Nuevamente nos ilustra nuestra Josune con la reseña de la última tertulia. Gracias por tus inspiradas palabras, tan brillantes como siempre.
En nuestra última tertulia dijo Fernando Villamía, autor de El cuento de la vida, la obra que
aquella tarde comentamos, que McEwan
era de los que «había que leer de rodillas», y creo que no le falta razón. Es
la segunda novela de este escritor británico que comentamos —la anterior fue Expiación―
y seguro que no será la última. En varias ocasiones he afirmado que es bueno
leer de todo, en clara referencia a títulos que nos han causado cierto
desconcierto o decepción, incluso tratándose a veces de autores reconocidos y
de obras precedidas por elogiosos comentarios de lectores y críticos. No voy a
desdecirme; mantengo que es bueno leer de todo, entre otras razones para
saborear con fruición la buena literatura, a la que, a mi juicio, La
ley del menor pertenece.
Reconozco
que el tema me atrajo desde el principio: la cuestión religiosa examinada en
una situación de vida o muerte. Adam Henry,
un adolescente enfermo de leucemia,
miembro de los Testigos de Jehová y próximo a la mayoría de edad, se
niega a recibir una transfusión de sangre imprescindible para salvarle la vida.
El caso está en manos de Fiona Maye,
jueza experimentada y solvente, especializada en derecho de familia, que
atraviesa en ese momento una delicada situación personal: su marido acaba de
manifestarle su deseo de vivir una aventura extraconyugal con una joven, no
porque haya dejado de amarla, sino como necesidad de huir de la falta de pasión
y disfrute sexual en que se hallan desde hace tiempo. Ambos rondan los sesenta
años (la infancia de la vejez): Jack ya los tiene y Fiona los cumplirá
pronto.
Uno
de los valores del libro lo constituye el equilibrado reparto de la información
en cinco capítulos de extensión bastante similar, piezas de una insospechada
estructura cuya solidez acaba de manifestarse en los últimos párrafos.
Doscientas diez páginas le bastan al autor para plantear, desarrollar y
resolver tan complejos asuntos con la hondura que merecen. Sirva como ejemplo
la perfección del primer capítulo, tras el cual el lector posee un completísimo
retrato de Fiona y los datos necesarios para seguir con interés la trama en su
doble vertiente, la relacionada con el trabajo de la jueza, íntimamente unida a
la vida del muchacho, y la referida al cataclismo vital y sentimental en que la
ha sumido la propuesta de su marido y el rechazo de ella a la misma. Al final
de dicho capítulo, Fiona afronta su jornada en el juzgado tras comprobar que
Jack se ha ido de casa.
Resulta
encomiable en esta historia la red temática tejida por McEwan, en la que ningún
asunto es menor. Lo apuntado en el resumen inicial nos muestra la religión y la
ley como cuestiones esenciales, a las que hemos de añadir la libertad, el sexo,
la importancia de la reputación y, por último, la belleza a la que se accede a
través del arte. Pero si la novela funciona desde las primeras líneas y
sostiene el interés sin desmayo es por la redondez del personaje principal,
Fiona, y la fuerza de su imperfecta humanidad. El relato minucioso de sus
movimientos a lo largo de unas horas va acompañado de la exposición de otros casos
en los que su conocimiento profundo de la ley y su brillante raciocinio se
aliaron para dictar una sentencia en la que, por encima de todo, se pretende garantizar
el bienestar del menor. Sin embargo, la magistrada Maye lleva consigo el poso
amargo de algunos procesos capaces de zarandear las convicciones, principios y
moralidad del mejor y más íntegro de los mortales. La estremecedora historia de
los gemelos siameses subyace en el origen de su apatía emocional y sexual: Pero se había vuelto aprensiva con los
cuerpos, casi incapaz de mirarse el suyo o el de Jack sin sentir repulsión.
