miércoles, 14 de mayo de 2025

Cuidar de ella

 (de Jean-Baptiste Andrea)


Recién salida del horno nos llega la reseña de Josune sobre la última novela que comentamos. Como siempre, gracias por tu prosa que nos hace revivir momentos tan literarios como amenos.



Reseña sobre Cuidar de ella, de Jean-Baptiste Andrea

                     No imaginaba que me sentaría a escribir sobre lo que comentamos en torno a Cuidar de ella cuando Italia, Roma y el Vaticano aparecen a todas horas en los medios informativos y la imponente Plaza de San Pedro se ha convertido en lugar de peregrinación para creyentes, turistas y corresponsales del mundo entero. Motivos religiosos y políticos convierten la muerte de un Papa en un acontecimiento de extraordinaria repercusión y en la excusa para la escenificación de una liturgia que, confesiones al margen, constituye todo un espectáculo y una oportunidad para contemplar edificios, frescos y esculturas de un valor y una belleza apabullantes. Ayer, en la tele, un periodista que se reconocía no creyente aludía a este hecho y venía a decir que, a falta de fe, la experiencia estética era el mejor y más intenso de los sucedáneos en el universo espiritual. Tal vez no le falte razón…

                     Resulta más que comprensible, pues, que el protagonista de la novela que nos ocupa, Michelangelo Vitaliani, Mimo, un hombre enano dotado de un excepcional talento para esculpir, lograra alcanzar éxito y reconocimiento bajo el cobijo de la Iglesia en la figura del entonces cardenal Pacelli (luego Papa Pío XII), y con el apoyo y mecenazgo de la poderosa familia Orsini. La obra, con claras resonancias de la picaresca, recuerda en algunos aspectos a El nombre de la rosa y a Bomarzo. A la primera, en tanto novela de aprendizaje y con un trasfondo filosófico y teológico; a la segunda, en el ambiente artístico, en las intrigas palaciegas y en las  peculiaridades del narrador, que en la obra de Mujica Láinez se trata de un jorobado, el duque Pier Francesco Orsini (reseñable coincidencia también la del apellido).

                     Cuidar de ella ha sido considerada por la mayoría de nosotros una novela entretenida, agradable y fácil de leer. Hubo quien justificó su decepción  por la superficialidad con que se perfila el contexto histórico y la inexactitud de algunas apreciaciones de carácter artístico, algo en lo que otros no habíamos reparado, habida cuenta de que nos hallamos ante una obra de ficción que, por más que aluda a hechos acontecidos a lo largo del siglo XX, no nos ha parecido una novela histórica. Es cierto que nadie la defendió como una creación sobresaliente y se entabló un interesante debate sobre si reúne o no la calidad exigible al galardón que ha recibido, nada menos que el Premio Goncourt de 2023. Parece que, en general, nos cuesta abandonar la inercia de creer que los premios célebres y prestigiosos avalan siempre la excelencia, cuando quienes conocen los entresijos de los mismos atestiguan el interés económico que persiguen,  de modo que las posibilidades de éxito comercial constituyen un criterio esencial en su concesión, sin que ello signifique, sin embargo, que las obras premiadas, si funcionan comercialmente, hayan de ser necesariamente malas. En absoluto. Creo que el asunto es más complejo que todo eso y, en cualquier caso, hablamos de la novela desde nuestra experiencia lectora, con o sin Goncourt.


