CRÓNICA ENVIADA POR LA Dra. PASAVENTA:
Como pudimos corroborar en nuestra tertulia sobre Sputnik, mi amor, los lectores de Murakami se dividen en dos: aquellos que han leído una de sus novelas y no piensan volver a leer nada más de este autor (salvo imperativo tertuliano, como dejó bien claro nuestro Leante) y aquellos otros que van a seguir leyendo todo lo que este japonés publique (somos los “murakamianos”, una secta que está causando furor entre las capas más “frikies” de nuestra sociedad).
Para unos y otros, la novela tiene algo de surrealista, el argumento roza lo absurdo y, para colmo, hay fragmentos realmente aburridos. ¿Por qué, entonces, nos gustan Sputnik, mi amor y las demás obras de este autor? ¿Por qué algunos somos murakamianos?
La novela se inicia con un párrafo brillante: el del enamoramiento súbito y arrollador que experimenta Sumire a los veintidós años. El objeto de su amor, Myû es una mujer que le dobla la edad, bellísima… y casada. Todos coincidimos en que el inicio de la novela no podía ser mejor. Sin embargo, para varios de los asistentes, “aquí empezó todo y aquí acabó (casi) todo”.
Tras ese párrafo inicial, el narrador nos presenta la situación previa al enamoramiento: Sumire es una muchacha muy poco convencional. Lleva una existencia ascética y bastante aislada de todo contacto humano cuyo único objetivo es escribir novelas. Uno de los pocos seres humanos con los que se relaciona es el narrador, un compañero de estudios enamorado perdidamente de ella pero que tiene que conformarse con largas conversaciones telefónicas a unas horas en las que la mayor parte de la población, él incluido, suele estar durmiendo. El pobre hombre siente todo tipo de punzadas y dolores pero acepta el destino de confidente, consejero y paño de lágrimas.
Esta situación dramáticamente poco prometedora es alterada por el enamoramiento de Sumire que, tras conocer a Myû decide abandonar su pasión literaria y hasta acepta un trabajo convencional, con tal de estar más cerca de su amada. El narrador, por su parte, acepta resignado los acontecimientos y tiene la deferencia de seguir contándolos para el lector.
Las peripecias de Myû y Sumire en su viaje por Europa no revisten, creo yo, gran interés… Sin embargo, Murakami logra que, entre tanta página prescindible, nos topemos con algunos fragmentos verdaderamente brillantes que permanecen en la memoria del lector mucho después de haber acabado el libro.
Leí la novela hace más de un año… y todavía siento frío al recordar el episodio de la noria, una especie de parábola en que una persona se puede desdoblar, perdiendo todas sus pasiones y emociones cálidas y humanas y dejando un cascarón gélido y triste, aunque perfectamente funcional en nuestra sociedad.
Y es que, en mi opinión, el terreno en el que Murakami brilla, en el que logra que olvidemos lo absurdo del argumento, es en el de la descripción de la condición humana: la necesidad de amar y estar con otros (y la incapacidad irremediable para lograrlo). Y os pongo unas líneas de Sputnik para que entendáis lo que quiero decir: “Y entonces lo comprendí… en definitiva, no éramos más que dos solitarios pedazos de metal trazando su propia órbita cada una. Desde lejos parecían bellos como estrellas fugaces. En realidad, sólo éramos prisioneras sin destino encerradas cada una en su propia cápsula. Cuando las órbitas de los dos satélites se cruzaban casualmente, nos encontrábamos. Quizá simpatizábamos. Pero sólo duraba un instante. Momentos después volveríamos a estar inmersas en la soledad más absoluta. Y algún día arderíamos y quedaríamos reducidas a nada” (pág. 136).
Sin embargo, contra lo que pueda parecer por estos comentarios, la tertulia fue de lo más divertida: lleno total (reaparecieron las de las Lomas –que siguen sin decir ni “mu” en inglés- y se estrenaron dos nuevas tertulianas –aunque Alicia sigue sin atreverse a venir-), discusiones entre murakamianos y anti-murakamianos, explicaciones surrealistas sobre el surrealismo de Sputnik … En definitiva, un encuentro galáctico de una veintena de satélites que simpatizan y hablan de libros mientras comen bombones… Un lujo en los tiempos que corren.
Para unos y otros, la novela tiene algo de surrealista, el argumento roza lo absurdo y, para colmo, hay fragmentos realmente aburridos. ¿Por qué, entonces, nos gustan Sputnik, mi amor y las demás obras de este autor? ¿Por qué algunos somos murakamianos?
La novela se inicia con un párrafo brillante: el del enamoramiento súbito y arrollador que experimenta Sumire a los veintidós años. El objeto de su amor, Myû es una mujer que le dobla la edad, bellísima… y casada. Todos coincidimos en que el inicio de la novela no podía ser mejor. Sin embargo, para varios de los asistentes, “aquí empezó todo y aquí acabó (casi) todo”.
