domingo, 5 de mayo de 2019

La ley del menor

(de Ian McEwan)

Nuevamente nos ilustra nuestra Josune con la reseña de la última tertulia. Gracias por tus inspiradas palabras, tan brillantes como siempre.



En nuestra última tertulia dijo Fernando Villamía, autor de El cuento de la vida, la obra que aquella tarde comentamos, que McEwan era de los que «había que leer de rodillas», y creo que no le falta razón. Es la segunda novela de este escritor británico que comentamos —la anterior fue Expiación― y seguro que no será la última. En varias ocasiones he afirmado que es bueno leer de todo, en clara referencia a títulos que nos han causado cierto desconcierto o decepción, incluso tratándose a veces de autores reconocidos y de obras precedidas por elogiosos comentarios de lectores y críticos. No voy a desdecirme; mantengo que es bueno leer de todo, entre otras razones para saborear con fruición la buena literatura, a la que, a mi juicio, La ley del menor pertenece.
            Reconozco que el tema me atrajo desde el principio: la cuestión religiosa examinada en una situación de vida o muerte. Adam Henry, un adolescente enfermo de leucemia,  miembro de los Testigos de Jehová y próximo a la mayoría de edad, se niega a recibir una transfusión de sangre imprescindible para salvarle la vida. El caso está en manos de Fiona Maye, jueza experimentada y solvente, especializada en derecho de familia, que atraviesa en ese momento una delicada situación personal: su marido acaba de manifestarle su deseo de vivir una aventura extraconyugal con una joven, no porque haya dejado de amarla, sino como necesidad de huir de la falta de pasión y disfrute sexual en que se hallan desde hace tiempo. Ambos rondan los sesenta años (la infancia de la vejez): Jack ya los tiene y Fiona los cumplirá pronto.
            Uno de los valores del libro lo constituye el equilibrado reparto de la información en cinco capítulos de extensión bastante similar, piezas de una insospechada estructura cuya solidez acaba de manifestarse en los últimos párrafos. Doscientas diez páginas le bastan al autor para plantear, desarrollar y resolver tan complejos asuntos con la hondura que merecen. Sirva como ejemplo la perfección del primer capítulo, tras el cual el lector posee un completísimo retrato de Fiona y los datos necesarios para seguir con interés la trama en su doble vertiente, la relacionada con el trabajo de la jueza, íntimamente unida a la vida del muchacho, y la referida al cataclismo vital y sentimental en que la ha sumido la propuesta de su marido y el rechazo de ella a la misma. Al final de dicho capítulo, Fiona afronta su jornada en el juzgado tras comprobar que Jack se ha ido de casa.
            Resulta encomiable en esta historia la red temática tejida por McEwan, en la que ningún asunto es menor. Lo apuntado en el resumen inicial nos muestra la religión y la ley como cuestiones esenciales, a las que hemos de añadir la libertad, el sexo, la importancia de la reputación y, por último, la belleza a la que se accede a través del arte. Pero si la novela funciona desde las primeras líneas y sostiene el interés sin desmayo es por la redondez del personaje principal, Fiona, y la fuerza de su imperfecta humanidad. El relato minucioso de sus movimientos a lo largo de unas horas va acompañado de la exposición de otros casos en los que su conocimiento profundo de la ley y su brillante raciocinio se aliaron para dictar una sentencia en la que, por encima de todo, se pretende garantizar el bienestar del menor. Sin embargo, la magistrada Maye lleva consigo el poso amargo de algunos procesos capaces de zarandear las convicciones, principios y moralidad del mejor y más íntegro de los mortales. La estremecedora historia de los gemelos siameses subyace en el origen de su apatía emocional y sexual: Pero se había vuelto aprensiva con los cuerpos, casi incapaz de mirarse el suyo o el de Jack sin sentir repulsión. ¿Cómo iba a hablar de esto? (…) Durante una temporada, alguna parte de ella se había enfriado al mismo tiempo que el pobre Matthew. Ella era la que había expulsado del mundo a un bebé, la que le había negado la existencia con argumentos expuestos en treinta y cuatro páginas elegantes. (pág. 39)
