya que él existe, pese a todo, porque ella se empeñó. Asomado a la posibilidad de no haber nacido, el pobre Iván hipoteca su vida para ocuparse de quien se la dio. No nos gusta que el muchacho acabe así después de todo, pero hemos de reconocer que su decisión, amén de otras cosas, constituye un acto de generosidad y de amor.

            Por último, como en este grupo no somos rencorosos, es muy probable que Ignacio Martínez de Pisón siga ostentando la marca de autor más leído de nuestro sofá porque es fácil que en algún momento volvamos a proponer otro título suyo. En la balanza siguen pesando mucho más sus numerosas magníficas obras y su indiscutible calidad que este  rotundo “patinazo”. Hasta los mejores alguna vez se equivocan, lo cual, en el fondo, no deja de ser un consuelo.


LA HIJA ÚNICA



Hemos cerrado el curso tertuliano con una excelente novela, La hija única, de la mexicana Guadalupe Nettel. No es extraño que haya sido la elegida en nuestra tradicional votación de clausura como la mejor de las obras leídas esta temporada. En primer lugar, se trata de una buena historia contada con agilidad, mediante un estilo preciso, cuidado y bien medido, y  dosificada con acierto en capítulos breves, extensión sumamente efectiva para desear seguir leyendo. Como sugerí en la tertulia, habremos de reflexionar algún día sobre este aspecto, pero se me ocurre ahora que la administración del relato en escuetas dosis favorece la atención expectante del lector y, por seguir con el símil de las habitaciones empleado en la anterior reseña, en esta fórmula las pequeñas estancias suelen ser todas esenciales y acogedoras, y nos vamos de ellas con la promesa de descubrir otras igualmente habitables y necesarias. La novela que nos ocupa está bien comenzada, bien desarrollada y bien terminada. Redonda y excelente, insisto.

            La clave de su construcción la constituye el trípode argumental que la sostiene: la extraordinaria historia de Alina y su hija Inés, la vida de Laura (la narradora) con sus relaciones, su casa, su balcón y su nido, y, por último, la dolorosa situación de Doris y Nicolás. El aparente tema de fondo podría ser la maternidad y sus contradicciones, las múltiples vivencias y sentimientos que suscita. De hecho, este supone el punto de partida del relato; sin embargo, mediante el cuestionamiento de lo que aparece aceptado como “normal” y “natural” en torno a la maternidad, creo que la autora dinamita también otras creencias y tipificaciones. Sirva como ejemplo la relación sentimental en que dejamos al final de la novela a Laura y Doris, ninguna de ellas lesbiana.

            Lo que a mí más me ha gustado en esta obra es cómo muestra la aventura que emprendemos cuando alguien nos importa y nos vemos empujados de modo irremediable a inmiscuirnos en su vida, a hacer algo que atenúe su desdicha porque su sufrimiento nos daña. Esto se ve muy bien en Laura y su proceso de acercamiento a sus ruidosos vecinos, y también se aprecia en Marlene, quien inicialmente despierta todas las inseguridades de Alina hasta que esta, transformada por cuanto le está sucediendo con su hija, acaba aceptándola como parte de su peculiar familia. Me parece una novela surgida de preocupaciones y sentimientos muy básicos, muy carnales, que no podemos negar y que coexisten con cuanto produce nuestra mente y nuestra dimensión social. En relación con ello, considero un detalle muy significativo el hecho de que lo relatado por Laura ocurre durante el proceso de redacción de su tesis, lo cual no deja de ser un enorme ejercicio intelectual que le exige horas de soledad y apartamiento. No obstante, presta atención a la comida, a menudo se refiere a los platos concretos que prepara para ella misma o para Nico y Doris, o a los desayunos con su madre. Con frecuencia Laura come o cena en el balcón, ese pequeño espacio en que la propia intimidad se abre al exterior. El balcón es también el lugar en que descubre el nido, cuyos moradores despiertan su curiosidad y protagonizan una pequeña historia que discurre en paralelo a todo lo que está sucediendo en la vida de Laura y su entorno, y así la biología queda hábilmente incorporada a una novela en la que, como ya he señalado, la maternidad constituye un asunto esencial.