                     El principal acierto de la obra radica posiblemente en la peculiar pareja protagonista: Mimo y la excéntrica Viola Orsini, dueña de una mente prodigiosa que condiciona su personalidad, su afán de conocimiento y sus anhelos de libertad, identificados con su obsesión por volar. Ella es la que va completando la formación y puliendo el talento de Mimo a través de los libros que le presta y al compartir con él sus amplios conocimientos y su sensibilidad artística. Con casi catorce años se hacen el mutuo juramento de “no dejarse caer ni decepcionarse nunca”, en tanto él la ayudará a volar y ella lo ayudará a él “a convertirse en el escultor más grande del mundo”. El relato se sostiene en la fortaleza de la amistad y el cariño que se profesan, a pesar de sus épocas de distanciamiento, ocasionados por enfados y traiciones puntuales. Cada uno de ellos será protagonista de su historia individual. Mimo logrará salir de la penuria y la marginación, y conocerá las mieles del éxito y los privilegios que conceden el dinero y el trato con los poderosos. Viola quedará maltrecha tras el fracaso de su empeño en volar e intentará someterse a las servidumbres impuestas por su clase social y su condición femenina. Ambos se traicionarán a sí mismos pero hallarán el modo de redimirse cuando el declive del fascismo y el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial están próximos. Viola jamás perdió la lucidez y supo verle las garras al monstruo desde el principio, mientras Mimo, entregado a una vida de excesos, dio rienda suelta a su genio creador y a la peor versión de sí mismo. Lo ocurrido en el acto de entrega de la medalla que lo convierte en miembro de la Real Academia de Italia obedece a un plan orquestado por Viola y ejecutado por su amigo como venganza a la ignominia y los horrores perpetrados por los nazis con el apoyo del fascismo italiano.

                     El otro gran acierto del libro radica en la habilidad con que la intriga que rodea a “ella” determina la estructura de la obra, de modo que la narración comienza cuando Mimo se halla a las puertas de la muerte en un monasterio en el que ha vivido durante cuarenta años sin haber pronunciado los votos. Algún misterio de carácter espiritual o sobrenatural se cierne sobre el personaje y sobre “ella”, y el interés crece cuando empezamos a conocer la historia del narrador desde sus orígenes. Por otro lado, la acción aparece perfectamente secuenciada y sin decaimiento, tras lo cual es fácil adivinar la experiencia cinematográfica de Jean-Baptiste Andrea como actor, director y guionista. Hay una gran plasticidad e innegable dinamismo en la sucesión de acontecimientos sin menoscabo de la forma, sustentada en un estilo cuidado y sencillo que contribuye a la fluidez del relato.

            Ya he señalado que hubo contraste de pareceres en la tertulia a propósito de la cuestión artística, superficial y poco documentada para algunos, mientras que otros ensalzamos el sutil detallismo con que se describen las esculturas realizadas por Mimo, como el san Pedro encargado por Pacelli o el san Francisco con expresión de estar experimentando cosquillas. Por otro lado, también resulta eficaz la alusión al asalto sufrido por la Pietà de Miguel Ángel por parte de Laszlo Toth y la hipótesis de que, en realidad, el húngaro quería atacar la Pietà Vitaliani, pero, como no la encontró, se lanzó contra la de Buonarotti. Al ver el peligro, el Vaticano decidió ocultarla, a “ella”, esa escultura cuya contemplación provoca extrañas y confusas reacciones, incluso excitación sexual. Se abre una investigación en la que llega a intervenir un exorcista.  El misterio, como en las intrigas de corte clásico, se desvela al final: “(…) el cuerpo yaciente es el de una mujer, por muy andrógina que sea, con clavículas de mujer, pecho de mujer, caderas de mujer. El ojo espera a un hombre, ve a un hombre, pero todos los sentidos registran una feminidad tanto más explosiva cuanto que es casi invisible, un hálito de vida roto por los fanáticos que lo han crucificado. Algunos espectadores lo aceptan y se encogen de hombros. Otros, en cambio, los más sensibles, experimentan una reacción violenta, que a veces se acerca al deseo, inexplicable, incongruente para quien no ha entendido, es decir, para todos. Buscaron al diablo, buscaron la ciencia y qué sé yo cuántas cosas, cuando solo estaba Viola. Viola, a quien yo mismo, sin querer, había traicionado y negado con tanta fuerza  como para hacer llorar a san Pedro.” (p. 448)

