(de Ian McEwan)
Como cierre del curso tertuliano y apertura de las vacaciones estivales, nuestra Josune nos refresca el cuerpo y la memoria con su reseña de la última novela de Ian McEwan. Aprovechamos para consignar aquí los resultados de la tradicional votación de fin de curso sobre la mejor obra y la mejor tertulia de la temporada: en ambas categorías se proclamó ganadora La mala costumbre, de Alana S. Portero. Es la primera vez que ocurre esta coincidencia, si mal no recuerdo.
Gracias por tus palabras, Josune.
Reseña
sobre Lecciones, de Ian McEwan
La última novela
del británico Ian McEwan ha cerrado
nuestro curso tertuliano. Lecciones es la tercera obra suya que
leemos en nuestro Sofá y, aunque en general ha gustado, no ha suscitado un
elogio unánime y para algunos ha resultado excesiva en su extensión, así como
densa y algo tediosa en determinados pasajes.Yo he disfrutado muchísimo con
esta ambiciosa obra que pretende fundir
̶ y creo que casi siempre lo logra con éxito- la peripecia vital del
protagonista, Roland Baines, con los acontecimientos históricos más destacados
de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad, de modo que resulta
inevitable la identificación del personaje como alter ego del autor, teniendo en cuenta, además, que el propio
McEwan ha reconocido el origen biográfico de algún episodio.
La Segunda Guerra Mundial, el nazismo y el movimiento
“Rosa Blanca”, la crisis de Suez, la de los misiles en Cuba, la vida en la RDA,
la caída del Muro de Berlín, el gobierno de Margaret Thatcher, Chernobyl, el
Brexit y la pandemia aparecen como trasfondo de la existencia de Roland Baines,
su familia, y los numerosos personajes de esta novela. Se nos ofrece un
recorrido por los últimos setenta años, una información detallada de algunos
hechos de los que quizá no guardemos más que un recuerdo superficial y que
adquieren relevancia en la obra en tanto ayudan a explicar el rumbo, las
decisiones y los padecimientos de esos personajes, dotados de una verosimilitud
y humanidad incuestionables. Creo que este rasgo constituye un valor esencial y
le permite al autor tratar a fondo temas universales como las relaciones
paternofiliales y sus conflictos, la trascendencia en la edad adulta de las
heridas sufridas en la infancia, o la a menudo difícil compatibilidad entre la
vida y el arte.
Aunque son varios los personajes que sostienen el desarrollo de la trama y despiertan el interés del lector, las peculiaridades del protagonista son las que permiten la complejidad temática de la novela. A Roland Baines no le falta talento para la música, la escritura, o el deporte, pero sí constancia para entregarse por completo a alguno de esos ámbitos. Refractario a la disciplina y el orden, fantasioso y aventurero, optará por una formación autodidacta basada en una experiencia itinerante y muy rica. Alguien en la tertulia lo calificó de gris y aburrido, opinión que fue discutida y junto a la que también nos referimos a él como conciliador, generoso, capaz de salir adelante, y, a fin de cuentas, afortunado, pues, a pesar de todo, está rodeado de buenos amigos y conoce el verdadero amor.
La novela tiene un comienzo impactante con la alternancia
de dos acontecimientos: el recuerdo del episodio de la profesora de piano en la
infancia de Roland y el abandono del hogar por parte de Alissa, su mujer,
dejándolo solo a cargo de Lawrence, su pequeño hijo de siete meses. La nota que
él encuentra en la almohada aclara que Alissa no tiene intención de volver: “No intentes localizarme. Estoy bien. No es
culpa tuya. Te quiero, pero esto es definitivo. He estado viviendo una vida
equivocada. Intenta perdonarme, por favor.” La policía interviene
investigando tan repentina y en apariencia inexplicable desaparición. Las
pesquisas se interrumpen cuando no hay duda de que la marcha de la mujer ha
sido voluntaria y, en efecto, no tiene vuelta atrás. A partir de ese momento la
narración alternará el presente de Roland con la referencia a sus orígenes
familiares y a los de Alissa Eberhardt, junto al recuerdo de la relación que
mantuvo en su adolescencia con Miriam Cornell, su profesora de piano, una mujer
profundamente desequilibrada que le descubrió los placeres del sexo desde una
actitud de patológica posesión. Esta experiencia será determinante en sus
relaciones sentimentales posteriores, y le llevará mucho tiempo contemplarla
con objetividad y aceptar que de niño fue víctima de un abuso en toda regla. No
obstante, frente a la posibilidad, muchos años después, de desenterrar el
episodio y denunciarla, Roland no lo hace, pues asume su propia responsabilidad
en el consentimiento de lo que estaba ocurriendo cuando ya era un muchacho.