            La maternidad y la no maternidad se plantean aquí como decisiones libres, intelectualmente elaboradas y enjuiciadas socialmente, adoptadas por mujeres valientes que se ven sorprendidas por el impredecible devenir de la vida, ejemplificado de manera asombrosa en el extraordinario caso de la gestación, nacimiento y, contra todas las predicciones médicas, la supervivencia de la pequeña Inés. Destacan como situaciones singulares la anunciada muerte de quien aún no ha nacido, la preparación del duelo y la dificultad de hallar expresión para ese dolor innombrado: «(…) no existe una palabra para los padres que pierden a sus hijos. A diferencia de otros siglos en que la mortandad infantil era muy alta, lo natural en nuestra época es que eso no suceda. Es algo tan temido, tan inaceptable, que hemos decidido no nombrarlo.» La vida de esa niña «empeñada en vivir», sus pequeñas conquistas, la lucha de sus padres, médicos y cuidadores por su bienestar se convierten en un proceso que los sorprende y transforma a todos, y que el lector sigue con verdadero interés.

            La hija única es también el relato de la amistad que une a Laura y Alina, un vínculo esencial y poderoso que se mantiene firme a pesar de la distancia, los cambios y las decisiones inesperadas que podrían alejarlas. El último capítulo contiene una visita de Alina a Laura. La primera comenta los progresos de Inés y lo contenta que está con sus gafas nuevas, y aprovecha el encuentro para preguntar a su amiga sobre la posibilidad de volver a enamorarse, pues no se le ha escapado que entre Laura y Doris hay algo (también sin nombre). Un rato después llama Doris al timbre y, antes de abrirle la puerta, Alina pronuncia las últimas palabras de la novela:

« ̶ No te pongas nerviosa  ̶ dijo ̶ . Pasará lo que tenga que pasar. Nadie se escapa de eso.»

            Magnífico final para una obra que aborda valientemente las innegables contradicciones en que incurrimos los humanos aun sin pretenderlo. Alguien en la tertulia comentó la paradoja de que Laura renuncie a tener hijos y acabe ocupándose de un niño conflictivo «que parece descontento con la vida».

Alina, quien tenía frente a la maternidad una actitud similar a la de su amiga, termina buscando ser madre y siéndolo de un modo totalmente imprevisto. Doris, esa mujer hundida,  superada por un niño difícil que repite las conductas observadas en su padre, va a ser rescatada por Laura, la fascinante narradora, incapaz de mantenerse indiferente al sufrimiento que percibe en sus vecinos. Cabe señalar aquí la afición de Laura a la quiromancia, el tarot y los horóscopos, igual que su simpatía por el pensamiento oriental y disciplinas como el yoga, en consonancia con su talante curioso y abierto, con su actitud vital de búsqueda y su desconfianza hacia las etiquetas y los prejuicios. Creo que su mirada perspicaz y sensible sobre la realidad y la voz franca y directa con que la refleja constituyen el mayor acierto de una novela cuya indiscutible calidad nos hará volver en próximas ocasiones al universo literario de su autora.

 

martes, 20 de abril de 2021

La buena suerte

 (de Rosa Montero).


Una vez más las siempre inspiradas palabras de Josune sobre nuestra última tertulia nos ayudan a sobrellevar esta "fatiga pandémica". Disfrutadlas y, como siempre. muchas gracias, Josune. La auténtica buena suerte es la nuestra al poder contar con tus reseñas y tu amistad.




La buena suerte es el segundo libro de Rosa Montero que leemos en nuestro sofá. Hay autores que frecuentamos porque resultan una apuesta segura: van a cumplir con unos mínimos a los que nos cuesta renunciar y es más que probable que nos ofrezcan una buena obra. La escritura de Rosa Montero, por quien sentimos unánime simpatía, siempre es ágil y vibrante, y nos atrapa con suma facilidad. Nos ha costado nada leer esta novela y la mayoría de nosotros la disfrutó; sin embargo, algunos mostraron su decepción y emitieron un juicio muy poco benévolo sobre ella. A ver si soy capaz de evocar y reconstruir el recorrido de una tertulia que resultó, en opinión de muchos, magnífica, y que vino a confirmar una tradición de nuestro sofá (nuestra antigüedad ya nos permite hasta levantar tradiciones): la de que no suelen ser las mejores obras las desencadenantes de las más intensas, brillantes y divertidas tertulias.