            Original resolución que, a mi juicio, no precisaba más, aunque son las siguientes líneas las que clausuran el asunto: “Me habíais encargado una Piedad para reconciliaros. La Virgen que llora el cuerpo maltrecho de Cristo. Pues aquí está: si el Cristo es sufrimiento, mal que os pese, el Cristo es una mujer.” (p. 449). Creo que el autor sucumbe a la tentación de un guiño feminista demasiado explícito y tal vez innecesario, pues el personaje de Viola encarna desde el principio la reivindicación de una libertad que le es negada. Su sueño de volar, su grave accidente cuando lo intenta, la identificación de sí misma con un “dodo” (ave que no vuela) constituyen en conjunto una metáfora evidente, desplegada en el hermoso poema interceptado por su necio y cruel marido, y que con insistencia reitera estas palabras: “Soy una mujer de pie”, y anima a la mujer del futuro, a aquella que ni siquiera ha nacido, a hacer lo que tantas otras hicieron antes: “caer de las nubes y volver a levantarte”.

Y así la Pietà Vitaliani, la obra cumbre de Mimo, se yergue en esta novela como la firme expresión del sufrimiento, la compasión, el amor y la belleza. Con “ella” su talentoso autor rescata de los escombros a quien fue su amiga leal, salvadora y mecenas, cuya mano, la primera vez que la tomó, lo convirtió en escultor  ̶ “(…) fue en ese momento, el de nuestras palmas aliadas en aquel conciliábulo de maleza y lechuzas, cuando me vino la intuición de que tenía algo que esculpir” ̶ , y la hace vivir para siempre al cincelar en una enigmática figura la marmórea firmeza de su alma, genuina y libre.


lunes, 24 de febrero de 2025

Un caballero en Moscú y La clase de griego

(de Amor Towles y Han Kang)


Doble reseña de las últimas lecturas que abordamos en nuestra tertulia. Gracias, Josune, por tus siempre bellísimos y acertados comentarios.



Reseña sobre Un caballero en Moscú, de Amor Towles

Un caballero en Moscú formará parte de la nómina de títulos que en nuestro Sofá ha suscitado un elogio unánime: coincidimos en apreciarla como una novela original, entretenidísima y de fácil y agradable lectura, cuyo extraordinario e inolvidable protagonista constituye el mayor de los aciertos. El conde Aleksandr Ilich Rostov salva la vida gracias a unos versos que se le atribuyen y que los bolcheviques interpretan como revolucionarios, de modo que la pena máxima le es conmutada por un arresto domiciliario en el mismo lugar donde vive desde hace casi cuatro años, el lujoso hotel Metropol de Moscú, próximo al Kremlin y al Teatro Bolshói.


El interrogatorio a que es sometido, previo al comienzo de la narración, anticipa el humor y la fina ironía como destacados ingredientes de la obra, acordes, además, con el talante del aristócrata, gran disfrutador de los placeres de la vida  ̶ la buena mesa, la lectura, la música, la conversación, la reflexión… ̶  y practicante de un admirable estoicismo con el que afronta las nuevas circunstancias sin amargura y sin menoscabo de su condición de caballero. Debe abandonar su lujosa y amplia suite para ocupar en el desván del edificio una habitación mucho más pequeña y modesta. Realiza una cuidada selección de sus muebles y objetos personales al tiempo que recapacita sobre los apegos humanos a las personas y a las cosas, desprendiéndose de lo que en esos momentos considera superfluo. Cabe destacar la importancia que le otorga a su escritorio, heredado de su padrino, el Gran Duque Demidov, quien, tras la muerte de los padres del conde, víctimas del cólera, se convirtió en su guardián y le explicó que “la adversidad se presenta adoptando diferentes formas; y que si uno no controla las circunstancias, se expone a que las circunstancias lo controlen a él.” Estas palabras se convertirán en un principio irrenunciable para Rostov, que hará gala de una templanza y una capacidad de adaptación extraordinarias. Bien es cierto que, además del equipaje moral materializado en ese bello mueble, sus patas contienen las monedas de oro que garantizarán sobradamente el sustento del aristócrata durante un confinamiento de más de treinta años.