¿Cómo iba a hablar de esto? (…) Durante una temporada, alguna parte de ella se
había enfriado al mismo tiempo que el pobre Matthew. Ella era la que había
expulsado del mundo a un bebé, la que le había negado la existencia con
argumentos expuestos en treinta y cuatro páginas elegantes. (pág. 39)
El
encuentro de Fiona con su colega Sherwood
Runcie introduce en el tema de la
ley la desasosegante realidad de sus errores, a veces irreparables. La
incomodidad que ella siente, incluso a su pesar, cuando se topa con Runcie
subraya un rasgo de la personalidad de Fiona que ya conocíamos: el
perfeccionismo que subyace tras su competencia profesional. El relato del caso
en cuestión incide en la vulnerabilidad de quien dicta sentencia, permeable a
las corrientes de opinión que vociferan juicios emanados desde la corrección
política o la emocionalidad social, dibujando un panorama que añade a los
cargos de la persona procesada la repercusión colectiva y mundana de su
historia particular. El veredicto, erróneo, como se sabrá demasiado tarde, le
costará la vida a Martha Longman. La
jueza Maye experimenta ante su colega el escozor no tanto de la herida aún
abierta ocasionada por un yerro fatal como de la amenaza real de protagonizar
ella misma un acontecimiento parecido: En
momentos de desilusión con la justicia, le bastaba evocar el caso de Martha
Longman y el error de Runcie para confirmar un sentimiento pasajero de que la ley, por mucho que Fiona la amara,
en el peor de los casos no era un asno, sino una serpiente, una serpiente
venenosa. (pág. 58) El desarrollo de
la trama, cada vez más centrada en el caso de Adam una vez que Fiona decide
sustraerse de su drama personal y entregarse a su trabajo, arrincona el nombre
de Sherwood Runcie y lo incluye en la relación de asuntos judiciales detallados
en la novela, reveladores, además, de un impecable y concienzudo trabajo de
documentación por parte del autor.
El capítulo 3 contiene dos momentos de
extraordinaria altura literaria: el primero, la entrevista en el hospital entre
Fiona y Adam, su conversación sobre los motivos del muchacho para negarse a la
transfusión, la constatación por parte de ambos de la asombrosa coincidencia en
sus aficiones y sensibilidad artísticas y, en especial, la insólita imagen del
enfermo interpretando con su violín una canción entonada por la jueza, episodio
clave en el desarrollo posterior de los acontecimientos. El otro momento cumbre
lo constituye el texto de la sentencia. Como era previsible, Fiona Maye ordena
que se realice la transfusión para
protegerlo de su religión y de sí mismo. No ha sido fácil resolver este asunto.
He tenido muy presente la edad de A, el respeto que debemos a su fe y la
dignidad del individuo que reclama su derecho a rechazar un tratamiento. A mi
juicio, su vida es más preciosa que su dignidad. (pág. 124)
Un nuevo Adam, presa de la euforia que le reporta el
descubrimiento de la vida sin el corsé de una doctrina religiosa, escribe a
Fiona ―Pienso que usted me ha acercado a
algo distinto, a algo muy hermoso y profundo, pero en realidad no sé qué es.
(pág. 140)— y le demanda una respuesta que ella nunca le dará. Poco después,
resulta sorprendente el giro que se produce en la novela cuando Adam se
presenta en Newcastle, al noreste de Inglaterra, adonde la jueza Maye se había
desplazado por motivos de trabajo, y le expone su deseo de irse a vivir con
ella. Adam expresa su propuesta con franqueza y sencillez: ―Podría hacerle pequeños trabajos, tareas domésticas, recados. Y usted
me daría listas de lectura, ya sabe, todo lo que crea que debería conocer…
(pág. 166) Naturalmente, la réplica de Fiona es negativa. En los movimientos
finales de la despedida, tiene lugar el episodio del beso, a medias fortuito, a
medias voluntario, y, en cualquier caso, para ella extraordinariamente
turbador. Pronto la dominará el arrepentimiento por su conducta irreflexiva y
una desmedida inquietud por su reputación en caso de que la escena hubiera
contado con algún testigo. Tales preocupaciones empañan su habitual perspicacia
y le impiden comprender en esos momentos el verdadero sentido de la petición
del muchacho. Comprenderá después, con descarnada lucidez, pero ya tarde.
