sábado, 18 de agosto de 2018

Lucy, la uruguaya solitaria

Tras meses de silencio, nuestro blog despierta de su letargo con una reseña de la tres últimas obras que nos ocuparon en nuestra tertulia. Gracias, Josune, no sé qué haríamos sin ti...


Reseñas de La uruguaya, Me llamo Lucy Barton y La ciudad solitaria

Pasé por Pynchon hace unos días para recoger un libro que había encargado y me preguntaron por la fecha de nuestra próxima tertulia. No me acordaba con exactitud y al llegar a casa lo miré en mi cuaderno: martes 25 de septiembre a las siete de la tarde. Fue lo último que escribí, tras el resultado de la votación con que cerramos el curso tertuliano y los dos títulos elegidos para comenzar la nueva temporada. Entonces recordé (para mi sonrojo) que de las cinco obras leídas, solo teníamos comentadas dos y he decidido reparar esa falta. Cada una de las tres ausentes merece una reseña individual y extensa que, por haber transcurrido demasiado tiempo, me siento incapaz de producir, y lo lamento. A cambio, van a tener el privilegio de inaugurar una reseña tipo «Tresenuna», fórmula inédita en nuestro blog. Lo que sea con tal de rescatarlas de un  injustificado silencio…

La lectura de La uruguaya, de Pedro Mairal, que comentamos un martes de febrero, nos sentó como nos sentaría ahora una buena lluvia en este agosto húmedo y sofocante.  Resultó fresca, ágil, divertida, de las que permiten ser leídas de tirón. La construcción de la peripecia mantiene el interés del lector, al tiempo que lo arrastra hacia la sospecha del estropicio en que concluirá la aventura sentimental del protagonista. La obra adquiere profundidad a medida que transcurre la acción. El autor distribuye en sabias y proporcionadas dosis la ligereza de la trama y la hondura de algunas reflexiones. Lo que en principio puede parecer una confesión para pedir perdón se convierte, a la luz de las últimas páginas, en la reconstrucción de la historia de una pareja ya rota, en la nómina sintética de sus fisuras. En medio, impagables secuencias de diversa índole: las que tienen que ver con su oficio de escritor, su ambición y sus trampas y mezquindades; los apuros económicos; su condición de padre… Uno de los mayores logros de esta breve novela radica en la hechura de su estilo, entre coloquial y lírico, alentado por la ironía que sostiene el relato y que le confiere entidad y brillantez.

En general, nos gustó mucho. Celebramos su hallazgo (y sobre todo el de su autor) y la juzgamos muy recomendable.

Me llamo Lucy Barton, de la estadounidense Elizabeth Strout, nos convocó en mayo. Sin tener nada que ver con la anterior, también fue de nuestro agrado y desencadenó la que hemos considerado mejor tertulia del curso.

Un gran trasfondo social se vislumbra en esta novela que aborda con habilidad un tema siempre incómodo y espinoso: las heridas que deja la pobreza.  Con ese telón de fondo la autora se apoya en dos cuestiones no menos delicadas: la necesidad vital del amor de madre, de su presencia, de su compañía, y la elaboración de la propia identidad, vaticinada por la frase que constituye el título. El pasado de las dos mujeres, madre e hija, reunidas por la hospitalización de la segunda, se reconstruye a través de sus diálogos y del pensamiento de la joven, quien acude a su memoria para apropiarse del dolor sufrido y convertirlo en su  irrenunciable propiedad (…) esto es mío, esto es mío, esto es mío— (pág. 207). El estudio le permitió escapar de la sordidez en que vivía su familia, le permitió dejar de ser gentuza, pero no pudo salir indemne: el dolor de la infancia dura toda la vida y haberlo padecido no impide infligirlo en los hijos —Esto es lo que les he hecho a mis hijas― (pág. 207). Ese dolor adquiere, en el caso de la protagonista, la forma de una perpetua inseguridad, frecuentemente manifestada en sus expresiones (creo…, me parece…), así como en las dudas sobre la fidelidad de sus recuerdos. Algunos acontecimientos no quedan explicitados (la Cosa, por ejemplo, claramente alusiva a alguna acción reprobable de su desequilibrado padre). Otros, en cambio, son descritos con toda crudeza, como el episodio en que el padre castiga públicamente a su hermano (ese que duerme con los cerdos antes de matarlos) por haberse disfrazado de chica. Por último, queda patente la importancia de la escritura en su vida, en la que es determinante el encuentro con la autora Sarah Payne.

Y a finales de junio concluimos las tertulias del curso con una propuesta novedosa: La ciudad solitaria, de Olivia Laing, la primera incursión que hacemos en el género ensayístico. Se trata de un análisis  serio del sentimiento de soledad relacionado con el arte, con la necesidad de contacto, de comunicación. Un recorrido por el mundo de los raros, de los marginados, frecuentemente hermanados por una infancia de maltrato y sufrimiento. Una suma de  seres estigmatizados por diversos motivos, como la enfermedad (el sida) o la sexualidad diferente. Llama la atención el hecho de que esos artistas extraños y heridos (Edward Hopper, Andy Warhol, Valerie Solanas, David Wojnarowicz, Klaus Nomi, Henry Darger…) logran expresar su singularidad a través de una obra en algunos casos muy reconocida y valorada.

En este hermoso libro queda patente la importancia de la comunicación, de las palabras, y la estremecedora dificultad de algunos seres para manejarlas (Warhol, por ejemplo). Precisamente a nosotros, los integrantes de nuestro sofá, que llevamos años reuniéndonos para hablar de ellas, nadie tiene que convencernos de su valor, de su belleza, de su poder, del inagotable misterio que las envuelve.



¡Feliz recta final de las vacaciones y hasta septiembre!


Como ya ha anticipado Josune, en esta última tertulia del curso procedimos a la votación sobre la mejor obra leída en estos meses y sobre la mejor tertulia.  La primera categoría (mejor obra) la ganaron ex aequo La ciudad solitaria y La uruguaya, y como mejor tertulia Me llamo Lucy Barton.

Para septiembre leeremos el último premio Nadal, Un amor, de Alejandro Palomas. 


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