Roland recuerda su infancia en Trípoli, donde su padre
estaba destinado, y las incógnitas en torno a su universo familiar. Tiene dos
hermanos mayores, Henry y Susan, que viven en Inglaterra y que son fruto del
primer matrimonio de su madre con un soldado muerto en la guerra. La aparición,
en la parte final de la novela, de Robert Cove, su desconocido hermano,
aclarará esas incógnitas al tiempo que explicará la indeleble tristeza de
Rosalind, su madre. Con su marido en el frente y con dos hijos pequeños inició
una relación con el sargento Baines y quedó embarazada. Todo debió llevarse en
secreto; de haberse sabido, Baines podía ser sometido a un consejo de guerra. Rosalind dio en adopción al niño que tuvo en
1942, y en 1944, tras quedar viuda, se casó con el sargento. “¿Ordenó y dispuso el sargento Baines que
los hijos de Rosalind fueran a otra parte a fin de despejar el terreno para su
aventura? ¿Insistió en dar el bebé en adopción para salvar su carrera militar? (…)
Si Roland se incluía a sí mismo y su internado, entonces los cuatro hijos de
Rosalind fueron expulsados, desterrados a sus nuevos destinos. Con cada
partida, Rosalind debía de haber llorado. Él vio cómo le temblaban los hombros
cuando se marchaba aquella vez que sus padres lo dejaron en el autobús para que
fuera a su escuela nueva. Ella debía de haber pensado entonces en los otros
tres niños y haberse preguntado cómo había permitido que ocurriera de nuevo.”
Este es el episodio que McEwan reconoce como
autobiográfico. No en vano el libro está dedicado a sus tres hermanos y
titulado muy oportunamente con una palabra que alude, transparente y sencilla,
al aprendizaje que nos va deparando la vida, en su impredecible laberinto de
azarosas circunstancias y decisiones conscientes. Creo que uno de los momentos
más emotivos de la obra lo constituye precisamente la comprensión del
sufrimiento de Rosalind y del peso de su secreto por parte de sus hijos. Dicha comprensión no borra el daño experimentado,
no modifica los hechos ni disminuye la crueldad de lo acontecido, pero permite
contemplar la propia existencia y la de los demás con una mirada compasiva.
Descubrir una razón, construir un relato explicativo sobre lo que antes nos
causó desconcierto y dolor no altera lo sucedido, pero sí su percepción, y es
esta la que opera un cambio en nosotros mismos.
En Lecciones están trenzadas numerosas
e interesantes vidas condicionadas, como ya he indicado, por los
acontecimientos históricos que las enmarcan. Cabe destacar, por ejemplo, la de
Jane Farmer, la madre de Alissa, una mujer singular, dotada para la escritura y
autora de unos diarios reflejo de su gran talento, que acabó renunciando a sus
aspiraciones individuales y dedicándose a su familia:“Jane decidió su destino en el hogar. (…) No llegó a ir a la universidad
como su hermano, no llegó a ser una autora publicada (…). No fue hasta que
Heinrich y ella se hubieron mudado al norte, en 1955, cuando empezó a aceptar
que había acabado con una vida segura y un matrimonio aburrido.” Y así,
parece que su renuncia hizo mella en su carácter en forma de aspereza y cierta
desilusión que apreciaban quienes mejor la conocían. Para su hija, su
frustración e infelicidad eran evidentes, y pienso que una de las escenas más
intensas y duras de la novela la constituye la conversación entre Jane y
Alissa, cuando esta va a verla y le explica los motivos para dejar a su familia.