            Curiosamente la novela entró en Pynchon con una muy buena nota y salió de allí con la calificación algo (o bastante) disminuida. A su favor tiene, en primer lugar, un título prometedor, capaz de azuzar el ánimo en estos tiempos pandémicos, y  dos aciertos compositivos responsables de la facilidad con que se lee. Por un lado, la construcción de la intriga,  paralela a la presentación de los personajes, mostrada sin prolegómenos en un ritmo perfecto. Por otro, la brevedad de los capítulos. Con frecuencia se percibe en las ficciones de Rosa Montero esta deuda buena que la novelista tiene con su faceta periodística: la acertada dosificación del espacio narrativo. Ni le sobra ni le falta nada.

            Resulta muy hábil la tardía revelación del vínculo entre el protagonista y Marcos Soto. El lector tiende a sospechar que el motivo de la huida de Pablo Hernando está relacionado con su trabajo o con el mucho dinero que posee, cuando no es así. En general, la verosimilitud está bien manejada y los personajes, incluido el arquitecto, en principio parecen creíbles; sin embargo, cabe destacar algún detalle sorprendente como es el hecho de que Pablo entre a trabajar en el Goliat con extrema facilidad. ¿Trabaja sin contrato? Si su situación es legal, ¿cómo consigue los papeles? Estas circunstancias ni se mencionan.

            Se podría calificar de excesiva la reconcentrada fealdad de Pozonegro, en las antípodas de la exquisitez estética a la que Hernando está acostumbrado. Puede considerarse demasiado obvia, quizá, la simbología encerrada en algunos nombres como el topónimo anterior y el de la calle donde se halla su nueva casa: Resurrección. Es decir, no ha logrado la autora equilibrar la atmósfera realista y el consiguiente detallismo de la historia con el valor metafórico y la trascendencia temática que subyacen en ella. Y precisamente a propósito de los temas cabe resaltar que estos van surgiendo conforme se descubre el núcleo de la trama. Creo que el asunto fundamental tiene que ver con la bondad y la maldad como incontestables realidades humanas, por encima de la necesidad de huir y reinventarse, encarnada por Pablo en los primeros capítulos.

            La mejor persona del libro es Raluca, una mujer esencialmente buena, una “cuidadora”, en palabras del psiquiatra que la trató. Así la describe también su vecino Felipe, quien realiza una interesante clasificación de los seres humanos según su grado de bondad. El Mal y la Oscuridad quedan representados por Marcos Soto. Plantea la autora la posibilidad de un origen fisiológico del Mal al aludir a Incógnito. Las vidas secretas del cerebro, obra del neurocientífico David Eagleman. Las explicaciones y ejemplos reales contenidos en dicho libro e incluidos en la novela representan un consuelo en la medida en que sugieren la inevitabilidad del Mal, es decir, que este no es solo producto de la voluntad consciente. Mejor aún, la voluntad consciente del Mal no puede darse en “seres normales”, al menos si nos referimos al Mal en su expresión más terrible. En cualquier caso, ahí queda el interrogante.

En cuanto a la concreción de estas disquisiciones en La buena suerte, considero un enfoque argumental valiente la presentación del arquitecto protagonista como padre de un “monstruo”, de modo que el hundimiento vital de Pablo es desencadenado por la culpa que le produce su participación en la creación del mismo. El primer relato que inventa sobre su hijo de doce años ahogado porque él lo soltó apunta en esa dirección, y el contrapunto lo constituye Raluca, quien, criada en orfanatos, es la persona buena por antonomasia. Cabe resaltar que el Mal está reiteradamente enfocado en la novela en el ámbito familiar, doméstico, ejemplificado con varios casos reales de aberraciones cometidas por padres con sus hijos y en el episodio de Ana Belén, la madre maltratadora a la que Pablo acaba denunciando.

