jueves, 4 de diciembre de 2014

Lo que me queda por vivir

(de Elvira Lindo)


En esta ocasión nos deleita Socorro con sus palabras; gracias por tu crónica.



Elvira,  ¡y lo que me queda por escribir! De momento, me daré por satisfecha si consigo acabar esta
reseña. Allá voy.
Antonia es la protagonista de la novela que nos ha tenido entretenidos este mes (a unos más que a otros, como siempre).  Antonia…y sus circunstancias.  Pero estas circunstancias…en fin, que no nos hemos encontrado ni con Antígona ni con Juana de Arco. Pongámonos en situación: Madrid, años 80. Niña normal de familia normal de clase media normal pierde a su madre. Niña ya adolescente conoce a chico progre del barrio, mayor que ella, que la encandila con su aire moderno y su palabrería de izquierdas propia del momento. La adolescente, que sigue siendo una niña, se casa con chico progre y muy pronto tienen un hijo. El joven progre abandona a chica y niño de cuatro años porque conoce a otra tan moderna como él. La adolescente-niña-esposa-madre abandonada no sabe cómo llevar la situación. Vida alocada y desordenada. Depresión. Intento de suicidio. Punto de inflexión. Cambio de vida. Nueva pareja. Niño ya en la universidad. Estabilidad. Fin.
¡Qué fácil es resumir lo que otro ha escrito! ¡Qué fácil es juzgarlo! ¡Y qué injusto! Porque no he resumido  en pocas líneas tan sólo el argumento de una novela, he resumido,  y además pretendiendo  cierta frivolidad, 10 años de una vida…. poco atractiva, es cierto, pero  al fin y al cabo, una vida. Y tal vez por ese pequeño “portero cotilla”  que todos llevamos dentro, la historia de la novela se pone interesante al descubrir que entre la vida simplona de esa Antonia y la vida de la autora de la novela hay coincidencias. ¿Cuántas? ¿Cuáles? ¡Qué más da! Lo que importa es que las hay, y a quien ahora vemos contándonos una época de su vida con sus miedos, sus dudas, sus miserias, sus fracasos…ya no es sólo a Antonia, sino también a Elvira Lindo, a la que todos, en mayor o menor medida, conocemos.
Pero nosotros no nos reunimos el pasado jueves a las 18,30 en la agradable librería Pynchon &Co para hablar de la vida de Elvira Lindo  tomando unas consumiciones. Aunque las referencias a su vida fueran inevitables, lo que  queríamos era hablar de su novela Lo que me queda por vivir, y eso hicimos.
 Lo primero que nos sugieren sus páginas es que parecen escritas como un ejercicio de reconciliación con un pasado del que Antonia/Elvira no parece muy satisfecha. De poner, por fin,  las cartas sobre la mesa y decir pues sí, esta fui yo. Y esto hice. Y estas fueron las consecuencias de mis inseguridades y posiblemente mi hijo vivirá también con sus inseguridades, de las que yo me confieso RESPONSABLE. Y ya está, ya pasó.
¡Ay, la responsabilidad, qué lastre más pesado! Pero… ¿por qué? Las personas somos, en buena medida, consecuencia de lo que hemos vivido y de lo que nos toca vivir en cada momento. Con 21 años, Antonia está sola, perdida y cansada. Sin referencias. Pero la vida la ha llevado a ese punto. Antonia es la menor de cuatro hermanos y por ser la pequeña está más tiempo con su madre, vive más de cerca su enfermedad y tras su muerte, nota más su ausencia. Su padre, “socializador” nato al que nadie desearía como compañero de asiento de tren en un viaje de  largo recorrido,  con las ideas muy claras de lo que son sus hijos y lo serán toda la vida porque lo dice él  -¡qué típicas de los padres estas clasificaciones, qué evocadoras de nuestra infancia y adolescencia  nos resultan!-  no le sirve de mucha ayuda, más bien lo contrario, lo sufre, y convencido el hombre como está de que el éxito es el  único valor que hay que perseguir y que la palabra fracaso no está ni en su vocabulario ni estará en el de sus hijos,  no se  va a ocupar mucho de su hija pequeña, que tiene ya la vida solucionada porque “atrae al dinero”. El barrio, los amigos… bueno, toca ser un poco ateo, un poco comunista y siempre gregario y leal al grupo y a las ideas de partido si no quieres que te tilden de traidor, pero sin mucha convicción de nada. Y sin apenas darse cuenta, se ve con un vestido de novia comprado en el rastro por su revolucionario novio para asombro y bochorno de sus tíos y tías de provincias, que se han vestido de gala para la ocasión y que no entienden nada, ni esa ceremonia civil, ni los invitados, ni el banquete: unos “pinchos” en unas bandejas que, ante la desorganización total del evento, acabarán llevando ellas mismas a sus mesas, más bien, asientos bajos con cojines morunos, pero todo se lo disculpan, al fin y al cabo, “ era la boda de una huérfana…” Y al año llega Gabi, y un trabajo fijo en una emisora de radio en la costa,  adonde se va con Gabi. Pero sigue sola.  