martes, 10 de marzo de 2015

Todo se desmorona

(de Chinua Achebe).


Nuevamente nos ilustra Josune con sus siempre acertadas palabras. Os transcribo su inspirada reseña de la última tertulia:



«Ya os comenté que con esta novela me he estrenado como lectora en formato digital, y la experiencia no ha sido mala, no es esa la palabra, sí rara, diferente. Me faltaba mi lápiz para subrayar, mi costumbre de volver atrás a menudo, como  si en las páginas anteriores me hubiera dejado de manera involuntaria algo importante y necesitara retroceder para recogerlo. Sí, ya sé que la lectura en pantalla también permite esas revisiones y que nada me impide anotar y guardar lo que anoto. Todo eso lo sé y me parece genial que otros lo hagan. Pero a mí no me gusta leer así. Ni siquiera suelo enzarzarme ya en románticas defensas del libro de papel, aunque tampoco creo haber aceptado del todo la posibilidad de que acabe desapareciendo. No sé qué sucederá finalmente. Lo que sí sé es que he leído esta novela de un modo extraño, y esta circunstancia se sumará a la impresión también extraña que me ha dejado.

Reconozco que empezó gustándome poco. Me parecía un relato liso, de escaso interés literario, casi un mero documento antropológico que me ofrecía la oportunidad de sumergirme en una cultura para mí lejana y desconocida. Leí durante muchas páginas con actitud similar a la que puedo dedicar a un reportaje curioso. Sin duda, la parte que he seguido con mayor atención es lo que desencadena la llegada de los misioneros, cuando, en efecto, el mundo que se nos ha descrito comienza a derrumbarse.

Todo se desmorona fue escrita en inglés por el nigeriano Chinua Achebe y publicada en 1958. Alguien apuntó en la tertulia que tal vez el peculiar estilo en que está narrada se deba al intento, por parte del autor, de reproducir la estructura y la sencillez de una lengua primitiva, ligada a las rutinas y tradiciones de su cultura originaria, la de los “igbo”. Sugerente y sensata explicación. No me extrañaría nada que así fuera.

La historia se desarrolla en el corazón del África de finales del siglo XIX, en puertas de la colonización europea, y tiene como protagonista a Okonkwo, un líder respetado por los suyos, que ha alcanzado su poder y su prestigio a base de esfuerzo, guiado siempre por la obsesión de no ser como su padre, bebedor, vago e indolente. El mayor temor de Okonkwo es el de parecer débil, por lo que hace de la crueldad su aval, su escudo protector. Su participación en el asesinato de Ikemefuna, su hijo adoptivo, por el que siente un gran afecto, ejemplifica perfectamente esta actitud. Lejos de mantenerse al margen en este terrible acto, interviene de manera decisiva. El cumplimiento del deber por encima de todo, el respeto a la tradición, la sumisión a los designios del oráculo…  Ezeudu, un anciano muy respetado en el clan, le había dicho: “Ese muchacho te llama padre. No tengas nada que ver con su muerte.” (p. 33) Pero Okonkwo sucumbió a su propio terror; de ningún modo podía parecer débil: “Ciego de miedo, Okonkwo sacó el machete y lo atravesó. Le daba miedo que lo considerasen débil.” (p. 35) Nada será igual a partir de ese momento, ni para él, que arrastrará siempre una culpa sorda e hiriente, ni para su propio hijo, Nwoye, que quería a Ikemefuna como a un hermano.

Tiempo después, Okonkwo mata accidentalmente a un niño y es condenado a un destierro de siete años en Mbanta, la tierra de su madre. Aquí aparecen algunos de los pasajes que más me han conmovido, los que aluden a ese territorio femenino que acoge cuando todo falla, el lugar de la expiación, de la misericordia:

“Lo único que podía hacer Okonkwo era huir del clan. El matar a un miembro del propio clan era un crimen contra la diosa de la tierra, y el hombre que cometía ese crimen había de huir del país. El crimen tenía dos sexos, el masculino y el femenino. Okonkwo había cometido el femenino, porque había sido sin querer.” (p. 70)

La marcha de Okonkwo provoca una gran tristeza en Obierika, su mejor amigo:

“Obierika era un hombre que reflexionaba sobre las cosas. Cuando quedó realizada la voluntad de la diosa se sentó en su obi y lamentó la calamidad de su amigo. ¿Por qué tenía que padecer tanto un hombre por una falta que había cometido sin querer? Pero aunque estuvo mucho rato pensándolo, no halló respuesta. No logró más que meterse en complicaciones mayores. Recordó los dos gemelos que había tenido su mujer y a los que había echado al bosque. ¿Qué crimen habían cometido ellos? La Tierra había decretado que ofendían al país y que era necesario destruirlos. Y si el clan no imponía un castigo por una culpa contra la gran diosa, ésta descargaba su ira sobre el país y no sólo sobre el culpable. Como decían los ancianos, si un dedo se metía en el aceite manchaba a todos los demás.” (p. 70)

Todo hombre bueno se pregunta alguna vez por el sentido de las normas establecidas en su mundo, las cuestiona, trata de razonarlas, y llega hasta donde puede en su contestación. El caviloso Obierika lo intenta pero no saca nada en claro. Sus reflexiones sobre la desgracia de su amigo lo envuelven en la confusa marea de su propia historia. Algo superior impone su voluntad y no acatarla puede acarrear una desgracia colectiva.

Cumplido su destierro, Okonkwo y su familia regresan a Umuofia. Todo está muy cambiado. Los misioneros blancos se han establecido en la aldea y han logrado que muchos se conviertan. Los primeros, los parias, los marginados, y aquí surge para mí el valor más importante de la obra, la universalidad de lo que en esencia plantea: toda cultura humana constituye un sistema de poder regido por un código que se debe acatar y en cuyo seno conviven los líderes, las personas corrientes y los excluidos. Son estos últimos los que primero se apuntan a otro sistema que en principio los recibe con los brazos abiertos. Así lo experimenta el propio Nwoye: “No era la lógica absurda de la Trinidad lo que lo había cautivado. No la comprendía. Era la poesía de la nueva religión, algo que sentía en la médula de los huesos. El himno acerca de los hermanos que estaban sumidos en las tinieblas y el temor parecía responder a una pregunta indefinida y persistente que atormentaba su alma de adolescente: la de los gemelos que lloraban en la maleza y la de la muerte de Ikemefuna.” (p. 82)

Naturalmente, Okonkwo vive la conversión de su hijo como una intolerable traición y lo repudia. Además, intenta por todos los medios frenar la catástrofe que se avecina, el hundimiento de su mundo. Pero los blancos van aumentando el número de adeptos y la opción del enfrentamiento violento que Okonkwo ve como única salida no es la que triunfa. Su clan no entablará una guerra con los europeos. Okonkwo se queda solo, definitiva y completamente solo. Por eso, antes de que todo se desmorone, él se ahorca.

Alguien remarcó con gran acierto el carácter épico de la obra. Debo decir que recordando la tertulia y repasando algunos episodios he logrado encontrar más razones para valorar esta novela. ¿Y si me la compro en papel y la leo como a mí me gusta, lápiz en mano, rastreando entre sus páginas el temor del guerrero Okonkwo a ser débil, vulnerable y a tener sentimientos? Ya os contaré… »
 
Gracias por tus sabias reflexiones, Mater Fundatrix.
La próxima tertulia (en fecha todavía por determinar) versará sobre El guardián invisible, de Dolores Redondo.
Que tengáis una feliz y amena lectura.
 

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