La asombrosa estructura de esta novela tiene en el
último capítulo un remate perfecto cuyo centro lo constituye la actuación de
Fiona, ahora brillante pianista, con su colega Mark Berner, destacado tenor. Hace
gala McEwan de un prodigioso conocimiento del arte musical a través de una
descripción exquisita capaz de sostener una atmósfera delicada e inefable.
Cuando está a punto de comenzar la actuación, resurge Runcie, quien comunica a
Fiona algo de su interés, algo que ella parece no poder (o no querer) entender
bien, al menos en esos instantes. La actuación le reserva otra sorpresa: Mark
no canta en alemán sino en inglés aquellos hermosos versos que ella entonó en
la habitación de un Adam gravemente enfermo: Estábamos junto al río mi amor y yo en un campo, / y en mi hombro
inclinado ella posó su mano de nieve. / Me pidió que tomara la vida con calma,
/ tal como la hierba crece en las riberas; / pero yo era joven e insensato y ahora
soy todo llanto. (pág. 199)
Concluida la soberbia interpretación, calurosamente
aplaudida, Fiona abandona el escenario y regresa a las palabras de Sherwood
Runcie para acabar de descifrar el enigma acallado con dolor bajo la música y
asumir la tragedia ocasionada por su equivocación. La trabajadora social que
llevó el caso le confirma la muerte de Adam, enfermo de nuevo y ya mayor de
edad, tras negarse a recibir otra transfusión imprescindible. Entonces, Fiona
comprende: Sin la fe, qué abierto y
hermoso y aterrador debió de parecerle el mundo. (pág. 208) Adam había ido a buscarla y ella no le había
ofrecido nada en lugar de la religión, ninguna protección, aun cuando la Ley
era clara, su consideración prioritaria era el bienestar del menor. (pág.
209) Y por último: Pensó que sus responsabilidades terminaban dentro
de las paredes del tribunal. Pero ¿cómo podían terminar allí? Él fue a
buscarla, quería lo mismo que quiere todo el mundo y que sólo podían darle los
librepensadores, no los seres sobrenaturales. Un sentido. (pág. 209)
Creo que en estas últimas citas se concentra la
cuestión fundamental que McEwan ha querido abordar al tratar el tema religioso:
la ayuda que el hombre inteligente y sensible aferrado a la religión necesita
cuando es capaz de intentar vivir sin sus consignas. Históricamente el miedo ha
abonado la adhesión a creencias religiosas, de modo que abandonar la creencia
no garantiza la eliminación del mismo. El miedo sigue estando en la naturaleza
del creyente, y puede prender de nuevo y atenazarlo, y devolverlo a un sistema
que lo cobije y lo salve de su propia angustia. Esa es la dialéctica en que se
ve atrapado el joven Adam, y lo que expone McEwan con gran acierto es que se
trata de un asunto mucho más complejo y delicado de lo que se pueda pensar, y
que quienes lo viven como conflicto precisan una ayuda que está más allá de la
asepsia legal. La ley protegió a Adam Henry de su religión y de sí mismo, y le
salvó la vida una vez. Sin embargo, se quedó indefenso, confundido, demasiado
solo. Abatido y decepcionado, se abandonó a la muerte.
En la escena final de esta espléndida novela Fiona y
Jack están juntos. Él ha velado su sueño, ella se lo agradece y le pregunta si
seguirá amándola cuando conozca toda la historia de la que él casi nada sabe. Claro que sí, responde Jack. Entonces
Fiona le habló en voz baja y firme de su
vergüenza, de la pasión por la vida de aquel dulce chico y del papel que ella
había desempeñado en la muerte de Adam. (pág. 210) Seguro que, como ella
misma sospecha, Jack intentará convencerla de que no ha sido suya la culpa. Sin
embargo, Fiona Maye sabe que el caso de Adam Henry constituirá para siempre la
herida real causada por el veneno de la serpiente, esa ley que ella venera
porque trata de ordenar el caos del mundo con raciocinio y equidad, esa ley
falible, imperfecta y audaz. En el fondo, un peligroso aunque necesario instrumento
ideado por los hombres para protegerse de sí mismos.
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