            Siempre brilla Rosa Montero en su estilo certero, de frase breve, adjetivación precisa y dosificado lirismo, así como en la construcción de diálogos y en el impecable manejo del perspectivismo: lleva la batuta del relato un narrador omnisciente que se sabe retirar cuando es oportuno, que sabe ocultarse muy bien tras el personaje. Leímos su novela con facilidad e interés, incluso la disfrutamos y recomendamos. Sin embargo, alguien concluyó que la autora es sobradamente capaz de ofrecer ficciones de una calidad superior a la alcanzada en La buena suerte y, en efecto, así es. No estamos ante su mejor obra, por supuesto que no, pero quiero explicar, para concluir la reseña, por qué la he regalado ya dos veces y, a pesar de todo, no soy capaz de adjudicarle menos de un rotundo notable.

            Quienes más críticos se mostraron aludieron a ese final feliz bastante inverosímil en el que Pablo y Raluca han iniciado una nueva vida en Madrid, esperan la llegada de un hijo y cuidan del bueno de Felipe, instalado muy cerca de ellos. Se refirieron también al tono un tanto cursi y pretencioso con el que la autora describe en las últimas páginas la transformación interior del arquitecto. Mencionaron la torpeza del episodio final de la banda de Benito y el Moka. Y hasta podríamos admitir que hay lugares comunes en esta novela coincidentes con los mantras propios de las publicaciones de autoayuda, es verdad. No obstante y pese a todo, reconozco haberla leído con gusto y no me molesta que no sea ni mucho menos una obra perfecta (por cierto: magnífico subtema el de la imperfección de la belleza que Pablo persigue como arquitecto y tiene en la atractiva Raluca espléndida encarnación). Me alegro de haberla leído porque en medio de tantas historias terribles también le concede un espacio decisivo a la bondad, igualmente real.

Por último, no quiero acabar esta reseña sin referirme a esas páginas finales de aclaraciones y agradecimientos, “Para terminar”, y que concluyen, a mi juicio, con una inesperada revelación:

            “Y un redoble de gracias para el formidable escritor Ignacio Martínez de Pisón, que fue la primera persona que leyó el borrador de este libro, y que con su generoso entusiasmo y sus sugerencias me sacó del hoyo de inseguridad en el que estaba. Gracias, amigo: te debo una.”

Hasta los mejores, los más grandes, aquellos a los que más admiramos patinan alguna vez. Y los más lúcidos de ellos, cuando esto les sucede, lo saben.

Nos vemos en la próxima tertulia con Fin de temporada, de Martínez de Pisón. Al final va a ser verdad que las casualidades no existen…

  

domingo, 31 de enero de 2021

El pan a secas y Lectura fácil

 (de Mohamed Chukri y Cristina Morales, respectivamente).


Tras un largo paréntesis en nuestras tertulias, provocado por el confinamiento y la posterior imposibilidad de realizar actos culturales, volvimos con ganas de hablar de literatura. Tanto es así, que lo hicimos sobre dos libros, dos, muy diferentes entre sí. Aquí nos cuenta Josune lo que debatió en tan esperada tertulia.


El pasado 23 de noviembre retomamos nuestra tertulia y con ella, un pedazo de normalidad, eso que solemos aprender a valorar con el tiempo, tras experimentar el extravío a que nos condena su interrupción no deseada. Todos estábamos encantados de volver a vernos, en algunos casos después de muchos meses, y de poder hablar de los libros que habíamos acordado leer. Estoy siendo consciente al escribir estas líneas de lo mismo que constaté al


redactar la última reseña, ya en período de confinamiento, que leemos con un estado de ánimo, con unas circunstancias y unas expectativas que afectan al proceso comunicativo abierto entre el autor y el receptor concreto de su obra. Acabo de formular una obviedad, pero necesito resaltarla por la intensidad con que durante este período la he reconocido. No puedo referirme a El pan a secas sin evocar las primeras semanas de confinamiento. Sé que lo estaba leyendo antes de que comenzara esta larga pesadilla; sin embargo, soy incapaz de recordar si el 14 de marzo ya lo había concluido o lo hice después. En cualquier caso, lo asocio a aquellos días tristes, y hasta creo que le guardo cierto rencor por no haber logrado lo que la literatura consigue con tanta frecuencia: arrancarnos de la situación que nos duele y llevarnos a otra más habitable.

