(de Maggie O'Farrell)
Por segunda vez nos sumergimos en la hechizante prosa de Maggie O'Farrell, tras el buen sabor de boca que nos dejó Hamnet, y de nuevo la no menos mágica narrativa de nuestra Josune nos relata cómo fue la tertulia. Gracias, como siempre.
Hamnet nos descubrió a una autora sorprendente que
con El
retrato de casada ha logrado cautivar de nuevo a casi todos los
lectores de “El Sofá”. Pongo por delante las excepciones, que incidieron en la
falta de interés por lo narrado y en el excesivo número de páginas al servicio
de una historia merecedora de un desarrollo bastante más escueto. A juicio de la
mayoría, Maggie O’Farrell ha vuelto a crear una novela fascinante, tanto como Hamnet;
para algunos, todavía más.
Cabe destacar varias similitudes entre ambas obras: están
inspiradas en sendos acontecimientos históricos sobre los que se desconocen
muchos datos; dichos acontecimientos nos transportan a épocas no del todo coincidentes
pero sí próximas; el estilo constituye un eficaz instrumento y un valor en sí
mismo, dotado de un lirismo y una precisión descriptiva asombrosamente
imbricados; por último, el uso del presente en muchas de las secuencias
narrativas confiere al relato una viveza e inmediatez que convierten al lector en
privilegiado testigo de cuanto acontece. Quizá la relevancia que el arte
pictórico adquiere en El retrato de casada subraya en ella
este último rasgo, hasta el punto de que no son pocos los momentos en que
leemos y a la vez contemplamos.
Lucrezia, quinta hija del gran duque Cosimo de Medici, es
la protagonista indiscutible de la historia. Su fuerte y peculiar personalidad
desde pequeña recuerda a la extraña y cautivadora Agnes, la madre de Hamnet, por
lo que es preciso incidir en la habilidad y la belleza con que ambos personajes
están creados, en su naturaleza apasionada, libre e indómita, y la
extraordinaria lucidez que gobierna sus decisiones, así como en la atmósfera de
excepcionalidad y misterio que las envuelve desde su nacimiento (en el caso de
Lucrezia, desde su concepción). De todos modos, aunque el contexto histórico es
más que evidente y a lo largo de la narración hallamos sobradas muestras del
exhaustivo trabajo de documentación realizado por la autora, creo que en ambas
novelas la balanza se inclina hacia la ficción, terreno en el que Maggie O’Farrell
se desenvuelve con verdadera maestría.
El retrato de casada gira en torno
al matrimonio concertado entre la jovencísima Lucrezia (quien sustituye a su
hermana Maria tras el fallecimiento de esta) y Alfonso d’Este, duque de
Ferrara, doce años mayor.El temor a ser asesinada por su enigmático marido está
presente desde el primer capítulo. Se espera de ella que conciba con prontitud,
como digna hija de su fecundísima madre, pues Alfonso necesita un heredero que garantice
la continuidad del título que ostenta. Sobre ambos personajes recae, por tanto,
una responsabilidad que condiciona por completo su lugar en el mundo y el
vínculo que los une, de manera que el deseo, la atracción o la posibilidad del
amor van quedando desplazados por la obsesiva persecución de tener
descendencia. En este sentido, tanto Lucrezia como Alfonso son piezas de un orden
social establecido que limita su libertad y marca su destino.
La historia se va construyendo desde el presente con frecuentes saltos hacia atrás en los ambientes palaciegos de Florencia y Ferrara, y la autora ofrece al comienzo de cada capítulo la localización espaciotemporal de cuanto se narra en él. Esa precisión se hace imprescindible al principio, hasta que la trama se yergue de tal modo que el lector podría ubicarse fácilmente sin dicha referencia. En El palazzo de Florencia Lucrezia forma parte de una numerosa familia marcada por la armonía conyugal de sus padres. A ella, peculiar e inquieta desde pequeña, se le dispensa un trato diferente. Sus gritos y gruñidos perturban a sus hermanos, por lo que su madre decide que pase mucho tiempo en la zona de las cocinas, al cuidado del ama de cría y vigilada por Emilia, su pequeña hija, quien jugando con ella se quemó la cara al caerle encima una olla de agua hirviendo (“si una de las dos tenía que quedar desfigurada, mejor que fuera yo”, le dice Emilia a Lucrezia años después al identificarse y relatarle el episodio).
El
gran duque Cosimo, aficionado a coleccionar animales salvajes, posee un pequeño
zoológico en los sótanos del palazzo,
la Sala dei Leoni, que sus cinco hijos
visitarán una noche guiados por él y donde Lucrezia quedará prendada de la
última adquisición, una espectacular tigresa con la que entabla un silencioso
diálogo contemplándose mutuamente con fijeza y a la que no puede resistir la
tentación de acariciar: “Lucrezia sintió
la tristeza, la soledad que emanaba, el impacto de ser arrancada de su hogar
(…) Percibió los mordiscos de los latigazos que le habían dado, el amargo
anhelo del vaporoso y húmedo dosel de la selva y los irresistibles túneles
verdes del sotobosque que eran sus dominios; el dolor ardiente en el pecho por
los barrotes que ahora la encerraban. ¿No había esperanza?, parecía preguntarle
la tigresa. ¿Me quedaré aquí para siempre? ¿Jamás volveré a casa?” (p. 52).