            El encuentro de Fiona con su colega Sherwood Runcie  introduce en el tema de la ley la desasosegante realidad de sus errores, a veces irreparables. La incomodidad que ella siente, incluso a su pesar, cuando se topa con Runcie subraya un rasgo de la personalidad de Fiona que ya conocíamos: el perfeccionismo que subyace tras su competencia profesional. El relato del caso en cuestión incide en la vulnerabilidad de quien dicta sentencia, permeable a las corrientes de opinión que vociferan juicios emanados desde la corrección política o la emocionalidad social, dibujando un panorama que añade a los cargos de la persona procesada la repercusión colectiva y mundana de su historia particular. El veredicto, erróneo, como se sabrá demasiado tarde, le costará la vida a Martha Longman. La jueza Maye experimenta ante su colega el escozor no tanto de la herida aún abierta ocasionada por un yerro fatal como de la amenaza real de protagonizar ella misma un acontecimiento parecido: En momentos de desilusión con la justicia, le bastaba evocar el caso de Martha Longman y el error de Runcie para confirmar un sentimiento pasajero  de que la ley, por mucho que Fiona la amara, en el peor de los casos no era un asno, sino una serpiente, una serpiente venenosa. (pág. 58)  El desarrollo de la trama, cada vez más centrada en el caso de Adam una vez que Fiona decide sustraerse de su drama personal y entregarse a su trabajo, arrincona el nombre de Sherwood Runcie y lo incluye en la relación de asuntos judiciales detallados en la novela, reveladores, además, de un impecable y concienzudo trabajo de documentación por parte del autor.
El capítulo 3 contiene dos momentos de extraordinaria altura literaria: el primero, la entrevista en el hospital entre Fiona y Adam, su conversación sobre los motivos del muchacho para negarse a la transfusión, la constatación por parte de ambos de la asombrosa coincidencia en sus aficiones y sensibilidad artísticas y, en especial, la insólita imagen del enfermo interpretando con su violín una canción entonada por la jueza, episodio clave en el desarrollo posterior de los acontecimientos. El otro momento cumbre lo constituye el texto de la sentencia. Como era previsible, Fiona Maye ordena que se realice la transfusión para protegerlo de su religión y de sí mismo. No ha sido fácil resolver este asunto. He tenido muy presente la edad de A, el respeto que debemos a su fe y la dignidad del individuo que reclama su derecho a rechazar un tratamiento. A mi juicio, su vida es más preciosa que su dignidad. (pág. 124)
Un nuevo Adam, presa de la euforia que le reporta el descubrimiento de la vida sin el corsé de una doctrina religiosa, escribe a Fiona ―Pienso que usted me ha acercado a algo distinto, a algo muy hermoso y profundo, pero en realidad no sé qué es. (pág. 140)— y le demanda una respuesta que ella nunca le dará. Poco después, resulta sorprendente el giro que se produce en la novela cuando Adam se presenta en Newcastle, al noreste de Inglaterra, adonde la jueza Maye se había desplazado por motivos de trabajo, y le expone su deseo de irse a vivir con ella. Adam expresa su propuesta con franqueza y sencillez: ―Podría hacerle pequeños trabajos, tareas domésticas, recados. Y usted me daría listas de lectura, ya sabe, todo lo que crea que debería conocer… (pág. 166) Naturalmente, la réplica de Fiona es negativa. En los movimientos finales de la despedida, tiene lugar el episodio del beso, a medias fortuito, a medias voluntario, y, en cualquier caso, para ella extraordinariamente turbador. Pronto la dominará el arrepentimiento por su conducta irreflexiva y una desmedida inquietud por su reputación en caso de que la escena hubiera contado con algún testigo. Tales preocupaciones empañan su habitual perspicacia y le impiden comprender en esos momentos el verdadero sentido de la petición del muchacho. Comprenderá después, con descarnada lucidez, pero ya tarde.