El Metropol es un gran hotel que alberga varios establecimientos de restauración a los que el conde sigue acudiendo para disfrutar de la buena mesa y de los placeres etílicos: el Chaliapin, el Piazza, el Boiarski. Este último es mencionado como “el restaurante más elegante de Moscú, por no decir de toda Rusia.” Su chef, Emile Zhukovski, el maître, Andréi Duras, y el conde Rostov formarán un indisoluble Triunvirato en la época en que el conde trabajará junto a ellos como jefe de sala. El confinamiento le prohíbe pisar la calle, pero su temperamento sociable y curioso lo inmuniza contra el aislamiento. Su amistad con la hija de un burócrata ucraniano viudo, la pequeña Nina Kulikova, quien le pide que le enseñe “algunas de las reglas para ser princesa”, le permitirá conocer sorprendentes recovecos del hotel. Al cabo de los años el protagonista forma parte de una variada y original familia en la que con Emile, Andréi y Nina también figuran Marina (la costurera), Yaroslav (el barbero), Fátima (la florista),Vasili (el conserje), Arkadi (el recepcionista), Audrius (barman del Chaliapin) y la bella actriz Anna Urbanová, “la mujer esbelta como un sauce”, que se convertirá en su amante. Hay que mencionar también a Mishka, su íntimo amigo y compañero desde la universidad, que aparecerá en la historia de manera intermitente y que constituye un personaje esencial en la novela. Hombre cultísimo, infatigable lector, investigador literario y poeta, enamorado de Katerina y correspondido por ella hasta su muerte. Es Katerina quien cumple el encargo de hacerle llegar al conde una curiosa obra suya: el volumen, encuadernado en piel, de numerosas citas que recogen alguna alusión al PAN, como acto de desagravio a Chejov, ya que, por motivos de censura, Mishka se vio obligado a suprimir de una de las cartas personales de este autor la referencia a la extraordinaria calidad del pan de Berlín y el comentario de que los rusos que no habían viajado no sabían lo bueno que podía llegar a ser este básico alimento.

El tratamiento del tiempo es una destacada cualidad de la obra. Los hechos presentes aparecen perfectamente datados, al igual que sus recuerdos (los años vividos en Villa Holganza, la entrañable relación con su hermana Helena, muerta prematuramente, el desgraciado episodio del húsar y las nefastas consecuencias que desencadenó en la vida de Helena y en la suya propia…). La vida en el Metropol transcurre en paralelo a los acontecimientos históricos más relevantes de la primera mitad del siglo XX en Rusia, en Europa y en el mundo. Es decir, la peripecia del conde Rostov aparece muy bien contextualizada e incluso conectada con hechos históricos concretos sin necesidad de interrumpir la ficción con digresiones explicativas.

Y llegado este punto es imprescindible resaltar el otro gran acierto de Un caballero en Moscú: la figura del narrador, de índole un tanto cervantina (no en vano en la tertulia establecimos algún paralelismo entre el conde y don Quijote). Desde luego, como buen omnisciente, todo lo sabe y todo lo ve, pero también le gusta hacerse visible en el relato comentando con notas a pie de página determinadas situaciones, advirtiendo esto o lo otro al “avezado lector” o al “lector europeo”, y dando numerosas muestras de su habilidad en el manejo del humor y la ironía  ̶ maravillosa su alusión a los barrenderos como imprescindibles recogedores de desperdicios de toda clase ̶, responsables, junto con el carácter vitalista del conde, del tono amable dominante en la novela.