Podría afirmarse que lo que experimenta al mirar a ese bello animal cautivo es
un anticipo de lo que sentiría al verse a sí misma en su vida futura, atrapada
en un matrimonio impuesto en el que no acaba de manejarse, con lo que el
episodio adquiere un evidente valor simbólico y premonitorio.
También
cabe destacar el impacto que le causa escuchar casualmente la conversación
entre su padre, el duque, y Vitelli, su consejero, y que le descubre la
propuesta del duque de Ferrara de que su hijo, tras el inesperado fallecimiento
de Maria, su prometida, se case con su hermana Lucrezia: “Empezó a sentir miedo: el miedo la cubrió como el musgo a las piedras.
Era como si algo o alguien se le hubiera acercado sigilosamente y ahora lo
tuviera en la espalda. (…) Era algo oscuro y gelatinoso, con una forma
indefinida y cambiante; no tenía ojos, pero sí una boca abierta que emitía un
aliento húmedo y gaseoso. Sin mirar atrás, supo que era la muerte. De repente
comprendió que moriría si este matrimonio seguía adelante, en ese instante
quizá o tal vez después, pero pronto. Jamás se libraría de ese espectro, de esa
sombra de su propia muerte.” (p. 81)
La
intensidad de la novela se asienta en la tensión construida desde el rechazo de
Lucrezia a ese compromiso por considerarlo el camino seguro hacia su
aniquilación. Se resiste cuanto puede a ese matrimonio; sin embargo, solo
conseguirá retardarlo, y esto con la complicidad de su aya, la fiel Sofia. Su
nueva vida como duquesa de Ferrara constituye para ella el drástico final de su
niñez y la abrupta irrupción en un mundo cuyas reglas va acatando aun sin
comprenderlas, un mundo regido por hombres poderosos, como su desconcertante
marido, capaces de mostrar atención y delicadeza junto con la mayor brutalidad.
Su perspicacia la hará recelar desde el principio del siniestro Leonello Baldassare,
íntimo amigo y consejero del duque. Contará con la confianza y el afecto de
Elisabetta, una de sus cuñadas, prisionera como ella de su propio destino, quien
abandonará el castello rota de dolor
y de odio infinito hacia Alfonso por haber ordenado que su amante fuera
estrangulado hasta la muerte en su presencia.
Resulta
esencial en la historia el retrato de Lucrezia que Alfonso encarga a un pintor,
Sebastiano Filippi, el Bastiniano. Ella posee desde niña gran sensibilidad
artística y un extraordinario talento para el dibujo; en Ferrara seguirá
pintando sobre pequeñas tablas de madera. Ese es su don y al ejercitarlo se
siente libre. No me parece casual que el desenlace de la novela esté muy
relacionado con el encargo del retrato y quienes participan en su ejecución. Y
fue precisamente el final de la obra lo que resultó más polémico y desencadenó
un interesante debate en nuestra tertulia, por inesperado y alejado de la
realidad histórica. Sabemos que Lucrezia de Medici llegó a la corte de Ferrara
ya casada y convertida en duquesa a los quince años y murió apenas un año
después, quizá envenenada. En la novela Lucrezia va teniendo cada vez más
evidencias de que morirá a manos de su marido o de alguno de sus servidores,
pues no logra quedar encinta. Jacopo, uno de los ayudantes del Bastiniano, a
quien ella, en un encuentro casual y antes de conocer su identidad, salvó la
vida, es quien la ayuda a escapar de La
fortezza, y es a Emilia, acostada en la misma cama que su señora, a quien
matan. En este punto adquieren mayor sentido las palabras de la desventurada sirvienta al recordar el episodio de la olla
de agua hirviendo: “mejor que fuera yo”.
Entonces quedó desfigurada; ahora le tocó morir en su lugar.
He indicado al principio que por más que unos hechos acaecidos en pleno Renacimiento italiano hayan dado pie a la escritura de El retrato de casada, nos hallamos ante una obra de ficción. De nuevo, como ya sucediera en Hamnet, Maggie O’Farrell despliega su enorme talento narrativo, descriptivo y fabulador para hacernos vibrar con un relato que contiene acontecimientos de una insoportable crueldad y violencia, y a través de un personaje protagonista que encarna la fuerza inconmensurable de la libertad y de la vida frente a la negra sombra de un destino aciago. No se trata ni mucho menos de un final feliz: la fiel y servicial Emilia es asesinada en el lugar de Lucrezia; por tanto, ni feliz, ni tranquilizador, y absolutamente injusto y terrible. Pero es ahí, en ese desenlace inesperado, donde la autora se vale de la ficción para ejecutar su venganza sobre la crueldad de la historia.
Una vez más la literatura sostiene la invención como
compensación y consuelo. De nuevo la obra literaria se muestra cómplice de la
imaginación como salida, como radical y denodada enmienda a lo real, como el
alentador e infinito horizonte de lo posible.