lunes, 10 de noviembre de 2014

En la orilla

(de Rafael Chirbes)


Una vez más la serena prosa de nuestra mater Josune nos hechiza con sus palabras, hablándonos de lo que aconteció a un grupo de lunáticos que se reunieron alrededor de un libro.



¿Por qué estoy tan contenta de haber leído una novela que me ha hecho sufrir, que a ratos me ha costado, que me ha obligado a hacer pausas para tomar aire, dejar que se recompusiera mi estómago y cesara un poco el olor a podrido de las aguas del pantano?

Unos días después de haber celebrado nuestra última tertulia —que, por cierto, me pareció estupenda― ya me encuentro en condiciones de responder. Hacía tiempo que barajábamos la posibilidad de leer algo de Chirbes. Yo lo descubrí años atrás con La buena letra y La larga marcha, dos novelas espléndidas. Un amigo me recomendó En la orilla y me advirtió de su dureza. Leí las primeras cincuenta páginas de una sentada; creo que el arranque es extraordinario. Al poco empezó la dificultad.

Esteban, el protagonista, nos ofrece el análisis de un lúcido observador de la realidad a través de su discurso interior, un discurso obsesivo, agobiante y amargo. A los setenta años vive solo con su padre enfermo, de quien se ocupa. Hasta que se ejecuta el desastre económico cuenta con la ayuda doméstica de Liliana, inmigrante colombiana que despierta en él tanto deseo como cariño de padre protector. Desde la minuciosa descripción de su desengañada visión de la vida y de los humanos, nos va dibujando su biografía y la de quienes son o han sido sus referentes fundamentales: su familia, el único amor de su vida (Leonor), su amigo Francisco, su socio Pedrós, los empleados de la carpintería, que se quedan en la calle cuando él se arruina…

La sensación de fracaso vital condiciona por completo su perspectiva. Hijo de un perdedor de la Guerra Civil, parece heredar las maneras y aspiraciones de artista de su padre, pero su horizonte de salir del pueblo y conquistar una buena vida (una vida propia) se malogra cuando se acaba su historia de amor con Leonor, quien decide, para amargura y frustración infinita de él, no llevar adelante el embarazo fruto de su relación. Lo que hereda entonces es el oficio de su padre, carpintero, en cuyo negocio se queda respirando el aire enrarecido de todas las derrotas, la suya y la de los de alrededor. Esteban vive con el peso creciente de sus carencias (“Mi única propiedad es lo que me falta. Lo que no soy capaz de alcanzar, lo que he perdido, eso es lo que tengo, lo que es de verdad mío, ése el vacío que soy. Tengo lo que carezco.”), y con la conciencia de su pasividad. Ni siquiera el desastre final al que se ve abocado parece consecuencia de un súbito arrojo sino más bien el precio de haberse dejado embaucar por otros, siempre más resolutivos y ambiciosos que él.

Pero si el relato resulta áspero no es solo por la personalidad del protagonista, cuya voz narrativa lleva el peso de la novela, sino porque a través de él Chirbes nos ofrece una crónica ―sin concesiones, dijo alguien en la tertulia con gran acierto— sobre el apestoso estallido de la burbuja inmobiliaria con todos sus desmanes y corruptelas, y localizado en un entorno tristemente reconocible y familiar: el nuestro, la Comunidad Valenciana. No hace falta que Olba y Misent sean topónimos reales, ya lo son los lugares que nombran, ya lo son los paisajes y, sobre todo, su paisanaje. Tal vez por esa proximidad nos incomoda tanto, nos escuece más. La crisis es, por desgracia, un triste y sangrante patrimonio nacional, pero si los territorios de esta España nuestra rivalizaran por ofrecer la maqueta más representativa y completa de ella, no me extrañaría nada que nos lleváramos el premio. Todo el tiempo percibo en la novela el dolor caliente de lo que nos toca muy de cerca, el sonrojo, la vergüenza y la perplejidad con que nos preguntamos cómo hemos podido llegar a esto.

¿Por qué la tertulia me pareció estupenda? En primer lugar, porque las opiniones sobre la obra fueron muy variadas. Hemos leído novelas espléndidas que han suscitado una unanimidad apabullante e incompatible con la polémica. Este no ha sido el caso. La novela ha gustado muchísimo a muy pocos y nada a otros tantos; algunos incluso confesaron que no han terminado de leerla ni lo piensan hacer, porque el tema no les interesa y el localismo ya mencionado les desagrada, les produce gran rechazo. Y con este último comentario tiene que ver otra de las  razones de mi contento: la absoluta libertad con la que leemos y nos expresamos sobre lo que hemos leído. A veces hemos llegado a verbalizar que parece que hayamos leído obras distintas, a juzgar por el contraste entre las opiniones vertidas. Y a mí eso no solo me gusta, me reconforta. Leemos de todo: títulos sobre los que tenemos escasa información, clásicos, obras de escritores consagrados, hasta de Premios Nobel. Nos hemos atrevido con alguna rareza, nos hemos “rajado” y hemos dejado para otro momento alguna obra mítica… De todo, en fin, y pienso que eso está muy bien. Alguien dijo que no podría afirmar que la novela le había gustado pero que estaba segura de algo: nunca la olvidaría. Creo que no se puede expresar mejor ni con más sencillez: hay obras ante las que resulta difícil pronunciarse con parámetros de agrado o desagrado pero que por la razón que sea nos han impactado, extrañado, inquietado o conmovido. En efecto, causar desconcierto también es un viejo propósito de la literatura, sembrar desazón, combatir la desmemoria. En la orilla pertenece, en mi opinión, a esa estirpe de novelas, incómodas, inolvidables y necesarias.