Dicho tono resulta compatible también con la perspectiva crítica latente en la obra, desplegada con la misma sutileza que los otros dos rasgos ya mencionados. Las alusiones al personaje del Obispo, en su espectacular ascenso desde mediocre camarero del Piazza a director del hotel, pasando, por supuesto, por el Boiarski y por la subdirección del Metropol junto a su superior, el señor Halecki, suelen combinar los tres elementos. Un ejemplo elocuente de ello lo constituye el episodio final en el que Rostov logra reducir y burlar al director (o camarada Leplevski) antes de su huida.

Son numerosas las alusiones culturales: obras literarias, musicales, cinematográficas… Además de su irrenunciable código del honor de aristócrata y caballero, la exquisita formación y sensibilidad artística del conde justifican en buena medida la fortaleza y la templanza que le son propias, así como la riqueza de su mundo interior. Muy interesante resulta la relación que mantiene con Ósip Ivánovich, el burócrata que acude a él para que le proporcione conocimientos que le serán imprescindibles en el ejercicio de sus obligaciones, y así, lo que comienza con unas sesiones didácticas se irá transformando en una buena amistad.

 En la segunda mitad de la novela destaca como muy importante el personaje de Sofia, la hija de Nina, a la que el conde cuidará como propia, convertido de forma inesperada en un padre feliz y orgulloso. La acción, que no decae en ningún momento, irá adquiriendo un ritmo de intensidad creciente a medida que nos aproximamos al desenlace: la joven Sofia, una prometedora pianista, aprovechará su viaje a París con la orquesta del Conservatorio para quedarse allí. Rostov contará con la colaboración de su amigo norteamericano Richard Vanderwhile, quien la acogerá en la embajada de Estados Unidos. Él mismo abandonará el Metropol ejecutando un plan perfecto inteligentemente urdido y se reunirá con Anna en Nizhni Nóvgorod, el lugar donde se hallaba Villa Holganza, la finca de los Rostov.

No deja de resultar admirable que una novela que supera las quinientas páginas y cuyo protagonista vive recluido en un hotel durante más de tres largas décadas resulte tan amena y estimulante. Rusia, Europa y el mundo han padecido durante todo ese tiempo algunos de los acontecimientos más terribles de la historia reciente, y el eco de los mismos se deja sentir en personajes y situaciones concretas de la obra. Pero afortunadamente el autor no ha sucumbido a la tentación del rigor historicista y ha preferido campar a sus anchas por el inmenso territorio de la ficción, el cual le permite abordar la realidad desde variadas perspectivas. Desconocemos si el conde Rostov está inspirado en alguien que existió o si es producto de la imaginación de Amor Towles, y en el fondo la cuestión resulta intrascendente. Lo importante es que ha adquirido la misma entidad que Ulises, don Quijote, Robinson Crusoe, Anna Karenina o los hermanos Karamazov, alentado por todos ellos y por el espíritu irreductible del mismísimo Montaigne, de cuyos Ensayos es capaz de extraer la esencia más valiosa y de transmitirla a los demás con sus actos y sus palabras. Sirva como muestra el fragmento que recoge lo que el conde expresa a Sofia, con la intención de calmar la inquietud de la muchacha, antes de partir hacia París: “Le había dicho que nuestra vida la dirigen las incertidumbres y que muchas son desalentadoras, incluso perturbadoras, pero que si perseveramos y conservamos un corazón generoso, es posible que se nos conceda un momento de lucidez suprema, un momento en el que todo cuanto nos ha sucedido se define, de pronto, como el desarrollo necesario de los acontecimientos, y nos hallamos ante el umbral de una vida completamente nueva, esa vida a la que siempre habíamos estado destinados.

Un par de páginas atrás, al comienzo del capítulo acertadamente titulado Apoteosis, se nos describe el contenido del equipaje que Aleksandr Ilich Rostov llevará consigo en su escapada: “(…)rebuscó hasta el fondo de su viejo baúl para recuperar la mochila que había utilizado en 1918 en su viaje de París a Villa Holganza. Al igual que entonces, esta vez sólo se llevaría lo imprescindible. Es decir, tres mudas de ropa, un cepillo de dientes y pasta dentífrica, Anna Karénina, el proyecto de Mishka y, por último, la botella de Château-neuf-du-Pape que tenía la intención de beberse el 14 de junio de 1963, cuando se cumplieran diez años de la muerte de su viejo amigo.”

