Y las montañas hablaron
(de Khaled Hosseini)
Había una vez un pueblo de nómadas que amaban los libros. No
siempre habían sido nómadas, de hecho los más ancianos recordaban la hermosa
aldea donde antaño habitaban con sus ganados, sus familias y, sobre todo, sus
libros. Pero la cruel gobernadora de aquellas tierras (bautizada por el poeta
de la aldea como "la Enjaezadora de Pavos Reales") ya hacía tiempo
que los había desterrado de su Arcadia feliz y desde entonces vagaban de tierra
en tierra, de montaña en montaña, de río en río, buscando un lugar en el que
los acogieran y no vieran con recelo su pasión por la lectura.
Una tarde de verano se encontraban reunidos a la sombra de
un monte al que los lugareños llamaban "de los Representantes", nombre
misterioso cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos. Ya hacía meses que
acudían a este mismo lugar para sus conciliábulos, y en esta ocasión se habían
congregado para hablar sobre un libro mágico. La magia de esta obra consistía
en que todo aquel que lo iniciaba quedaba atrapado por sus páginas y no podía
dejar de leer hasta alcanzar su fin. Se llamaba Y
las montañas hablaron, título que dejaba en parte intuir los encantamientos que
podían atrapar al lector que osara embarcarse en su lectura, y extraído al
parecer de los versos de un legendario poeta persa.
Como mandaba la tradición, comenzó el ritual la gran sacerdotisa Yasuna, la de
aterciopelada voz y ojos de gacela. Su voz de miel acalló todos los murmullos
de la tribu (como dijo el poeta en el exilio) que en respetuoso silencio
escuchó sus palabras sabias y certeras. Hizo un breve encomio del libro,
alabando sus virtudes y destacando la facilidad con que se devoraba su fluida
prosa que hechizaba al lector con aladas palabras. Su intervención fue
ovacionada como merecía, y tras ella
intervinieron algunos miembros preclaros de la tribu.
Habló a continuación la aguerrida Morxida, amazona curtida
en mil batallas, que aniquilaba ejércitos con el fulgor de su mirada del color
de la leña recién cortada, según palabras de su propia hija Thamar, la precoz
constructora de templos. Ella fue la
primera en probar la hiel del destierro, al haber intentado sin éxito derrocar
a la Enjaezadora en justa lid. A pesar de su feroz aunque hermoso aspecto, reconoció haber regado copiosamente con su
llanto los secos campos de aquellas tierras,
hasta el punto de hacer brotar nuevos arroyos de aguas cantarinas. La
causa de sus lágrimas no era otra que la emoción suscitada en sus entrañas por
las páginas del libro mágico. Como madre que era, destacó el papel de las
diferentes madres en el relato, fuertes sin duda todas ellas, luchadoras las
más y alguna que otra frívola e indolente, pero no por ello desdeñable, pues la
magia del libro hacía que se entendieran a la perfección las razones y
sinrazones de cada personaje por censurable que pudiera parecer en un principio
su conducta. Reprochó a la madre moribunda el terrible peso que descargó sobre
su hija en el lecho de muerte, y para finalizar mostró su desacuerdo con el
final, que a su entender no estaba a la altura del resto de la obra. Le
respondió la gran sacerdotisa Yasuna aduciendo que esta forma de concluir la
obra, con cierto aire de cuento, enlazaba a su entender de maravilla con el
principio de la novela, donde uno de los personajes mostraba su habilidad como
narrador de historias.
Seguidamente tomó la
palabra Hórteghun, pastor de incontables rebaños, que a la sazón se recuperaba
de una terrible dolencia en su pierna derecha, causada no por los años, sino más bien por su afición desmesurada a
trepar de risco en risco en busca de nuevos pastos con los que alimentar a su
ganado. En su afán por ser preciso, había anotado en un viejo pergamino algunas
ideas para no olvidarlas en su intervención.
Lo extrajo arrugado de su zurrón,
donde guardaba también algunos cabos de cuerda deshilachada con los que
ataba las patas de sus cabras para ordeñarlas y un par de trozos de queso, que
ofreció a la concurrencia. Mostró su desconcierto ante la pléyade de personajes
que poblaban las páginas de la obra, hecho que a su parecer dificultaba que el
lector se centrara en uno en concreto.
Y así fueron pronunciándose casi todos los presentes, como
la grácil y montaraz Boithia de ojos
glaucos, siempre locuaz y presta a zambullirse en las profundas aguas de la
literatura; o la divina Nólyma de cabellos de fuego, que comparó el libro
mágico con una mansión de innúmeras puertas que comunicaban unas dependencias
con otras, permitiendo al lector llegar de una estancia a otra por insospechados
pasadizos secretos; o el magnánimo Yusenrík, el divino cantor de voz de brisa
marina, que fue quien aconsejó al pueblo
la lectura de la obra.
Tras múltiples y animadas
intervenciones, procedió la gran sacerdotisa a dirigir el rito de
clausura; al coincidir esta reunión con
el final del ciclo de las cosechas, se hizo un recuento de todas las obras que
el pueblo había leído desde la siembra hasta la siega y se realizó una doble
votación, la primera para elegir el libro que más había gustado, y la segunda
para decidir cuál había sido la reunión más animada. En el pasado nunca habían
coincidido los resultados de ambas votaciones, mas la magia del libro hizo que
en esta ocasión saliera elegido como ganador tanto de una categoría como de
otra.
Y para concluir la reunión celebraron un banquete en una
cercana pradera, donde comieron, bebieron y se holgaron. Y así se despidieron
hasta la próxima luna, cuando de nuevo un libro los volviera a reunir en torno
a una mesa llena de palabras, de ideas, de conversaciones... de vida al fin y
al cabo.
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