martes, 4 de junio de 2024

El retrato de casada

 (de Maggie O'Farrell)

Por segunda vez nos sumergimos en la hechizante prosa de Maggie O'Farrell, tras el buen sabor de boca que nos dejó Hamnet, y de nuevo la no menos mágica narrativa de nuestra Josune nos relata cómo fue la tertulia. Gracias, como siempre.



Hamnet  nos descubrió a una autora sorprendente que con El retrato de casada ha logrado cautivar de nuevo a casi todos los lectores de “El Sofá”. Pongo por delante las excepciones, que incidieron en la falta de interés por lo narrado y en el excesivo número de páginas al servicio de una historia merecedora de un desarrollo bastante más escueto. A juicio de la mayoría, Maggie O’Farrell ha vuelto a crear una novela fascinante, tanto como Hamnet; para algunos, todavía más.

            Cabe destacar varias similitudes entre ambas obras: están inspiradas en sendos acontecimientos históricos sobre los que se desconocen muchos datos; dichos acontecimientos nos transportan a épocas no del todo coincidentes pero sí próximas; el estilo constituye un eficaz instrumento y un valor en sí mismo, dotado de un lirismo y una precisión descriptiva asombrosamente imbricados; por último, el uso del presente en muchas de las secuencias narrativas confiere al relato una viveza e inmediatez que convierten al lector en privilegiado testigo de cuanto acontece. Quizá la relevancia que el arte pictórico adquiere en El retrato de casada subraya en ella este último rasgo, hasta el punto de que no son pocos los momentos en que leemos y a la vez contemplamos.

            Lucrezia, quinta hija del gran duque Cosimo de Medici, es la protagonista indiscutible de la historia. Su fuerte y peculiar personalidad desde pequeña recuerda a la extraña y cautivadora Agnes, la madre de Hamnet, por lo que es preciso incidir en la habilidad y la belleza con que ambos personajes están creados, en su naturaleza apasionada, libre e indómita, y la extraordinaria lucidez que gobierna sus decisiones, así como en la atmósfera de excepcionalidad y misterio que las envuelve desde su nacimiento (en el caso de Lucrezia, desde su concepción). De todos modos, aunque el contexto histórico es más que evidente y a lo largo de la narración hallamos sobradas muestras del exhaustivo trabajo de documentación realizado por la autora, creo que en ambas novelas la balanza se inclina hacia la ficción, terreno en el que Maggie O’Farrell se desenvuelve con verdadera maestría.

            El retrato de casada gira en torno al matrimonio concertado entre la jovencísima Lucrezia (quien sustituye a su hermana Maria tras el fallecimiento de esta) y Alfonso d’Este, duque de Ferrara, doce años mayor.El temor a ser asesinada por su enigmático marido está presente desde el primer capítulo. Se espera de ella que conciba con prontitud, como digna hija de su fecundísima madre, pues Alfonso necesita un heredero que garantice la continuidad del título que ostenta. Sobre ambos personajes recae, por tanto, una responsabilidad que condiciona por completo su lugar en el mundo y el vínculo que los une, de manera que el deseo, la atracción o la posibilidad del amor van quedando desplazados por la obsesiva persecución de tener descendencia. En este sentido, tanto Lucrezia como Alfonso son piezas de un orden social establecido que limita su libertad y marca su destino.

            La historia se va construyendo desde el presente con frecuentes saltos hacia atrás en los ambientes palaciegos de Florencia y Ferrara, y la autora ofrece al comienzo de cada capítulo la localización espaciotemporal de cuanto se narra en él. Esa precisión se hace imprescindible al principio, hasta que la trama se yergue de tal modo que el lector podría ubicarse fácilmente sin dicha referencia. En El palazzo de Florencia Lucrezia forma parte de una numerosa familia marcada por la armonía conyugal de sus padres. A ella, peculiar e inquieta desde pequeña, se le dispensa un trato diferente. Sus gritos y gruñidos perturban a sus hermanos, por lo que su madre decide que pase mucho tiempo en la zona de las cocinas, al cuidado del ama de cría y vigilada por Emilia, su pequeña hija, quien jugando con ella se quemó la cara al caerle encima una olla de agua hirviendo (“si una de las dos tenía que quedar desfigurada, mejor que fuera yo”, le dice Emilia a Lucrezia años después al identificarse y relatarle el episodio).


El gran duque Cosimo, aficionado a coleccionar animales salvajes, posee un pequeño zoológico en los sótanos del palazzo, la Sala dei Leoni, que sus cinco hijos visitarán una noche guiados por él y donde Lucrezia quedará prendada de la última adquisición, una espectacular tigresa con la que entabla un silencioso diálogo contemplándose mutuamente con fijeza y a la que no puede resistir la tentación de acariciar: “Lucrezia sintió la tristeza, la soledad que emanaba, el impacto de ser arrancada de su hogar (…) Percibió los mordiscos de los latigazos que le habían dado, el amargo anhelo del vaporoso y húmedo dosel de la selva y los irresistibles túneles verdes del sotobosque que eran sus dominios; el dolor ardiente en el pecho por los barrotes que ahora la encerraban. ¿No había esperanza?, parecía preguntarle la tigresa. ¿Me quedaré aquí para siempre? ¿Jamás volveré a casa?” (p. 52). Podría afirmarse que lo que experimenta al mirar a ese bello animal cautivo es un anticipo de lo que sentiría al verse a sí misma en su vida futura, atrapada en un matrimonio impuesto en el que no acaba de manejarse, con lo que el episodio adquiere un evidente valor simbólico y premonitorio.