La asombrosa estructura de esta novela tiene en el último capítulo un remate perfecto cuyo centro lo constituye la actuación de Fiona, ahora brillante pianista, con su colega Mark Berner, destacado tenor. Hace gala McEwan de un prodigioso conocimiento del arte musical a través de una descripción exquisita capaz de sostener una atmósfera delicada e inefable. Cuando está a punto de comenzar la actuación, resurge Runcie, quien comunica a Fiona algo de su interés, algo que ella parece no poder (o no querer) entender bien, al menos en esos instantes. La actuación le reserva otra sorpresa: Mark no canta en alemán sino en inglés aquellos hermosos versos que ella entonó en la habitación de un Adam gravemente enfermo: Estábamos junto al río mi amor y yo en un campo, / y en mi hombro inclinado ella posó su mano de nieve. / Me pidió que tomara la vida con calma, / tal como la hierba crece en las riberas; / pero yo era joven e insensato y ahora soy todo llanto. (pág. 199)
Concluida la soberbia interpretación, calurosamente aplaudida, Fiona abandona el escenario y regresa a las palabras de Sherwood Runcie para acabar de descifrar el enigma acallado con dolor bajo la música y asumir la tragedia ocasionada por su equivocación. La trabajadora social que llevó el caso le confirma la muerte de Adam, enfermo de nuevo y ya mayor de edad, tras negarse a recibir otra transfusión imprescindible. Entonces, Fiona comprende: Sin la fe, qué abierto y hermoso y aterrador debió de parecerle el mundo. (pág. 208) Adam había ido a buscarla y ella no le había ofrecido nada en lugar de la religión, ninguna protección, aun cuando la Ley era clara, su consideración prioritaria era el bienestar del menor. (pág. 209) Y por último: Pensó  que sus responsabilidades terminaban dentro de las paredes del tribunal. Pero ¿cómo podían terminar allí? Él fue a buscarla, quería lo mismo que quiere todo el mundo y que sólo podían darle los librepensadores, no los seres sobrenaturales. Un sentido. (pág. 209)
Creo que en estas últimas citas se concentra la cuestión fundamental que McEwan ha querido abordar al tratar el tema religioso: la ayuda que el hombre inteligente y sensible aferrado a la religión necesita cuando es capaz de intentar vivir sin sus consignas. Históricamente el miedo ha abonado la adhesión a creencias religiosas, de modo que abandonar la creencia no garantiza la eliminación del mismo. El miedo sigue estando en la naturaleza del creyente, y puede prender de nuevo y atenazarlo, y devolverlo a un sistema que lo cobije y lo salve de su propia angustia. Esa es la dialéctica en que se ve atrapado el joven Adam, y lo que expone McEwan con gran acierto es que se trata de un asunto mucho más complejo y delicado de lo que se pueda pensar, y que quienes lo viven como conflicto precisan una ayuda que está más allá de la asepsia legal. La ley protegió a Adam Henry de su religión y de sí mismo, y le salvó la vida una vez. Sin embargo, se quedó indefenso, confundido, demasiado solo. Abatido y decepcionado, se abandonó a la muerte.
En la escena final de esta espléndida novela Fiona y Jack están juntos. Él ha velado su sueño, ella se lo agradece y le pregunta si seguirá amándola cuando conozca toda la historia de la que él casi nada sabe. Claro que sí, responde Jack. Entonces Fiona le habló en voz baja y firme de su vergüenza, de la pasión por la vida de aquel dulce chico y del papel que ella había desempeñado en la muerte de Adam. (pág. 210) Seguro que, como ella misma sospecha, Jack intentará convencerla de que no ha sido suya la culpa. Sin embargo, Fiona Maye sabe que el caso de Adam Henry constituirá para siempre la herida real causada por el veneno de la serpiente, esa ley que ella venera porque trata de ordenar el caos del mundo con raciocinio y equidad, esa ley falible, imperfecta y audaz. En el fondo, un peligroso aunque necesario instrumento ideado por los hombres para protegerse de sí mismos.




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