martes, 20 de abril de 2021

La buena suerte

 (de Rosa Montero).


Una vez más las siempre inspiradas palabras de Josune sobre nuestra última tertulia nos ayudan a sobrellevar esta "fatiga pandémica". Disfrutadlas y, como siempre. muchas gracias, Josune. La auténtica buena suerte es la nuestra al poder contar con tus reseñas y tu amistad.




La buena suerte es el segundo libro de Rosa Montero que leemos en nuestro sofá. Hay autores que frecuentamos porque resultan una apuesta segura: van a cumplir con unos mínimos a los que nos cuesta renunciar y es más que probable que nos ofrezcan una buena obra. La escritura de Rosa Montero, por quien sentimos unánime simpatía, siempre es ágil y vibrante, y nos atrapa con suma facilidad. Nos ha costado nada leer esta novela y la mayoría de nosotros la disfrutó; sin embargo, algunos mostraron su decepción y emitieron un juicio muy poco benévolo sobre ella. A ver si soy capaz de evocar y reconstruir el recorrido de una tertulia que resultó, en opinión de muchos, magnífica, y que vino a confirmar una tradición de nuestro sofá (nuestra antigüedad ya nos permite hasta levantar tradiciones): la de que no suelen ser las mejores obras las desencadenantes de las más intensas, brillantes y divertidas tertulias.

            Curiosamente la novela entró en Pynchon con una muy buena nota y salió de allí con la calificación algo (o bastante) disminuida. A su favor tiene, en primer lugar, un título prometedor, capaz de azuzar el ánimo en estos tiempos pandémicos, y  dos aciertos compositivos responsables de la facilidad con que se lee. Por un lado, la construcción de la intriga,  paralela a la presentación de los personajes, mostrada sin prolegómenos en un ritmo perfecto. Por otro, la brevedad de los capítulos. Con frecuencia se percibe en las ficciones de Rosa Montero esta deuda buena que la novelista tiene con su faceta periodística: la acertada dosificación del espacio narrativo. Ni le sobra ni le falta nada.

            Resulta muy hábil la tardía revelación del vínculo entre el protagonista y Marcos Soto. El lector tiende a sospechar que el motivo de la huida de Pablo Hernando está relacionado con su trabajo o con el mucho dinero que posee, cuando no es así. En general, la verosimilitud está bien manejada y los personajes, incluido el arquitecto, en principio parecen creíbles; sin embargo, cabe destacar algún detalle sorprendente como es el hecho de que Pablo entre a trabajar en el Goliat con extrema facilidad. ¿Trabaja sin contrato? Si su situación es legal, ¿cómo consigue los papeles? Estas circunstancias ni se mencionan.

            Se podría calificar de excesiva la reconcentrada fealdad de Pozonegro, en las antípodas de la exquisitez estética a la que Hernando está acostumbrado. Puede considerarse demasiado obvia, quizá, la simbología encerrada en algunos nombres como el topónimo anterior y el de la calle donde se halla su nueva casa: Resurrección. Es decir, no ha logrado la autora equilibrar la atmósfera realista y el consiguiente detallismo de la historia con el valor metafórico y la trascendencia temática que subyacen en ella. Y precisamente a propósito de los temas cabe resaltar que estos van surgiendo conforme se descubre el núcleo de la trama. Creo que el asunto fundamental tiene que ver con la bondad y la maldad como incontestables realidades humanas, por encima de la necesidad de huir y reinventarse, encarnada por Pablo en los primeros capítulos.

