En esta ocasión nos deleita Socorro con sus palabras; gracias por tu crónica.
Elvira, ¡y lo que me queda por escribir! De momento,
me daré por satisfecha si consigo acabar esta
reseña. Allá voy.
Antonia es la
protagonista de la novela que nos ha tenido entretenidos este mes (a unos más
que a otros, como siempre). Antonia…y
sus circunstancias. Pero estas
circunstancias…en fin, que no nos hemos encontrado ni con Antígona ni con Juana
de Arco. Pongámonos en situación: Madrid, años 80. Niña normal de familia
normal de clase media normal pierde a su madre. Niña ya adolescente conoce a
chico progre del barrio, mayor que ella, que la encandila con su aire moderno y
su palabrería de izquierdas propia del momento. La adolescente, que sigue
siendo una niña, se casa con chico progre y muy pronto tienen un hijo. El joven
progre abandona a chica y niño de cuatro años porque conoce a otra tan moderna
como él. La adolescente-niña-esposa-madre abandonada no sabe cómo llevar la
situación. Vida alocada y desordenada. Depresión. Intento de suicidio. Punto de
inflexión. Cambio de vida. Nueva pareja. Niño ya en la universidad.
Estabilidad. Fin.
¡Qué fácil es
resumir lo que otro ha escrito! ¡Qué fácil es juzgarlo! ¡Y qué injusto! Porque
no he resumido en pocas líneas tan sólo
el argumento de una novela, he resumido, y además pretendiendo cierta frivolidad, 10 años de una vida…. poco
atractiva, es cierto, pero al fin y al
cabo, una vida. Y tal vez por ese pequeño “portero cotilla” que todos llevamos dentro, la historia de la
novela se pone interesante al descubrir que entre la vida simplona de esa
Antonia y la vida de la autora de la novela hay coincidencias. ¿Cuántas?
¿Cuáles? ¡Qué más da! Lo que importa es que las hay, y a quien ahora vemos
contándonos una época de su vida con sus miedos, sus dudas, sus miserias, sus
fracasos…ya no es sólo a Antonia, sino también a Elvira Lindo, a la que todos,
en mayor o menor medida, conocemos.
Pero nosotros
no nos reunimos el pasado jueves a las 18,30 en la agradable librería Pynchon
&Co para hablar de la vida de Elvira Lindo
tomando unas consumiciones. Aunque las referencias a su vida fueran
inevitables, lo que queríamos era hablar
de su novela Lo que me queda por vivir, y eso hicimos.
Lo primero que nos sugieren sus páginas es que
parecen escritas como un ejercicio de reconciliación con un pasado del que
Antonia/Elvira no parece muy satisfecha. De poner, por fin, las cartas sobre la mesa y decir pues sí, esta
fui yo. Y esto hice. Y estas fueron las consecuencias de mis inseguridades y
posiblemente mi hijo vivirá también con sus inseguridades, de las que yo me
confieso RESPONSABLE. Y ya está, ya pasó.
¡Ay, la
responsabilidad, qué lastre más pesado! Pero… ¿por qué? Las personas somos, en
buena medida, consecuencia de lo que hemos vivido y de lo que nos toca vivir en
cada momento. Con 21 años, Antonia está sola, perdida y cansada. Sin
referencias. Pero la vida la ha llevado a ese punto. Antonia es la menor de
cuatro hermanos y por ser la pequeña está más tiempo con su madre, vive más de
cerca su enfermedad y tras su muerte, nota más su ausencia. Su padre,
“socializador” nato al que nadie desearía como compañero de asiento de tren en
un viaje de largo recorrido, con las ideas muy claras de lo que son sus
hijos y lo serán toda la vida porque lo dice él
-¡qué típicas de los padres estas clasificaciones, qué evocadoras de
nuestra infancia y adolescencia nos
resultan!- no le sirve de mucha ayuda,
más bien lo contrario, lo sufre, y convencido el hombre como está de que el
éxito es el único valor que hay que
perseguir y que la palabra fracaso no está ni en su vocabulario ni estará en el
de sus hijos, no se va a ocupar mucho de su hija pequeña, que
tiene ya la vida solucionada porque “atrae
al dinero”. El barrio, los amigos… bueno, toca ser un poco ateo, un poco
comunista y siempre gregario y leal al grupo y a las ideas de partido si no
quieres que te tilden de traidor, pero sin mucha convicción de nada. Y sin
apenas darse cuenta, se ve con un vestido de novia comprado en el rastro por su
revolucionario novio para asombro y bochorno de sus tíos y tías de provincias,
que se han vestido de gala para la ocasión y que no entienden nada, ni esa
ceremonia civil, ni los invitados, ni el banquete: unos “pinchos” en unas
