Reseñas de La uruguaya, Me llamo Lucy Barton y La
ciudad solitaria
Pasé por Pynchon hace unos días para recoger un
libro que había encargado y me preguntaron por la fecha de nuestra próxima
tertulia. No me acordaba con exactitud y al llegar a casa lo miré en mi
cuaderno: martes 25 de septiembre a las siete de la tarde. Fue lo último que
escribí, tras el resultado de la votación con que cerramos el curso tertuliano
y los dos títulos elegidos para comenzar la nueva temporada. Entonces recordé (para
mi sonrojo) que de las cinco obras leídas, solo teníamos comentadas dos y he
decidido reparar esa falta. Cada una de las tres ausentes merece una reseña
individual y extensa que, por haber transcurrido demasiado tiempo, me siento
incapaz de producir, y lo lamento. A cambio, van a tener el privilegio de
inaugurar una reseña tipo «Tresenuna», fórmula inédita en nuestro blog. Lo que
sea con tal de rescatarlas de un injustificado
silencio…
La lectura de La uruguaya, de Pedro Mairal, que comentamos un martes de febrero, nos sentó como
nos sentaría ahora una buena lluvia en este agosto húmedo y sofocante. Resultó fresca, ágil, divertida, de las que
permiten ser leídas de tirón. La construcción de la peripecia mantiene el
interés del lector, al tiempo que lo arrastra hacia la sospecha del estropicio
en que concluirá la aventura sentimental del protagonista. La obra adquiere
profundidad a medida que transcurre la acción. El autor distribuye en sabias y
proporcionadas dosis la ligereza de la trama y la hondura de algunas
reflexiones. Lo que en principio puede parecer una confesión para pedir perdón
se convierte, a la luz de las últimas páginas, en la reconstrucción de la
historia de una pareja ya rota, en la nómina sintética de sus fisuras. En
medio, impagables secuencias de diversa índole: las que tienen que ver con su
oficio de escritor, su ambición y sus trampas y mezquindades; los apuros económicos;
su condición de padre… Uno de los mayores logros de esta breve novela radica en
la hechura de su estilo, entre coloquial y lírico, alentado por la ironía que sostiene
el relato y que le confiere entidad y brillantez.
En general, nos gustó mucho. Celebramos su hallazgo
(y sobre todo el de su autor) y la juzgamos muy recomendable.
Me llamo Lucy Barton, de la estadounidense Elizabeth Strout, nos convocó en mayo. Sin tener nada que ver con
la anterior, también fue de nuestro agrado y desencadenó la que hemos
considerado mejor tertulia del curso.
Un gran trasfondo social se vislumbra en esta novela
que aborda con habilidad un tema siempre incómodo y espinoso: las heridas que
deja la pobreza. Con ese telón de fondo
la autora se apoya en dos cuestiones no menos delicadas: la necesidad vital del
amor de madre, de su presencia, de su compañía, y la elaboración de la propia
identidad, vaticinada por la frase que constituye el título. El pasado de las
dos mujeres, madre e hija, reunidas por la hospitalización de la segunda, se
reconstruye a través de sus diálogos y del pensamiento de la joven, quien acude
a su memoria para apropiarse del dolor sufrido y convertirlo en su irrenunciable propiedad ―(…) esto es mío, esto es mío, esto es mío— (pág. 207). El estudio
le permitió escapar de la sordidez en que vivía su familia, le permitió dejar
de ser gentuza, pero no pudo salir
indemne: el dolor de la infancia dura toda la vida y haberlo padecido no impide
infligirlo en los hijos —Esto es lo que
les he hecho a mis hijas― (pág. 207). Ese dolor adquiere, en el caso de la
protagonista, la forma de una perpetua inseguridad, frecuentemente manifestada
en sus expresiones (creo…, me parece…), así como en las dudas sobre
la fidelidad de sus recuerdos. Algunos acontecimientos no quedan explicitados (la Cosa, por ejemplo, claramente alusiva
a alguna acción reprobable de su desequilibrado padre). Otros, en cambio, son
descritos con toda crudeza, como el episodio en que el padre castiga
públicamente a su hermano (ese que duerme con los cerdos antes de matarlos) por
haberse disfrazado de chica. Por último, queda patente la importancia de la
escritura en su vida, en la que es determinante el encuentro con la autora
Sarah Payne.
Y a finales de junio concluimos las tertulias del
curso con una propuesta novedosa: La ciudad solitaria, de Olivia Laing, la primera incursión que
hacemos en el género ensayístico. Se trata de un análisis serio del sentimiento de soledad relacionado
con el arte, con la necesidad de contacto, de comunicación. Un recorrido por el
mundo de los raros, de los marginados, frecuentemente hermanados por una
infancia de maltrato y sufrimiento. Una suma de
seres estigmatizados por diversos motivos, como la enfermedad (el sida)
o la sexualidad diferente. Llama la atención el hecho de que esos artistas extraños
y heridos (Edward Hopper, Andy Warhol, Valerie Solanas, David
Wojnarowicz, Klaus Nomi, Henry Darger…) logran expresar su singularidad a través de una obra
en algunos casos muy reconocida y valorada.
En este hermoso libro queda patente la importancia
de la comunicación, de las palabras, y la estremecedora dificultad de algunos
seres para manejarlas (Warhol, por ejemplo). Precisamente a
nosotros, los integrantes de nuestro sofá, que llevamos años reuniéndonos para
hablar de ellas, nadie tiene que convencernos de su valor, de su belleza, de su
poder, del inagotable misterio que las envuelve.
¡Feliz
recta final de las vacaciones y hasta septiembre!
Como ya ha anticipado Josune, en esta última tertulia del curso procedimos a la votación sobre la mejor obra leída en estos meses y sobre la mejor tertulia. La primera categoría (mejor obra) la ganaron ex aequo La ciudad solitaria y La uruguaya, y como mejor tertulia Me llamo Lucy Barton.
Para septiembre leeremos el último premio Nadal, Un amor, de Alejandro Palomas.
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