Y regresa a Madrid y descubre que Alberto, su marido, el gurú y líder de la progresía del barrio, se ha ido con otra que se lo merece más que ella porque ha tenido que sufrir más en la vida y no lo ha tenido tan  fácil. Y ahí te quedas, Antonia, que me voy con Marga, pero como realmente a la que quiero es a ti, no te digo yo que no vaya a volver alguna vez, ya me lo voy pensando, y mientras tanto pues  hablamos…    Sinceramente, con semejante panorama, lo raro habría sido encontrarnos con una Antonia cabal  y con las ideas claras en todo momento. Y así lo entendimos en la tertulia, y por eso disculpamos todos esos episodios de entradas y salidas a horas intempestivas, novios, cervezas, billares….por otra parte tan normales en una joven de 24 años y que cualquiera habría entendido, incluso la propia Antonia/Elvira. Y entonces, ¿dónde está el problema? ¿Por qué ese afán de revisar un pasado doloroso, ya muy pasado, de recordar y asumir errores? ¿Por qué darle tanta trascendencia a unos años? Pues tal vez porque Antonia se sentía sola, sí, pero no lo estaba. Estaba con ella también Gabi, un niño de cuatro años al que quiere, pero no sabe  si le trasmite ese amor, un niño que es su prioridad, pero al que deja sólo en casa mientras se prueba en una tienda un conjunto de ropa interior u olvida que está en la bañera, con el agua ya fría, mientras habla con Alberto,  un día y otro día a la misma hora, esperando con ansiedad su llamada a las 20:30 y que por fin una noche le diga, sí, vuelvo con vosotros. Gabi, que tiene pocos años pero “es muy maduro”, escucha todas las noches la misma conversación, sabe que después su madre llorará y no puede evitar sentirse culpable por la pena de su madre. Es insomne, tiene pesadillas, un poco enfermizo, y quiere a su madre… Y Antonia se pregunta por qué no puede ser una madre como las otras madres, que no se quedan hasta las tantas de la noche en el sofá viendo la televisión con los ceniceros llenos de colillas, llevan y recogen a sus hijos de la guardería con puntualidad, van siempre con el mismo hombre, no dejan que sus hijos estén mucho tiempo en casa viendo vídeos, no llevan el pelo rojo y las cejas negras…Siente que no tiene fuerzas, que no sabe hacer las cosas bien, que cae una y otra vez en los mismos errores, se acuerda de su madre, y sobre todo piensa en su querida tía Celia, - ¡qué maravillosa persona/personaje”-  y desearía en ocasiones dejar a Gabi en sus manos, “entregárselo a alguien mejor que yo, dejarlo unos meses, una temporada, como mi madre hizo con nosotros cuando estaba débil…..pero no sé pedírselo”. Esta desazón no va a desaparecer con los años, siempre estará rondando a Antonia y por eso, cuando Gabi tenga ya 14 años  le preguntará si le gustó su infancia, si fue feliz y Gabi le dirá que sí, “claro que me gustó mi infancia, es la que tuve y es la que quiero….” Y esa misma desazón será la que, ya muchos años después, con una nueva vida por fin serena y “ordenada”, con nueva pareja y en otro país, le haga adelantar su regreso a Madrid advertida por su amigo Jabato y su mujer Gloria de que Gabi, ya un universitario de 17 años, deambula sólo por las calles a las horas en las que debería estar en clase, y aunque Antonia intente tranquilizarse pensando que es normal, que también ella lo hacía, sin embargo “hay algo que no me cuadra: la soledad recurrente. Imaginarlo sólo sentado solo, callejeando solo, me genera una inquietud insoportable”. Y lo hace porque le quiere, porque se lo debe, porque del bienestar de Gabi y de su “salvación”  sigue dependiendo la suya,  y porque sabe que, si consiguió superar los años de tanta confusión  fue gracias a él, fue él quien la recuperó para la vida que le queda por vivir. Vista así, la novela no es ya sólo un ejercicio de reconciliación de Antonia/Elvira con su pasado, de reconocimiento de errores y asunción de responsabilidades sino la expresión de la necesidad de explicarse ante su hijo, pedirle perdón y entonces sí, pasar página definitivamente.