bandejas que, ante la desorganización total del evento, acabarán llevando ellas
mismas a sus mesas, más bien, asientos bajos con cojines morunos, pero todo se
lo disculpan, al fin y al cabo, “ era la boda de una huérfana…” Y al año llega
Gabi, y un trabajo fijo en una emisora de radio en la costa, adonde se va con Gabi. Pero sigue sola. Y regresa a Madrid y descubre que Alberto, su
marido, el gurú y líder de la progresía del barrio, se ha ido con otra que se
lo merece más que ella porque ha tenido que sufrir más en la vida y no lo ha
tenido tan fácil. Y ahí te quedas,
Antonia, que me voy con Marga, pero como realmente a la que quiero es a ti, no
te digo yo que no vaya a volver alguna vez, ya me lo voy pensando, y mientras
tanto pues hablamos… Sinceramente, con semejante panorama, lo
raro habría sido encontrarnos con una Antonia cabal y con las ideas claras en todo momento. Y así
lo entendimos en la tertulia, y por eso disculpamos todos esos episodios de
entradas y salidas a horas intempestivas, novios, cervezas, billares….por otra
parte tan normales en una joven de 24 años y que cualquiera habría entendido,
incluso la propia Antonia/Elvira. Y entonces, ¿dónde está el problema? ¿Por qué
ese afán de revisar un pasado doloroso, ya muy pasado, de recordar y asumir
errores? ¿Por qué darle tanta trascendencia a unos años? Pues tal vez porque
Antonia se sentía sola, sí, pero no lo estaba. Estaba con ella también Gabi, un
niño de cuatro años al que quiere, pero no sabe
si le trasmite ese amor, un niño que es su prioridad, pero al que deja
sólo en casa mientras se prueba en una tienda un conjunto de ropa interior u
olvida que está en la bañera, con el agua ya fría, mientras habla con Alberto, un día y otro día a la misma hora, esperando
con ansiedad su llamada a las 20:30 y que por fin una noche le diga, sí, vuelvo
con vosotros. Gabi, que tiene pocos años pero “es muy maduro”, escucha todas las
noches la misma conversación, sabe que después su madre llorará y no puede
evitar sentirse culpable por la pena de su madre. Es insomne, tiene pesadillas,
un poco enfermizo, y quiere a su madre… Y Antonia se pregunta por qué no puede
ser una madre como las otras madres, que no se quedan hasta las tantas de la
noche en el sofá viendo la televisión con los ceniceros llenos de colillas,
llevan y recogen a sus hijos de la guardería con puntualidad, van siempre con
el mismo hombre, no dejan que sus hijos estén mucho tiempo en casa viendo
vídeos, no llevan el pelo rojo y las cejas negras…Siente que no tiene fuerzas,
que no sabe hacer las cosas bien, que cae una y otra vez en los mismos errores,
se acuerda de su madre, y sobre todo piensa en su querida tía Celia, - ¡qué
maravillosa persona/personaje”- y
desearía en ocasiones dejar a Gabi en sus manos, “entregárselo a alguien mejor que yo, dejarlo unos meses, una temporada,
como mi madre hizo con nosotros cuando estaba débil…..pero no sé pedírselo”.
Esta desazón no va a desaparecer con los años, siempre estará rondando a
Antonia y por eso, cuando Gabi tenga ya 14 años
le preguntará si le gustó su infancia, si fue feliz y Gabi le dirá que
sí, “claro que me gustó mi infancia, es
la que tuve y es la que quiero….” Y esa misma desazón será la que, ya
muchos años después, con una nueva vida por fin serena y “ordenada”, con nueva
pareja y en otro país, le haga adelantar su regreso a Madrid advertida por su
amigo Jabato y su mujer Gloria de que Gabi, ya un universitario de 17 años,
deambula sólo por las calles a las horas en las que debería estar en clase, y
aunque Antonia intente tranquilizarse pensando que es normal, que también ella
lo hacía, sin embargo “hay algo que no me
cuadra: la soledad recurrente. Imaginarlo sólo sentado solo, callejeando solo,
me genera una inquietud insoportable”. Y lo hace porque le quiere, porque
se lo debe, porque del bienestar de Gabi y de su “salvación” sigue
dependiendo la suya, y porque sabe que,
si consiguió superar los años de tanta confusión fue gracias a él, fue él quien la recuperó
para la vida que le queda por vivir. Vista así, la novela no es ya sólo un
ejercicio de reconciliación de Antonia/Elvira con su pasado, de reconocimiento
de errores y asunción de responsabilidades sino la expresión de la necesidad de
explicarse ante su hijo, pedirle perdón y entonces sí, pasar página
definitivamente.