Dije en la tertulia que, aunque admiraba la crudeza con que Chirbes retrataba una realidad incontestable y del todo reconocible, yo echaba de menos un poco de esperanza. Me ocurre siempre. Me falta el aire en las novelas que diseccionan lo peor de nuestra condición. Las leo con absoluto respeto, con la humildad y el reconocimiento que concedo a lo que en la literatura y el arte en general me parece audaz, valiente, incluso heroico. No abandono si semejante empeño está en manos de un buen autor que me ofrece buena literatura. Ya lo he comentado en alguna otra ocasión: la buena literatura hace soportable la historia más amarga y cruel.  En una novela como esta, espléndida, soy capaz de resistir el sufrimiento, el olor a podrido, la rabia y la pena. Hacen falta historias así, me digo, y sigo adelante, pero si resisto es también porque hasta la última línea yo no dejo de confiar en la posibilidad de hallar un grieta, una “concesión”, una enmienda, por minúscula que sea, a la desesperanza… Y creo que di con ella. No la mencioné en la tertulia, no sé por qué. Tal vez porque en la globalidad de la obra resulta poco relevante. Sin embargo, me ha producido gran alegría recordarla  y  quiero compartirla con vosotros como cierre a mi comentario.

Páginas 332 y 333: Esteban recuerda a su tío. “Mientras camino pienso que mi tío me ha enseñado casi todo lo que sé hacer. (…) Me lo ha enseñado casi todo excepto esa manera desesperanzada de mirar el mundo, la seguridad de que no hay ser humano que no merezca ser tratado como culpable. Eso lo he heredado con la sangre de mi padre, se me ha transmitido con la aspereza de su voz y la dureza de su mirada. (…) Eso sí que me lo ha enseñado él, que no me toleró ni un gramo de la ingenuidad que se necesita para poder aspirar a algo.” En estas últimas palabras del narrador es donde yo he hallado esa grieta, la identificación de su carencia principal: ni un gramo de ingenuidad para intentar ser su propio proyecto.

 No me parece casual que a continuación mencione esos objetos que en manos de un carpintero artista se convierten en pequeñas obras, cuyo valor trasciende la mera funcionalidad. Otra vez el retrato de lo que pudo ser y no fue, la permanente frustración en el personaje con respecto a su oficio: si no pudo (o no quiso) ser escultor, al menos podía haber creado con la madera pequeñas obras de arte. Pero ni eso: “Ni fui escultor, ni he sido ebanista (…). Ni siquiera he sido un carpintero. (…) nunca mi padre me pidió que hiciéramos algo a medias, ni me enseñó a valerme por mí mismo, a llegar a ser un ebanista que deja algunas piezas para admiración o disfrute de otros cuando se va. Rechacé su proyecto y me dio por perdido. Me di por perdido yo mismo.” Ahí, en la admisión de su propia responsabilidad sentí cierto alivio, igual que en la mención de la ingenuidad como imprescindible actitud para encarar la vida con coraje y un mínimo optimismo me detuve para respirar, cuando aún quedaba un tramo duro de la historia…

Son abundantes las minuciosas descripciones de cuanto despierta en Esteban la proximidad de su padre enfermo, su decrepitud, los cuidados y atenciones que, pese a todo, le dispensa. Y si tuviera que elegir alguna, destacaría, en la recta final de la novela, la última vez que lo lava: “Ya sé que te hago daño, pero hay que limpiar bien, le digo, mientras sigo frotando con fuerza en los lugares que ha cubierto el pañal. Tenemos que lavar a fondo toda esa porquería que se infiltra en los poros. Que te quedes como un recién nacido”.  Tremenda imagen, como si en ese aseo meticuloso de la piel de su padre oficiara Esteban una ceremonia de redención, una purga de las miserias de ambos, en un desesperado intento por renacer, antes de entregarse, bajo el lastre amargo de todas sus derrotas, al descanso definitivo en el corazón del pantano.

Yo también sé que esta imagen nunca la voy a olvidar.
 




La próxima tertulia (que tendrá lugar hacia finales de noviembre) versará sobre Lo que me queda por vivir, de Elvira Lindo.

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