Podría haber reproducido aquí muchas otras citas subrayadas en esta espléndida novela, pero he elegido estas dos para concluir porque creo que recogen muy bien el espíritu de la obra y de su asombroso protagonista. La primera, su inagotable confianza en la vida tal y como se despliega en su sorprendente devenir, y la segunda, la identificación de cuanto le resulta de verdad imprescindible para seguir adelante con serenidad y sin amargura: limpieza, un buen libro, el legado de su mejor amigo y el vino apropiado para recordarlo al cumplirse una década de su fallecimiento.

Ánimo firme y elevado, pulcritud, capacidad de disfrute, el alimento de la lectura y del recuerdo de los seres queridos. Con este equipaje dejamos a nuestro caballero dirigiéndose al rincón de la taberna donde lo espera la mujer esbelta como un sauce. En el escueto espacio de una mesa para dos celebran agradecidos su amor y el comienzo de su nueva vida.



Reseña sobre La clase de griego, de Han Kang

            Recuerdo bien la emoción que se respiraba en nuestro Sofá el pasado 27 de enero al referirnos a lo mucho que La clase de griego nos había gustado, a pesar de su rareza y dela dificultad que entraña su lectura. Intercambiamos numerosos comentarios sobre este bellísimo y excepcional libro. El asombro, la admiración y el entusiasmo revolotearon todo el tiempo en nuestro diálogo, igual que el empeño por comprender una obra tan compleja como cautivadora.

            Ya hemos aludido en otras ocasiones a la plasticidad de la novela como género, rasgo que permite al autor el atrevimiento de innovar en la creación de la obra con enorme libertad. Algunos experimentos narrativos han aupado títulos a los estantes de la gloria literaria más por la osadía de su propuesta que por la calidad del resultado final; no obstante, se les reconoce y agradece la valentía de haber arriesgado, y son ensalzados como modelos y referentes para intentos posteriores, muchos de ellos más certeros. En ocasiones, sin embargo, el afán de originalidad resulta tan desatinado que podemos encontrarnos con un invento poco consistente, una innovación al servicio de no se sabe bien qué, y entonces añoramos las fórmulas tradicionales de lasque una mano diestra se sirve para lograr  un relato sólido, interesante y fluido.

            De todos modos, es cierto que a veces aquello que el autor pretende comunicar exige una apuesta audaz y un compromiso radical con la palabra en sus variadas posibilidades de expresión, con lo cual la experimentación se hace imprescindible en tanto la forma literaria va fraguando en un extraordinario molde. A mi juicio, esto es lo que ocurre en La clase de griego, donde se produce una original mixtura entre narración, reflexión filosófica y existencial, y poesía, cuya justificación se halla en el propósito de mostrar la dificultad de la comunicación humana a través de un sorprendente personaje, una mujer de treinta y seis años abrumada por una triple pérdida: la de su madre, recientemente fallecida, la de la custodia de su pequeño hijo, y la del habla y la capacidad del lenguaje. Aislada en su silencio, busca la manera de recuperar esto último aprendiendo una lengua muerta como el griego antiguo, pues a los dieciséis años ya le había ocurrido lo mismo y pudo abandonar la mudez en la clase de francés al pronunciar “bibliothèque”: “Veinte años atrás, la había tomado por sorpresa que una lengua extranjera desconocida, y no la materna, quebrase su mutismo. Si ahora estaba aprendiendo griego antiguo en una academia privada era porque esta vez quería recuperar el habla por su propia voluntad.”