Gabi y
Alberto, su mayor preocupación y su mayor obsesión. Pero hay más personajes en
torno a la vida de Antonia: sus
compañeros de trabajo, primero en la radio y luego en la televisión, su
hermana, su padre, su tía Celia, su amiga Marga… y sobre todo Jabato, sin duda
el personaje que más nos gustó. Jabato, su amigo de la infancia primero, amante
después y de nuevo amigo en la madurez, quien con su sinceridad sin paliativos
y sus verdades como puños nos permite conocer a esa otra Antonia, que no le
gusta ser una víctima, porque eso significa asumir una derrota “y tu
papá no os enseñó a aceptar la derrota, porque al que pierde no lo quiere, lo
ignora”, pero va de víctima con Alberto,
sólo para intentar que regrese con ella, porque “lo que te ocurre es que no puedes entender que alguien a quien tampoco
querías tanto haya dejado de quererte. No aceptas esa humillación”. Jabato
le enseña lo que es la lealtad, la amistad, las relaciones familiares, el amor.
Antonia lo utiliza, lo busca, lo desprecia…jamás consigue estar a su altura. Es
Gabi quien acabará rescatando a Antonia, pero es Jabato quien le hace sentir “ese mareo que produce una verdad a la que
hasta antes no le habíamos dado forma” y consigue, tal vez, hacerla
reaccionar.
Para ir ya terminando, porque me costó empezar
a escribir, pero ahora ya no hay quien me pare, también recordamos en la
tertulia momentos de la novela muy “Elvira Lindo” que nos parecieron divertidos, como la comida con el cirujano y
la llegada del camarero en plena exploración mamaria o la compra de peluches
navideños que resultaron ser “el juguete del año” y salieron gratis para sorpresa de Antonia, a la que sólo le faltó que le
colocaran una banda en la juguetería para felicitarla por su buena suerte. Pero
que en tan sólo 200 páginas aparezcan comunistas, drogas, homosexuales,
abortos, cirugías plásticas y hasta el 23-F en Valencia….y todo relacionado con
la misma persona… es posible, es cierto,
pero lo encontramos un poco
exagerado y encajado a la fuerza para reflejar
una época de cambio.
¿Nos gustó la
novela? Pues a algunos sí, a otros… bueno y a otros, los menos, nada. ¡Eso es lo divertido! Pero lo más importante,
o al menos lo más importante para mí, es que hablar de la novela nos permitió
hablar un poco de nosotros mismos, de errores que cometemos una y otra vez, de
parejas que nos abandonan sin saber por qué ni qué pueden ver en los otros que
nosotros no tengamos, de esos “pájaros” como Alberto que todas hemos tenido
alguna vez en nuestra vida…y todo ello en un ambiente cómodo, con cierta
intimidad y la confianza que proporciona ver caras ya tan familiares desde hace
muchos años.
Los Olímpicos,
iguales a nosotros excepto por ese
pequeño detalle de la inmortalidad, y
poseedores de nuestros mismos
defectos, nos perdonan todo a los humanos salvo el engaño y la hybris: la
soberbia, la arrogancia. A mí me han castigado. Y de empezar leyendo la novela
de Elvira Lindo con prejuicios, haciendo comparaciones injustas con otros
autores y, lo que es peor, pensando que cualquiera podría escribir así, he
terminando admirando su estilo fresco, ágil, evocador, que sabe expresar lo que
quiere expresar de una manera clara y directa, sin necesidad de complicaciones
sintácticas. ¡Ni en el mejor de mis sueños sería yo capaz de escribir algo
semejante! Termino así mi reseña, algo descabalada, como la vida de
Antonia, declarándome, sin ningún tipo
de reservas, Elvirista convencida.
Y aprovecho la
ocasión para desearos Felices Fiestas a todos.
Nos veremos de
nuevo ya en el 2015 para hablar de la novela Todo se desmorona, de Chinua
Achebe.
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