Tras ese párrafo inicial, el narrador nos presenta la situación previa al enamoramiento: Sumire es una muchacha muy poco convencional. Lleva una existencia ascética y bastante aislada de todo contacto humano cuyo único objetivo es escribir novelas. Uno de los pocos seres humanos con los que se relaciona es el narrador, un compañero de estudios enamorado perdidamente de ella pero que tiene que conformarse con largas conversaciones telefónicas a unas horas en las que la mayor parte de la población, él incluido, suele estar durmiendo. El pobre hombre siente todo tipo de punzadas y dolores pero acepta el destino de confidente, consejero y paño de lágrimas.
Esta situación dramáticamente poco prometedora es alterada por el enamoramiento de Sumire que, tras conocer a Myû decide abandonar su pasión literaria y hasta acepta un trabajo convencional, con tal de estar más cerca de su amada. El narrador, por su parte, acepta resignado los acontecimientos y tiene la deferencia de seguir contándolos para el lector.
Las peripecias de Myû y Sumire en su viaje por Europa no revisten, creo yo, gran interés… Sin embargo, Murakami logra que, entre tanta página prescindible, nos topemos con algunos fragmentos verdaderamente brillantes que permanecen en la memoria del lector mucho después de haber acabado el libro.
Leí la novela hace más de un año… y todavía siento frío al recordar el episodio de la noria, una especie de parábola en que una persona se puede desdoblar, perdiendo todas sus pasiones y emociones cálidas y humanas y dejando un cascarón gélido y triste, aunque perfectamente funcional en nuestra sociedad.
Y es que, en mi opinión, el terreno en el que Murakami brilla, en el que logra que olvidemos lo absurdo del argumento, es en el de la descripción de la condición humana: la necesidad de amar y estar con otros (y la incapacidad irremediable para lograrlo). Y os pongo unas líneas de Sputnik para que entendáis lo que quiero decir: “Y entonces lo comprendí… en definitiva, no éramos más que dos solitarios pedazos de metal trazando su propia órbita cada una. Desde lejos parecían bellos como estrellas fugaces. En realidad, sólo éramos prisioneras sin destino encerradas cada una en su propia cápsula. Cuando las órbitas de los dos satélites se cruzaban casualmente, nos encontrábamos. Quizá simpatizábamos. Pero sólo duraba un instante. Momentos después volveríamos a estar inmersas en la soledad más absoluta. Y algún día arderíamos y quedaríamos reducidas a nada” (pág. 136).
Sin embargo, contra lo que pueda parecer por estos comentarios, la tertulia fue de lo más divertida: lleno total (reaparecieron las de las Lomas –que siguen sin decir ni “mu” en inglés- y se estrenaron dos nuevas tertulianas –aunque Alicia sigue sin atreverse a venir-), discusiones entre murakamianos y anti-murakamianos, explicaciones surrealistas sobre el surrealismo de Sputnik … En definitiva, un encuentro galáctico de una veintena de satélites que simpatizan y hablan de libros mientras comen bombones… Un lujo en los tiempos que corren.
LA PRÓXIMA TERTULIA: El invierno en Lisboa, de Antonio Muñoz Molina, se celebrará el martes 24 de febrero en el PACG.
1 comentario:
Muchas gracias, Mª Ángeles, por tu preciosa reseña. Qué pena haberme perdido esta tertulia. Me gustó mucho Sputnik... y lo sé porque no pude parar de leerla hasta el final.Pero no creáis que tengo muchos más argumentos, aunque intentaré encontrar alguno, más que nada por no quedar como un simple freak murakamiano, que diría Pasaventa.
El primer párrafo casi me tira de espaldas. No porque fuera bonito, aunque veo que a la mayoría os ha parecido genial, sino por lo pretencioso y lo kitsch. En la novela, es cierto, no se entiende todo, y eso me gusta. Hay muchos aspectos que quedan sueltos en la crónica de estos amores imposibles, y eso me encanta. Porque la vida es también así. No lo sabemos todo de todos. Nunca llegamos a entender nada a la perfección. Nunca tenemos todos los datos. ¡Todo es tan fragmentario y subjetivo! Lo que está claro es que la novela no deja indiferente y, para mí, es difícil de olvidar.
Consigue con una pasmosa facilidad un tono realmente especial, un estado de ánimo contagioso. Incluso los que amamos con bastante facilidad y alegría nos sentimos por un momento conmovidos, y nos identificamos con estos seres atormentados, frágiles, solitarios y deseosos pero incapaces de amar.
Me he lanzado al Tokio Blues y ¿os digo una cosa?, me encanta.
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