Se trata de alguien extremadamente sensible. En la consulta de su terapeuta refiere por escrito dos hechos esenciales que él supone relacionados. Por un lado, ha crecido escuchando que por poco no nace, ya que durante su gestación su madre enfermó de algo similar a la fiebre tifoidea y era probable que la medicación provocara graves daños en el feto, por lo que el médico le anunció que, llegado el momento, una inyección le provocaría el parto y la muerte del bebé. En contra de tales augurios el embarazo se desarrolló sin problemas y la niña nació completamente sana. Sin embargo, esa frase, “Por poco no vienes a este mundo”, dejó en ella la impresión de que la vida le había llegado por casualidad, como una contingencia entre las mil que podían acaecer.

Por otro lado, su primer recuerdo es el descubrimiento de los fonemas en su lengua materna. El terapeuta concluye: “¿No será que esa fascinación que sintió por la lengua, a tal punto que es el primer recuerdo que conserva, se debe a que supo de manera instintiva que el lazo que une el lenguaje y el mundo es terriblemente débil? Es decir, puede que esa atracción por la lengua se asemeje en su inconsciente a la sensación de peligro y fragilidad que percibe en el mundo.” No obstante, el razonamiento no acaba de convencerla. Ella no lo ve tan simple. El origen de su mutismo tiene más que ver con su deseo de ocupar el menor espacio posible, mientras que el uso de la lengua casi siempre supone una expansión. Con lo cual creo que la autora, al presentar el interior de esta mujer, trata de ejemplificar la tragedia de la incomunicación verbal en tanto ella no puede utilizar el mecanismo simbólico del lenguaje, y así no solo queda limitado su acceso al mundo y a los demás, sino también la percepción y el conocimiento de lo real y la comprensión de sí misma. Es como si le faltara entidad, incluso el permiso de existir, y deseara borrarse: “A veces no se siente como una persona, sino más bien como una sustancia, una materia sólida o líquida en movimiento. Cuando come arroz caliente, se siente arroz; cuando se lava la cara con agua fría, se siente agua. Al mismo tiempo es consciente de no ser ni arroz ni agua, sino que se siente como una materia dura y rígida que nunca se mezclará con ningún ser, vivo o no. Las únicas cosas que reclama con todas sus fuerzas al gélido silencio son la cara de su hijo, con el que se le permite pasar una noche cada dos semanas, y las palabras muertas en griego que escribe apuntando con fuerza el lápiz.

El drama del personaje solo puede ser expresado en toda su hondura a través de la intuición poética. Pienso que este es el mayor acierto de la autora, embarcada en esta novela en el propósito de transcribir literariamente la experiencia del silencio, de la incapacidad de hablar, en alguien que no es sordomudo. La audacia de la obra consiste en el intento de mostrarla desolación interior de la protagonista al percibir la realidad y experimentar sensaciones sin poder articular nada. El hilo de esta parte del relato es manejado desde el punto de vista de un narrador omnisciente.

La historia transcurre en Seúl. El profesor de griego es un coreano que, tras vivir quince años con su familia en Alemania y aquejado de una dolencia hereditaria que acabará en ceguera, consciente de la pérdida de autonomía a la que paulatinamente habrá de enfrentarse ,decide en la treintena regresara su país de origen movido por la esperanza de ver atenuada su indefensión con el cobijo de su lengua materna. Lo que en principio iba a ser una estancia de dos años se ha extendido a seis. Trabaja en una academia privada de Humanidades y ahí conoce a esa sorprendente y silenciosa alumna incapaz de decir una palabra. Su historia es relatada en primera persona.