Alissa le reprocha con absoluta crudeza haber crecido en torno a su amargura y
a su sensación de fracaso: “No llegaste a
ser escritora. Lo que te tocó a cambio fue la maternidad. No me odiabas. Lo
sobrellevabas. Pero apenas lo tolerabas, esta vida de segunda fila.” Y le
confiesa no estar dispuesta a repetir la historia, por eso abandona a su marido
y a su hijo, y a ella, su madre, también: “¡No
pienso hundirme! Voy a rescatarme. ¡Y de paso es posible que hasta te rescate a
ti!” La decisión de Alissa obedece a su voluntad de cumplir con su vocación
de escritora con absoluta ambición y entrega, ya que su deseo es convertirse en
la mejor novelista de su generación, propósito que logrará cumplir y que será
la razón de que Roland la perdone: “Que
te dejen por la causa de una obra mediocre sería el insulto definitivo. (…) Sí,
la perdoné porque era buena, incluso brillante. Para lograrlo tuvo que
abandonarnos”.
A pesar del sufrimiento que su marcha le causó a él y
sobre todo a Lawrence (en una ocasión el niño le preguntó a su padre: “¿Se fue
porque yo era malo?”), Roland la comprende y la perdona de verdad, y se empeña
en que su hijo no sienta rencor hacia ella. En el personaje de Alissa y en su
comportamiento, radical y extremo (se niega a ver a Lawrence cuando este va a
visitarla), McEwan vierte el conflicto que puede experimentar el artista al
tener que elegir entre la creación y las servidumbres de la vida. Para Alissa
no hay conciliación posible. Actuar como madre la hubiera llevado a la
infelicidad de no dar rienda suelta a su talento, de no ejecutar su destino.
Ella siente que quedarse a vivir “una vida equivocada” hubiera causado en su
familia una desdicha mucho mayor que la acarreada por su abandono. De hecho,
Roland y Lawrence sobreviven y, gracias a la proximidad de la encantadora y
generosa Daphne y su familia, lo hacen con orden y en un verdadero hogar.
Creo que la novela está muy bien concluida, con la
salvedad del extraño e incluso ridículo episodio de la disputa por las cenizas
de Daphne. Roland ha llegado a su vejez arropado por la familia que formaron
entre los dos, Daphne y él: los hijos de ambos y sus nietos. Alissa ha vivido
dedicada por entero a la literatura, bastante aislada del mundo y de las
relaciones sociales. En su madurez admite que se arrepiente de no haber
recibido a su hijo en su casa años atrás. Consigue que se publiquen los diarios
de Jane, cumpliendo así el vaticinio que le hiciera a su madre de rescatarla
tal vez también a ella. Porque esos diarios son una maravilla. En su lectura
Roland reconoce el talento que los sostiene: “Su don para saber cómo un buen detalle iluminaba el conjunto tenía el
destello de una inteligencia vital. La prosa de Alissa también conseguía ese
efecto. Mientras que él se limitaba a enumerar experiencias, madre e hija les
daban vida.”
Lecciones es, a mi juicio, un libro
profundo y hermoso, conmovedor en lo que tiene de relato del lento, irregular y
sorprendente aprendizaje que nos depara la existencia. Es un repaso a los acontecimientos
más relevantes de los últimos setenta años, prácticamente
la vida del autor, cuya amplísima cultura queda muy bien sugerida a través de
Roland, fantasioso, polifacético, aventurero, perplejo, conciliador. Es también
una red de personajes creíbles por su humanidad y su instinto de supervivencia,
sometidos al orden temporal y al inesperado devenir de la experiencia.
En
una obra de la psiquiatra y tanatóloga Elisabeth Kübler-Ross leí lo siguiente:
“Los acontecimientos de la vida son
cronológicos, pero las lecciones nos llegan cuando las necesitamos.” Subyace en esta curiosa y muy discutible
reflexión la sugestiva idea de que nuestra existencia es un aprendizaje que
obedece a un plan misteriosamente orquestado por un sentido cabal que propicia,
en el fondo y aunque no lo parezca, aquello que más nos conviene. Y no puedo
dejar de ver en este libro de McEwan una apuesta similar: el empeño en
comprender lo que fuimos y cuanto hicimos, así como lo que fueron y cuanto
hicieron los demás, desde la aceptación serena y compasiva. De entre las muchas
lecciones que encierra la novela, es esta, tan reconfortante y alentadora, la
que por encima de todas me gustaría recordar siempre.