También cabe destacar el impacto que le causa escuchar casualmente la conversación entre su padre, el duque, y Vitelli, su consejero, y que le descubre la propuesta del duque de Ferrara de que su hijo, tras el inesperado fallecimiento de Maria, su prometida, se case con su hermana Lucrezia: “Empezó a sentir miedo: el miedo la cubrió como el musgo a las piedras. Era como si algo o alguien se le hubiera acercado sigilosamente y ahora lo tuviera en la espalda. (…) Era algo oscuro y gelatinoso, con una forma indefinida y cambiante; no tenía ojos, pero sí una boca abierta que emitía un aliento húmedo y gaseoso. Sin mirar atrás, supo que era la muerte. De repente comprendió que moriría si este matrimonio seguía adelante, en ese instante quizá o tal vez después, pero pronto. Jamás se libraría de ese espectro, de esa sombra de su propia muerte.” (p. 81)

La intensidad de la novela se asienta en la tensión construida desde el rechazo de Lucrezia a ese compromiso por considerarlo el camino seguro hacia su aniquilación. Se resiste cuanto puede a ese matrimonio; sin embargo, solo conseguirá retardarlo, y esto con la complicidad de su aya, la fiel Sofia. Su nueva vida como duquesa de Ferrara constituye para ella el drástico final de su niñez y la abrupta irrupción en un mundo cuyas reglas va acatando aun sin comprenderlas, un mundo regido por hombres poderosos, como su desconcertante marido, capaces de mostrar atención y delicadeza junto con la mayor brutalidad. Su perspicacia la hará recelar desde el principio del siniestro Leonello Baldassare, íntimo amigo y consejero del duque. Contará con la confianza y el afecto de Elisabetta, una de sus cuñadas, prisionera como ella de su propio destino, quien abandonará el castello rota de dolor y de odio infinito hacia Alfonso por haber ordenado que su amante fuera estrangulado hasta la muerte en su presencia.

Resulta esencial en la historia el retrato de Lucrezia que Alfonso encarga a un pintor, Sebastiano Filippi, el Bastiniano. Ella posee desde niña gran sensibilidad artística y un extraordinario talento para el dibujo; en Ferrara seguirá pintando sobre pequeñas tablas de madera. Ese es su don y al ejercitarlo se siente libre. No me parece casual que el desenlace de la novela esté muy relacionado con el encargo del retrato y quienes participan en su ejecución. Y fue precisamente el final de la obra lo que resultó más polémico y desencadenó un interesante debate en nuestra tertulia, por inesperado y alejado de la realidad histórica. Sabemos que Lucrezia de Medici llegó a la corte de Ferrara ya casada y convertida en duquesa a los quince años y murió apenas un año después, quizá envenenada. En la novela Lucrezia va teniendo cada vez más evidencias de que morirá a manos de su marido o de alguno de sus servidores, pues no logra quedar encinta. Jacopo, uno de los ayudantes del Bastiniano, a quien ella, en un encuentro casual y antes de conocer su identidad, salvó la vida, es quien la ayuda a escapar de La fortezza, y es a Emilia, acostada en la misma cama que su señora, a quien matan. En este punto adquieren mayor sentido las palabras de la desventurada  sirvienta al recordar el episodio de la olla de agua hirviendo: “mejor que fuera yo”. Entonces quedó desfigurada; ahora le tocó morir en su lugar.


He indicado al principio que por más que unos hechos acaecidos en pleno Renacimiento italiano hayan dado pie a la escritura de El retrato de casada, nos hallamos ante una obra de ficción. De nuevo, como ya sucediera en Hamnet, Maggie O’Farrell despliega su enorme talento narrativo, descriptivo y fabulador para hacernos vibrar con un relato que contiene acontecimientos de una insoportable crueldad y violencia, y a través de un personaje protagonista que encarna la fuerza inconmensurable de la libertad y de la vida frente a la negra sombra de un destino aciago. No se trata ni mucho menos de un final feliz: la fiel y servicial Emilia es asesinada en el lugar de Lucrezia; por tanto, ni feliz, ni tranquilizador, y absolutamente injusto y terrible. Pero es ahí, en ese desenlace inesperado, donde la autora se vale de la ficción para ejecutar su venganza sobre la crueldad de la historia.

Una vez más la literatura sostiene la invención como compensación y consuelo. De nuevo la obra literaria se muestra cómplice de la imaginación como salida, como radical y denodada enmienda a lo real, como el alentador e infinito horizonte de lo posible.