La tertulia sobre Los
infinitos fue quizás una de las menos concurridas; John Banville no
consiguió congregar en esta ocasión más que a una docena de lectores que, todo
hay que decirlo, nos reunimos para decir lo poco que nos había gustado en
general.
Un arranque brillante y prometedor, con unas descripciones
sugerentes y a veces magistrales, no terminaron de engancharnos a una historia
que languidece por momentos y se remata con un final para muchos de nosotros
decepcionante. Si bien es cierto que la prosa de Banville es de un virtuosismo
en ocasiones preciosista (arropado por una traducción excepcional), nos faltó a
muchos la magia que nos hace desear seguir leyendo sin parar, que nos mantiene
pegados a las páginas de un libro: más bien algunos acabaron la novela por
simple disciplina lectora, y otros incluso desistieron de llegar al final.
Unos personajes con trazos geniales (esa Petra autista que
se autolesiona en una ceremonia de elegancia nipona, o el joven Adam siempre
vestido con ropas prestadas, la
alcohólica Ursula o la criada Ivy de enigmático pasado) no están todo lo
desarrollados que nos gustaría y no terminan de hallar su sitio en una
narración que conduce al lector por caminos que no acaban en ninguna parte.
El planteamiento inicial promete más de lo que cumple el
autor: una familia reunida en torno al padre en coma espera la muerte de este de
manera inminente. A esto le añadimos un narrador omnisciente, nada menos que el
propio dios Hermes, y un trasfondo mitológico con parte del Olimpo campando a
sus anchas por sus páginas; se recrea el mito del nacimiento de Heracles, con
la seducción de Alcmena por parte de Zeus bajo la figura humana de su esposo
Anfitrión, e incluso parece justificarse la eterna presencia de Hermes en
calidad de conductor de las almas al reino de los muertos (psicopompo) a la
espera de acompañar al viejo Adam en su último viaje. Todos estos elementos
podrían dar como resultado una profunda reflexión sobre la muerte, sobre la familia
o sobre la infinitud, como apunta el título (tema de estudio e investigación
del padre moribundo durante gran parte de su vida). Pero esa reflexión no
termina de cuajar. O al menos no supimos verlo.
No todo fueron comentarios negativos; también reconocimos la
belleza de algunas escenas descritas como hermosos cuadros que salpican la
novela por doquier, o la teatralidad de la obra, con los personajes encerrados
en un único escenario y la limitación del tiempo a poco menos de veinticuatro
horas (las normas aristotélicas para la tragedia). Basándose en la alternancia
de la voz narrativa entre Hermes y el agonizante Adam, se apuntó incluso la
posible interpretación de todo el relato como una elucubración del viejo
matemático desde su lecho de muerte.
Llegamos así entre todos a la conclusión de que Los infinitos nos parecía una obra
fallida de un excelente escritor, que además tiene la capacidad de desdoblarse
en su alter ego Benjamin Black para crear novelas negras de
una calidad inmejorable. Y, por supuesto, esta novela tiene, aparte de los
valores que no supimos descubrir, el mérito de habernos reunido para pasar un
buen rato hablando de literatura.
Para la próxima tertulia, que se celebrará el 25 de febrero,
leeremos La loca de la casa, de Rosa
Montero.
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