            Todos coincidimos en señalar que se trata de un libro durísimo, puramente descriptivo en la mayor parte de sus páginas, alusivas a una pobreza y a una crueldad extremas. Carece de una mínima reflexión sobre cuanto acontece, ni siquiera mediante la referencia a lo que el personaje experimenta en su interior. Adolece de falta de elaboración estilística, de voluntad estética, del consuelo que procura la belleza literaria por encima del afán de trasladarnos a una realidad desgarradora. Alguien sugirió que esa sequedad formal tal vez sea pretendida, acorde con la aspereza vital que refleja y que es absolutamente real. Si esta apreciación fuera correcta, habría que reconocerle al autor el logro de convertir su expresión en espejo de un devenir penoso y desalentador. Chukri, analfabeto hasta los veintiún años, ofrece en este libro la descarnada crónica de la miseria y la brutalidad que lo envolvieron desde su nacimiento en 1935 en el Rif del protectorado español y que marcaron su infancia, adolescencia y primera juventud. Al margen de apreciaciones personales, resulta obligado reconocerle al autor el mérito de una trayectoria vital y artística que logra dejar atrás la miseria y ejercer desde la escritura un innegable compromiso con la realidad y la dignidad humanas.

            Si poco espacio de nuestro reencuentro le dedicamos a la novela de Mohamed Chukri, no ocurrió lo mismo con la de Cristina Morales, cuyo título se halla muy lejos de describir la experiencia lectora de la mayoría de nosotros: de fácil, nada. Fuimos varios los que mencionamos la desorientación causada por las primeras cien páginas (o más) y coincidimos en valorar como insufribles no pocos párrafos dedicados a disquisiciones ideológicas. Tal vez su mayor defecto sea el de la desmesura, la falta de dosificación de un planteamiento crítico y radical que, si bien le confiere una sorprendente audacia a la obra, enmaraña la narración de un modo que la desluce. Hubo acuerdo a la hora de resaltar la originalidad de una voz nueva y potente, sobradamente dotada de recursos lingüísticos y comunicativos, que parece disfrutar de lo lindo poniendo patas arriba numerosos preceptos de la corrección política. El mundo de los okupas, la religión del lenguaje eufemístico, el delicado universo de los discapacitados intelectuales, las trampas del aparato burocrático, la situación actual de la Cataluña del procés, por mencionar algunos asuntos, son diseccionados con dolorosa lucidez, finísimo humor y, en varios momentos, indiscutible ternura.

            La novela nos sacudió, cumplió  la intención provocadora que alienta la apuesta narrativa emprendida en ella por la autora. Genera polémica y ofrece multitud de cuestiones y planteamientos sobre los que aún podríamos estar debatiendo. Nos pareció interesante, recomendable, pero excesiva en su extensión y en la suma de sus pretensiones. Creo que una buena novela es también el resultado de un trabajo de renuncia y señalamiento de límites por parte del escritor, quien opera sobre un territorio necesariamente acotado, lo cual no reduce su libertad creadora ni rebaja el alcance de su voz, simplemente encauza sus propósitos y pone la palabra al servicio de la obra. Cuando esta difícil operación se ejecuta bien, en la armonía estética del resultado final logran brillar forma y contenido sin estorbarse. No es el caso de Lectura fácil, pues en ella no son escasos los momentos en que olvidamos dónde estamos, ante qué personaje nos hallamos y qué sentido tiene la deriva verborreica en que nos vemos sumidos.


Cristina Morales posee inteligencia, referentes culturales, fuerza, atrevimiento y manejo del lenguaje en dosis más que suficientes para construir relatos bien escritos, interesantes, que nos cuestionen y sacudan, y, dada su juventud, dispone de tiempo de sobra para dosificarse y no pretenderlo todo de una vez.