En sus recuerdos aparecen mencionados, además de sus padres y su hermana soprano, la muchacha de la que se enamoró a sus diecisiete años, una joven sordomuda, hija del director de la clínica oftalmológica donde era tratada su dolencia, y su íntimo amigo, Joachim Grundell  ̶ el único personaje de la obra identificado con su nombre ̶ , quien, enfermo desde pequeño y desahuciado desde los catorce años, logra vivir hasta los treinta y siete. Estos dos personajes son destinatarios de las evocaciones que atañen a cada uno, de modo que la narración queda emocionalmente teñida de la imperiosa necesidad de comunicación, de intimidad, de relación humana, que experimenta el protagonista, agudizada por el vértigo que le causa la amenaza del aislamiento a que lo condenará la pérdida de la visión.

La prometedora relación con la chica se quebró cuando él, obsesionado con su futura ceguera, le expresó su deseo de oír su voz: “Algún día viviríamos juntos y, puesto que iba a quedarme ciego y no podría verte, necesitaba que me hablaras.” Ante su demanda, ella reaccionó con indignación echándolo de su lado y, semanas después, cuando él le pide perdón, le lanza un puñetazo a la cara y pronuncia, por primera y última vez, una amarga  e hiriente orden: “Sal de aquí”. Tal vez la dolorosa huella de aquella experiencia lo salva de no cometer el mismo error con la mujer de la academia. Desde el momento en que percibe la singularidad de esta, se empeña en no incomodarla, y creo que el desenlace de la obra, intenso, reconfortante y conmovedor, atestigua el cambio de actitud del protagonista.

En la tertulia comentamos lo que tienen en común tres de los cuatro personajes principales de La clase de griego: una grave merma sensorial, es decir, una dificultad importante en su relación con el mundo. Y en el caso de Joachim se da la condición más extrema, la de vivir con la permanente conciencia de la muerte, lo cual le concede una descarnada lucidez y un gran pragmatismo, que le lleva, por ejemplo, a desdramatizar la ceguera. Él, que vive con la amenaza del final, propone soluciones para que su amigo afronte su futura situación: “Aprende braille y ya está. Escribe poemas haciéndole agujeritos a un papel. Aprende a convivir con un magnífico perro labrador.” A los dos los une la filosofía como búsqueda de un significado de la existencia, de algún asidero racional y firme alejado de “ese mundo tambaleante” de la literatura que al profesor inicialmente le causa rechazo, pero a cuya fascinación acaba sucumbiendo.

También quisimos explicar el hecho antes mencionado de que solo aparezca el nombre de Joachim. Alguien sugirió la posibilidad de que a través de sus personajes la autora pretenda representarnos a todos, lo cual enlaza con el carácter simbólico, mágico incluso, que impregna esta novela; sin embargo, hubo quien apuntó una explicación médica al mutismo de la protagonista: un tipo de epilepsia que afecta a las áreas cerebrales relacionadas con el lenguaje. Por otro lado, contrastamos opiniones sobre si ella vive voluntariamente refugiada en el silencio o si, por el contrario, se trata de una situación sobrevenida que intenta superar. Y no olvidamos subrayar la condición de la lengua como representación de un mundo y configuradora a la vez de la forma y extensión de nuestro pensamiento, una cuestión muy importante en esta obra.

Y llegamos al final, a esas páginas trepidantes en que los dos protagonistas descubren que el lenguaje del amor, con todas sus contradicciones (“Tuve miedo. / No tuve miedo. / Tuve ganas de llorar. No quise llorar.”), está a su alcance, que ni la mudez ni la ceguera constituyen un obstáculo insalvable para  quien anhela la compañía íntima de otro ser humano, y se entrega al tacto, a la caricia, a la fuerza del deseo, al afán de sostener al otro, de salvarlo del aislamiento no buscado  ̶ el “filo acerado” de la espada mencionado en el capítulo inicial en alusión a la ceguera de Borges ̶ . “Allí donde no había luz ni voces, / entre astillas de corales que no habían soportado la presión, nuestros cuerpos trataban de subir a flote.”  Esta excepcional novela es finalmente un canto al amor como la esencia poderosa que nos hace humanos, derriba nuestros muros de dolor y nuestros límites, y nos completa en la unión y en el cobijo del abrazo enamorado.