            La mejor persona del libro es Raluca, una mujer esencialmente buena, una “cuidadora”, en palabras del psiquiatra que la trató. Así la describe también su vecino Felipe, quien realiza una interesante clasificación de los seres humanos según su grado de bondad. El Mal y la Oscuridad quedan representados por Marcos Soto. Plantea la autora la posibilidad de un origen fisiológico del Mal al aludir a Incógnito. Las vidas secretas del cerebro, obra del neurocientífico David Eagleman. Las explicaciones y ejemplos reales contenidos en dicho libro e incluidos en la novela representan un consuelo en la medida en que sugieren la inevitabilidad del Mal, es decir, que este no es solo producto de la voluntad consciente. Mejor aún, la voluntad consciente del Mal no puede darse en “seres normales”, al menos si nos referimos al Mal en su expresión más terrible. En cualquier caso, ahí queda el interrogante.

En cuanto a la concreción de estas disquisiciones en La buena suerte, considero un enfoque argumental valiente la presentación del arquitecto protagonista como padre de un “monstruo”, de modo que el hundimiento vital de Pablo es desencadenado por la culpa que le produce su participación en la creación del mismo. El primer relato que inventa sobre su hijo de doce años ahogado porque él lo soltó apunta en esa dirección, y el contrapunto lo constituye Raluca, quien, criada en orfanatos, es la persona buena por antonomasia. Cabe resaltar que el Mal está reiteradamente enfocado en la novela en el ámbito familiar, doméstico, ejemplificado con varios casos reales de aberraciones cometidas por padres con sus hijos y en el episodio de Ana Belén, la madre maltratadora a la que Pablo acaba denunciando.

            Siempre brilla Rosa Montero en su estilo certero, de frase breve, adjetivación precisa y dosificado lirismo, así como en la construcción de diálogos y en el impecable manejo del perspectivismo: lleva la batuta del relato un narrador omnisciente que se sabe retirar cuando es oportuno, que sabe ocultarse muy bien tras el personaje. Leímos su novela con facilidad e interés, incluso la disfrutamos y recomendamos. Sin embargo, alguien concluyó que la autora es sobradamente capaz de ofrecer ficciones de una calidad superior a la alcanzada en La buena suerte y, en efecto, así es. No estamos ante su mejor obra, por supuesto que no, pero quiero explicar, para concluir la reseña, por qué la he regalado ya dos veces y, a pesar de todo, no soy capaz de adjudicarle menos de un rotundo notable.

            Quienes más críticos se mostraron aludieron a ese final feliz bastante inverosímil en el que Pablo y Raluca han iniciado una nueva vida en Madrid, esperan la llegada de un hijo y cuidan del bueno de Felipe, instalado muy cerca de ellos. Se refirieron también al tono un tanto cursi y pretencioso con el que la autora describe en las últimas páginas la transformación interior del arquitecto. Mencionaron la torpeza del episodio final de la banda de Benito y el Moka. Y hasta podríamos admitir que hay lugares comunes en esta novela coincidentes con los mantras propios de las publicaciones de autoayuda, es verdad. No obstante y pese a todo, reconozco haberla leído con gusto y no me molesta que no sea ni mucho menos una obra perfecta (por cierto: magnífico subtema el de la imperfección de la belleza que Pablo persigue como arquitecto y tiene en la atractiva Raluca espléndida encarnación). Me alegro de haberla leído porque en medio de tantas historias terribles también le concede un espacio decisivo a la bondad, igualmente real.

Por último, no quiero acabar esta reseña sin referirme a esas páginas finales de aclaraciones y agradecimientos, “Para terminar”, y que concluyen, a mi juicio, con una inesperada revelación:

            “Y un redoble de gracias para el formidable escritor Ignacio Martínez de Pisón, que fue la primera persona que leyó el borrador de este libro, y que con su generoso entusiasmo y sus sugerencias me sacó del hoyo de inseguridad en el que estaba. Gracias, amigo: te debo una.”

Hasta los mejores, los más grandes, aquellos a los que más admiramos patinan alguna vez. Y los más lúcidos de ellos, cuando esto les sucede, lo saben.

Nos vemos en la próxima tertulia con Fin de temporada, de Martínez de Pisón. Al final va a ser verdad que las casualidades no existen…

  

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