Una vez más la serena prosa de nuestra mater Josune nos hechiza con sus palabras, hablándonos de lo que aconteció a un grupo de lunáticos que se reunieron alrededor de un libro.
¿Por qué estoy tan contenta de haber leído una
novela que me ha hecho sufrir, que a ratos me ha costado, que me ha obligado a
hacer pausas para tomar aire, dejar que se recompusiera mi estómago y cesara un
poco el olor a podrido de las aguas del pantano?
Unos días después de haber celebrado nuestra última
tertulia —que, por cierto, me pareció estupenda― ya me encuentro en condiciones
de responder. Hacía tiempo que barajábamos la posibilidad de leer algo de Chirbes.
Yo lo descubrí años atrás con La buena
letra y La larga marcha, dos
novelas espléndidas. Un amigo me recomendó En
la orilla y me advirtió de su dureza. Leí las primeras cincuenta páginas de
una sentada; creo que el arranque es extraordinario. Al poco empezó la
dificultad.
Esteban, el protagonista, nos ofrece el análisis de
un lúcido observador de la realidad a través de su discurso interior, un
discurso obsesivo, agobiante y amargo. A los setenta años vive solo con su
padre enfermo, de quien se ocupa. Hasta que se ejecuta el desastre económico
cuenta con la ayuda doméstica de Liliana, inmigrante colombiana que despierta
en él tanto deseo como cariño de padre protector. Desde la minuciosa
descripción de su desengañada visión de la vida y de los humanos, nos va
dibujando su biografía y la de quienes son o han sido sus referentes
fundamentales: su familia, el único amor de su vida (Leonor), su amigo
Francisco, su socio Pedrós, los empleados de la carpintería, que se quedan en
la calle cuando él se arruina…
La sensación de fracaso vital condiciona por
completo su perspectiva. Hijo de un perdedor de la Guerra Civil, parece heredar
las maneras y aspiraciones de artista de su padre, pero su horizonte de salir
del pueblo y conquistar una buena vida (una vida propia) se malogra cuando se
acaba su historia de amor con Leonor, quien decide, para amargura y frustración
infinita de él, no llevar adelante el embarazo fruto de su relación. Lo que
hereda entonces es el oficio de su padre, carpintero, en cuyo negocio se queda
respirando el aire enrarecido de todas las derrotas, la suya y la de los de
alrededor. Esteban vive con el peso creciente de sus carencias (“Mi única propiedad es lo que me falta. Lo
que no soy capaz de alcanzar, lo que he perdido, eso es lo que tengo, lo que es
de verdad mío, ése el vacío que soy. Tengo lo que carezco.”), y con la
conciencia de su pasividad. Ni siquiera el desastre final al que se ve abocado
parece consecuencia de un súbito arrojo sino más bien el precio de haberse
dejado embaucar por otros, siempre más resolutivos y ambiciosos que él.
Pero si el relato resulta áspero no es solo por la
personalidad del protagonista, cuya voz narrativa lleva el peso de la novela,
sino porque a través de él Chirbes nos ofrece una crónica ―sin concesiones,
dijo alguien en la tertulia con gran acierto— sobre el apestoso estallido de la
burbuja inmobiliaria con todos sus desmanes y corruptelas, y localizado en un
entorno tristemente reconocible y familiar: el nuestro, la Comunidad
Valenciana. No hace falta que Olba y Misent sean topónimos reales, ya lo son
los lugares que nombran, ya lo son los paisajes y, sobre todo, su paisanaje.
Tal vez por esa proximidad nos incomoda tanto, nos escuece más. La crisis es,
por desgracia, un triste y sangrante patrimonio nacional, pero si los
territorios de esta España nuestra rivalizaran por ofrecer la maqueta más
representativa y completa de ella, no me extrañaría nada que nos lleváramos el
premio. Todo el tiempo percibo en la novela el dolor caliente de lo que nos
toca muy de cerca, el sonrojo, la vergüenza y la perplejidad con que nos
preguntamos cómo hemos podido llegar a esto.
¿Por qué la tertulia me pareció estupenda? En primer
lugar, porque las opiniones sobre la obra fueron muy variadas. Hemos leído
novelas espléndidas que han suscitado una unanimidad apabullante e incompatible
con la polémica. Este no ha sido el caso. La novela ha gustado muchísimo a muy
pocos y nada a otros tantos; algunos incluso confesaron que no han terminado de
leerla ni lo piensan hacer, porque el tema no les interesa y el localismo ya mencionado
les desagrada, les produce gran rechazo. Y con este último comentario tiene que
ver otra de las razones de mi contento:
la absoluta libertad con la que leemos y nos expresamos sobre lo que hemos
leído. A veces hemos llegado a verbalizar que parece que hayamos leído obras
distintas, a juzgar por el contraste entre las opiniones vertidas. Y a mí eso
no solo me gusta, me reconforta. Leemos de todo: títulos sobre los que tenemos
escasa información, clásicos, obras de escritores consagrados, hasta de Premios
Nobel. Nos hemos atrevido con alguna rareza, nos hemos “rajado” y hemos dejado
para otro momento alguna obra mítica… De todo, en fin, y pienso que eso está
muy bien. Alguien dijo que no podría afirmar que la novela le había gustado
pero que estaba segura de algo: nunca la
olvidaría. Creo que no se puede expresar mejor ni con más sencillez: hay
obras ante las que resulta difícil pronunciarse con parámetros de agrado o
desagrado pero que por la razón que sea nos han impactado, extrañado, inquietado
o conmovido. En efecto, causar desconcierto también es un viejo propósito de la
literatura, sembrar desazón, combatir la desmemoria. En la orilla pertenece, en mi opinión, a esa estirpe de novelas,
incómodas, inolvidables y necesarias.