Gabi y Alberto, su mayor preocupación y su mayor obsesión. Pero hay más personajes en torno a  la vida de Antonia: sus compañeros de trabajo, primero en la radio y luego en la televisión, su hermana, su padre, su tía Celia, su amiga Marga… y sobre todo Jabato, sin duda el personaje que más nos gustó. Jabato, su amigo de la infancia primero, amante después y de nuevo amigo en la madurez, quien con su sinceridad sin paliativos y sus verdades como puños nos permite conocer a esa otra Antonia, que no le gusta ser una víctima, porque eso significa asumir una derrota  “y tu papá no os enseñó a aceptar la derrota, porque al que pierde no lo quiere, lo ignora”, pero va de víctima con Alberto,  sólo para intentar que regrese con ella, porque “lo que te ocurre es que no puedes entender que alguien a quien tampoco querías tanto haya dejado de quererte. No aceptas esa humillación”. Jabato le enseña lo que es la lealtad, la amistad, las relaciones familiares, el amor. Antonia lo utiliza, lo busca, lo desprecia…jamás consigue estar a su altura. Es Gabi quien acabará rescatando a Antonia, pero es Jabato quien le hace sentir “ese mareo que produce una verdad a la que hasta antes no le habíamos dado forma” y consigue, tal vez, hacerla reaccionar.
 Para ir ya terminando, porque me costó empezar a escribir, pero ahora ya no hay quien me pare, también recordamos en la tertulia momentos de la novela muy “Elvira Lindo”  que nos parecieron  divertidos, como la comida con el cirujano y la llegada del camarero en plena exploración mamaria o la compra de peluches navideños que resultaron ser “el juguete del año” y salieron gratis para sorpresa de Antonia, a la que sólo le faltó que le colocaran una banda en la juguetería para felicitarla por su buena suerte. Pero que en tan sólo 200 páginas aparezcan comunistas, drogas, homosexuales, abortos, cirugías plásticas y hasta  el 23-F en Valencia….y todo relacionado con la misma persona… es posible, es cierto,  pero lo encontramos  un poco exagerado y encajado  a la fuerza para reflejar una época de cambio.
¿Nos gustó la novela? Pues a algunos sí, a otros… bueno y a otros, los menos, nada.  ¡Eso es lo divertido! Pero lo más importante, o al menos lo más importante para mí, es que hablar de la novela nos permitió hablar un poco de nosotros mismos, de errores que cometemos una y otra vez, de parejas que nos abandonan sin saber por qué ni qué pueden ver en los otros que nosotros no tengamos, de esos “pájaros” como Alberto que todas hemos tenido alguna vez en nuestra vida…y todo ello en un ambiente cómodo, con cierta intimidad y la confianza que proporciona ver caras ya tan familiares desde hace muchos años.
Los Olímpicos, iguales a nosotros excepto  por ese pequeño detalle de la inmortalidad, y  poseedores de  nuestros mismos defectos, nos perdonan todo a los humanos salvo el engaño y la hybris: la soberbia, la arrogancia. A mí me han castigado. Y de empezar leyendo la novela de Elvira Lindo con prejuicios, haciendo comparaciones injustas con otros autores y, lo que es peor, pensando que cualquiera podría escribir así, he terminando admirando su estilo fresco, ágil, evocador, que sabe expresar lo que quiere expresar de una manera clara y directa, sin necesidad de complicaciones sintácticas. ¡Ni en el mejor de mis sueños sería yo capaz de escribir algo semejante! Termino así mi reseña, algo descabalada, como la vida de Antonia,  declarándome, sin ningún tipo de reservas,  Elvirista convencida.
Y aprovecho la ocasión para desearos Felices Fiestas a todos.



Nos veremos de nuevo ya en el 2015 para hablar de la novela Todo se desmorona, de Chinua Achebe.

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