miércoles, 23 de enero de 2013

La vida de las mujeres

(de Alice Munro)

De nuevo vuelve Josune a contarnos con sus acertadas palabras lo que se habló en la tertulia de un libro que, parece ser, no despertó muchas pasiones... Gracias otra vez por tus crónicas.


     En la historia de nuestra tertulia se ha dado, afortunadamente, de todo: novelas que nos han gustado mucho a la mayoría; otras que no han gustado a casi nadie; unas cuantas que han suscitado controversia, con tantos defensores como detractores… Pero lo ocurrido con la novela de Alice Munro La vida de las mujeres no había sucedido nunca y es que muy poquitos  habíamos acabado de leerla, y creo que la razón quedó muy clara: la falta de interés, la historia no enganchaba y por eso daba pereza volver a ella. Entre los pocos que la habíamos concluido tampoco causó demasiado entusiasmo. No sé si dos personas, a lo sumo tres, dijimos que nos había gustado. A mí particularmente me gustó mucho  y voy a explicar por qué.

     Abordé la lectura de este libro con curiosidad por tratarse de una de las dos únicas novelas de una autora ensalzada por sus colecciones de cuentos, así que me gustaba la idea de tener delante una excepción, una suerte de rareza. Tal vez por eso y porque enseguida me recordó a Matar un ruiseñor, mi predisposición era buena. Pero hace falta algo más que una actitud inicial positiva para que al cabo de casi cuatrocientas páginas el balance siga siendo tan favorable como el arranque, y en mi caso así ha sido. Reconozco que enseguida me atrapan las historias contadas por una voz que se asoma a su infancia e, inevitablemente, a su familia. Es verdad que los recuerdos infantiles de los miembros de una misma generación suelen ser coincidentes porque en el fondo las personas nos parecemos mucho; aunque tanto como nos distinguimos unas de otras, y las mismas experiencias nos han marcado de muy diversa forma. Eso es lo que a mí me interesa del recuerdo de la infancia: dónde se detuvo la mirada de la narradora, qué le causó entonces felicidad y sufrimiento de modo que lo que vino después fue, en buena medida, una respuesta a todo aquello. Y en esta novela, además, aparece la infancia como el territorio de la exploración, el descubrimiento de lo nuevo, la tentación de lo prohibido, el irrefrenable deseo de hacer lo que nos han dicho que está mal, la excitación que provocan la rebeldía y la transgresión (cabe destacar aquí su historia con el extraño señor Chamberlain), la necesidad de los secretos…

     He disfrutado especialmente con esos párrafos en los que la narradora muestra la sutil percepción de sus anclajes familiares. Creo que estas líneas pueden servir de ejemplo:

     “Mi madre se quedó sentada en su silla de lona y mi padre en una de madera; no se miraron. Pero estaban conectados, y esa conexión era clara como el agua, y existía entre nosotros y tío Benny, entre nosotros y Flats Road, y seguiría existiendo entre nosotros y cualquier cosa. Eso mismo pasaba a veces en invierno, cuando repartían dos manos de cartas y se sentaban a la mesa de la cocina a jugar mientras esperaban las noticias de las diez, después de mandarnos a la cama al piso de arriba. Y el piso de arriba parecía estar a millas por encima de ellos, oscuro y lleno del ruido del viento. Allá arriba descubrías lo que nunca recordabas abajo en la cocina: que estábamos en una casa tan pequeña y cerrada como un barco en alta mar, en medio de los aullidos de un temporal. Parecían hablar y jugar a cartas, en un pequeño punto de luz muy lejano, de forma irrelevante; sin embargo esa idea de ellos, prosaica como un hipo, familiar como el aliento, era lo que me sostenía, lo que me hacía señas desde el fondo del pozo cuando me quedaba dormida”. (pp. 45 y 46)

     Aunque todos los miembros de su familia resultan un tanto pintorescos (tío Benny, las ancianas tía Elspeth y tía Grace, con su particular sentido del humor…), creo que es la madre el personaje más destacado, una mujer que un buen día decide dedicarse a vender enciclopedias y que siente verdadera avidez por aprender (“El saber no era para ella algo hostil sino acogedor y entrañable”), actitud que comparte con Del, la cual posee, además, una memoria prodigiosa. Esta madre poco convencional, refractaria a cualquier sentimiento religioso, emprendedora e independiente, alquila una casa en la ciudad y toma una inquilina (Fern Dogherty). Su marido es un tranquilo granjero que se dedica a la cría de zorros plateados y no pone obstáculos a su decisión. Él acudía por la noche a la casa de la ciudad y se quedaba a cenar y a dormir hasta que llegaba la temporada de nieve; entonces solo iba a la ciudad, si le era posible, el sábado por la noche y parte del domingo. Por su parte, Owen, el único hermano de Del, parece conforme con llevar la misma vida que su padre y tío Benny en la granja de Flats Road.

     El libro está organizado en siete extensos capítulos y un epílogo, y cada uno de ellos presenta un asunto o anécdota particular, de manera que alguien comentó en la tertulia que se podría considerar como un conjunto de relatos. Y en parte así es, pero existe un hilo conductor, que es el proceso de maduración personal de la narradora, su paso de la adolescencia a la primera juventud, desde esa mirada sutil e inteligente sobre las parcelas de la realidad que para ella son relevantes. Se trata, pues, de una novela.

     El capítulo “La edad de la fe”, dedicado a las iglesias, me parece magistral. El asunto religioso está muy bien tratado, lo mismo que el sexual, y ambos constituyen los pilares del tema de fondo, el de la libertad individual como una ardua conquista de las mujeres. Hubo polémica en torno a si finalmente Del traiciona sus proyectos académicos por embarcarse en una relación sentimental o si decide con todas las consecuencias lo que quiere hacer. Repito lo que ya expresé en la tertulia: Del es una joven que actúa libremente (su ruptura con Garnet French constituye un buen ejemplo: “[…]me quedé asombrada, no porque estuviera peleando con Garnet, sino porque alguien hubiera cometido el error de creer que tenía verdadero poder sobre mí).

     En las páginas finales del libro aparece su vocación literaria (“Llegó un momento en que todos los libros de la biblioteca del ayuntamiento no fueron suficientes para mí; necesitaba tener libros propios. Comprendí que lo único que podía hacer con mi vida era escribir una novela.”). La descripción del proceso por el que unos personajes y hechos reales van a ser inspiradores de su obra me parece magnífica.

     Por último, creo que otra de las razones por las que he disfrutado con La vida de la mujeres es porque desde el principio he imaginado con facilidad a los personajes, he visto los lugares, me han resultado familiares las situaciones, y la culpa de ello la tienen las películas norteamericanas, el espléndido cine que los estadounidenses han hecho con sus preocupaciones, sus anhelos y sus variados modos de vida. Me ha acompañado  casi todo el tiempo la impresión de haber visto en la pantalla historias parecidas. Reconozco que de la mano de Del, mientras ella evocaba el final de su infancia, yo también he regresado a la mía, y, sencillamente, me ha sentado muy bien.
 JOSUNE
Para la próxima tertulia (el 20 de marzo, creo) leeremos Las baladas del ajo, de Mo Yan.


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