De nuevo vuelve Josune a contarnos con sus acertadas palabras lo que se habló en la tertulia de un libro que, parece ser, no despertó muchas pasiones... Gracias otra vez por tus crónicas.
En la historia de nuestra tertulia se ha dado,
afortunadamente, de todo: novelas que nos han gustado mucho a la mayoría; otras
que no han gustado a casi nadie; unas cuantas que han suscitado controversia,
con tantos defensores como detractores… Pero lo ocurrido con la novela de Alice Munro La vida de las mujeres no había sucedido nunca y es que muy
poquitos habíamos acabado de leerla, y
creo que la razón quedó muy clara: la falta de interés, la historia no
enganchaba y por eso daba pereza volver a ella. Entre los pocos que la habíamos
concluido tampoco causó demasiado entusiasmo. No sé si dos personas, a lo sumo
tres, dijimos que nos había gustado. A mí particularmente me gustó mucho y voy a explicar por qué.
Abordé la lectura de este libro con curiosidad
por tratarse de una de las dos únicas novelas de una autora ensalzada por sus
colecciones de cuentos, así que me gustaba la idea de tener delante una
excepción, una suerte de rareza. Tal vez por eso y porque enseguida me recordó
a Matar
un ruiseñor, mi predisposición era buena. Pero hace falta algo más que
una actitud inicial positiva para que al cabo de casi cuatrocientas páginas el
balance siga siendo tan favorable como el arranque, y en mi caso así ha sido. Reconozco
que enseguida me atrapan las historias contadas por una voz que se asoma a su
infancia e, inevitablemente, a su familia. Es verdad que los recuerdos
infantiles de los miembros de una misma generación suelen ser coincidentes
porque en el fondo las personas nos parecemos mucho; aunque tanto como nos
distinguimos unas de otras, y las mismas experiencias nos han marcado de muy
diversa forma. Eso es lo que a mí me interesa del recuerdo de la infancia:
dónde se detuvo la mirada de la narradora, qué le causó entonces felicidad y
sufrimiento de modo que lo que vino después fue, en buena medida, una respuesta
a todo aquello. Y en esta novela, además, aparece la infancia como el
territorio de la exploración, el descubrimiento de lo nuevo, la tentación de lo
prohibido, el irrefrenable deseo de hacer lo que nos han dicho que está mal, la
excitación que provocan la rebeldía y la transgresión (cabe destacar aquí su
historia con el extraño señor Chamberlain), la necesidad de los secretos…
He disfrutado especialmente con esos párrafos
en los que la narradora muestra la sutil percepción de sus anclajes familiares.
Creo que estas líneas pueden servir de ejemplo:
“Mi madre se quedó sentada en su silla de
lona y mi padre en una de madera; no se miraron. Pero estaban conectados, y esa
conexión era clara como el agua, y existía entre nosotros y tío Benny, entre
nosotros y Flats Road, y seguiría existiendo entre nosotros y cualquier cosa.
Eso mismo pasaba a veces en invierno, cuando repartían dos manos de cartas y se
sentaban a la mesa de la cocina a jugar mientras esperaban las noticias de las
diez, después de mandarnos a la cama al piso de arriba. Y el piso de arriba
parecía estar a millas por encima de ellos, oscuro y lleno del ruido del
viento. Allá arriba descubrías lo que nunca recordabas abajo en la cocina: que
estábamos en una casa tan pequeña y cerrada como un barco en alta mar, en medio
de los aullidos de un temporal. Parecían hablar y jugar a cartas, en un pequeño
punto de luz muy lejano, de forma irrelevante; sin embargo esa idea de ellos,
prosaica como un hipo, familiar como el aliento, era lo que me sostenía, lo que
me hacía señas desde el fondo del pozo cuando me quedaba dormida”. (pp. 45 y
46)
Aunque todos los miembros de su familia
resultan un tanto pintorescos (tío Benny, las ancianas tía Elspeth y tía Grace,
con su particular sentido del humor…), creo que es la madre el personaje más
destacado, una mujer que un buen día decide dedicarse a vender enciclopedias y
que siente verdadera avidez por aprender (“El saber no era para ella algo hostil
sino acogedor y entrañable”), actitud que comparte con Del, la cual posee, además, una memoria prodigiosa. Esta madre poco
convencional, refractaria a cualquier sentimiento religioso, emprendedora e
independiente, alquila una casa en la ciudad y toma una inquilina (Fern
Dogherty). Su marido es un tranquilo granjero que se dedica a la cría de zorros
plateados y no pone obstáculos a su decisión. Él acudía por la noche a la casa
de la ciudad y se quedaba a cenar y a dormir hasta que llegaba la temporada de nieve;
entonces solo iba a la ciudad, si le era posible, el sábado por la noche y
parte del domingo. Por su parte, Owen, el único hermano de Del, parece conforme con llevar la misma vida que su padre y tío
Benny en la granja de Flats Road.
El libro está organizado en siete extensos
capítulos y un epílogo, y cada uno de ellos presenta un asunto o anécdota
particular, de manera que alguien comentó en la tertulia que se podría
considerar como un conjunto de relatos. Y en parte así es, pero existe un hilo
conductor, que es el proceso de maduración personal de la narradora, su paso de
la adolescencia a la primera juventud, desde esa mirada sutil e inteligente
sobre las parcelas de la realidad que para ella son relevantes. Se trata, pues,
de una novela.
El capítulo “La edad de la fe”, dedicado a
las iglesias, me parece magistral. El asunto religioso está muy bien tratado,
lo mismo que el sexual, y ambos constituyen los pilares del tema de fondo, el
de la libertad individual como una ardua conquista de las mujeres. Hubo
polémica en torno a si finalmente Del
traiciona sus proyectos académicos por embarcarse en una relación sentimental o
si decide con todas las consecuencias lo que quiere hacer. Repito lo que ya
expresé en la tertulia: Del es una
joven que actúa libremente (su ruptura con Garnet French constituye un buen
ejemplo: “[…]me quedé asombrada, no porque estuviera peleando con Garnet, sino
porque alguien hubiera cometido el error de creer que tenía verdadero poder
sobre mí).
En las páginas finales del libro aparece su vocación
literaria (“Llegó un momento en que todos los libros de la biblioteca del
ayuntamiento no fueron suficientes para mí; necesitaba tener libros propios.
Comprendí que lo único que podía hacer con mi vida era escribir una novela.”).
La descripción del proceso por el que unos personajes y hechos reales van a ser
inspiradores de su obra me parece magnífica.
Por último, creo que otra de las razones por
las que he disfrutado con La vida de la mujeres es porque desde
el principio he imaginado con facilidad a los personajes, he visto los lugares,
me han resultado familiares las situaciones, y la culpa de ello la tienen las
películas norteamericanas, el espléndido cine que los estadounidenses han hecho
con sus preocupaciones, sus anhelos y sus variados modos de vida. Me ha
acompañado casi todo el tiempo la
impresión de haber visto en la pantalla historias parecidas. Reconozco que de
la mano de Del, mientras ella
evocaba el final de su infancia, yo también he regresado a la mía, y,
sencillamente, me ha sentado muy bien.
JOSUNE
Para la próxima tertulia (el 20 de marzo, creo) leeremos Las baladas del ajo, de Mo Yan.
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