Dije en la tertulia que, aunque admiraba la crudeza
con que Chirbes retrataba una realidad incontestable y del todo reconocible, yo
echaba de menos un poco de esperanza. Me ocurre siempre. Me falta el aire en
las novelas que diseccionan lo peor de nuestra condición. Las leo con absoluto
respeto, con la humildad y el reconocimiento que concedo a lo que en la
literatura y el arte en general me parece audaz, valiente, incluso heroico. No abandono
si semejante empeño está en manos de un buen autor que me ofrece buena
literatura. Ya lo he comentado en alguna otra ocasión: la buena literatura hace
soportable la historia más amarga y cruel. En una novela como esta, espléndida, soy capaz
de resistir el sufrimiento, el olor a podrido, la rabia y la pena. Hacen falta
historias así, me digo, y sigo adelante, pero si resisto es también porque
hasta la última línea yo no dejo de confiar en la posibilidad de hallar un
grieta, una “concesión”, una enmienda, por minúscula que sea, a la
desesperanza… Y creo que di con ella. No la mencioné en la tertulia, no sé por
qué. Tal vez porque en la globalidad de la obra resulta poco relevante. Sin
embargo, me ha producido gran alegría recordarla y
quiero compartirla con vosotros como cierre a mi comentario.
Páginas 332 y 333: Esteban recuerda a su tío. “Mientras camino pienso que mi tío me ha
enseñado casi todo lo que sé hacer. (…) Me lo ha enseñado casi todo excepto esa
manera desesperanzada de mirar el mundo, la seguridad de que no hay ser humano
que no merezca ser tratado como culpable. Eso lo he heredado con la sangre de
mi padre, se me ha transmitido con la aspereza de su voz y la dureza de su
mirada. (…) Eso sí que me lo ha enseñado él, que no me toleró ni un gramo de la ingenuidad que se
necesita para poder aspirar a algo.” En estas últimas palabras del
narrador es donde yo he hallado esa grieta, la identificación de su carencia
principal: ni un gramo de ingenuidad para intentar ser su propio proyecto.
No me parece
casual que a continuación mencione esos objetos que en manos de un carpintero
artista se convierten en pequeñas obras, cuyo valor trasciende la mera
funcionalidad. Otra vez el retrato de lo que pudo ser y no fue, la permanente
frustración en el personaje con respecto a su oficio: si no pudo (o no quiso)
ser escultor, al menos podía haber creado con la madera pequeñas obras de arte.
Pero ni eso: “Ni fui escultor, ni he sido
ebanista (…). Ni siquiera he sido un carpintero. (…) nunca mi padre me pidió que hiciéramos algo a medias, ni me enseñó a
valerme por mí mismo, a llegar a ser un ebanista que deja algunas piezas
para admiración o disfrute de otros cuando se va. Rechacé su proyecto y me dio
por perdido. Me di por perdido yo mismo.”
Ahí, en la admisión de su propia responsabilidad sentí cierto alivio, igual que
en la mención de la ingenuidad como imprescindible actitud para encarar la vida
con coraje y un mínimo optimismo me detuve para respirar, cuando aún quedaba un
tramo duro de la historia…
Son abundantes las minuciosas descripciones de
cuanto despierta en Esteban la proximidad de su padre enfermo, su decrepitud,
los cuidados y atenciones que, pese a todo, le dispensa. Y si tuviera que
elegir alguna, destacaría, en la recta final de la novela, la última vez que lo
lava: “Ya sé que te hago daño, pero hay
que limpiar bien, le digo, mientras sigo frotando con fuerza en los lugares que
ha cubierto el pañal. Tenemos que lavar
a fondo toda esa porquería que se infiltra en los poros. Que te quedes como un
recién nacido”. Tremenda imagen,
como si en ese aseo meticuloso de la piel de su padre oficiara Esteban una
ceremonia de redención, una purga de las miserias de ambos, en un desesperado
intento por renacer, antes de entregarse, bajo el lastre amargo de todas sus
derrotas, al descanso definitivo en el corazón del pantano.
Yo también sé que esta imagen nunca la voy a
olvidar.
La próxima tertulia (que tendrá lugar hacia finales de noviembre) versará sobre Lo que me queda por vivir, de Elvira Lindo.
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