lunes, 3 de junio de 2019

Los asquerosos

(de Santiago Lorenzo)


     Resulta curioso cómo las novelas que menos aceptación tienen en nuestra tertulia son precisamente las que mejores y más animadas tertulias provocan. Ese es el caso de Los asquerosos, de Santiago Lorenzo, obra que ha gozado de un gran éxito de crítica y público, hecho que ha sorprendido tanto al propio autor como a la mayor parte de nuestros contertulios.

        Ya de entrada el título es bastante desafortunado; si lo que se pretende es impactar desde ese primer momento, realmente se consigue, aunque sea a costa de la estética. Bien es cierto que esos asquerosos a los que el protagonista hace referencia están muy presentes en toda la obra, hasta el punto de que él mismo se considera uno de ellos, con la salvedad de que al menos a él no lo tiene que aguantar nadie.

        El principio de la novela consigue enganchar al lector. Su estilo original, su sentido del humor, su constante innovación lingüística y su mezcla de registros captan nuestra atención desde las primeras páginas. A esto hay que añadir también como logro del autor el ritmo casi cinematográfico de la primera parte, donde se narra la huida de Manuel;  Santiago Lorenzo hace aquí uso de su experiencia en el mundo del cine y consigue que el lector se imagine a la perfección cada plano y cada escena que describe.

        No obstante, este ritmo cae en picado con el retiro del protagonista en la aldea; las descripciones de cada tarea que emprende Manuel para adaptarse al campo, de cada bricolaje y cada demostración de sus habilidades, llegan a resultar para muchos tediosas e insoportablemente largas. No sabemos si con esto el autor pretende que el tiempo se dilate también para el lector, que también nosotros tengamos esa sensación de que los días se hacen interminables cuando  no se tiene nada que hacer. Aunque también podría ser un elogio a la vida retirada, un beatus ille  del siglo XXI que, de tan insistente, resulta agotador y consigue el efecto contrario.

        La trama se remonta por fin, tras el largo paréntesis de inactividad campestre, con la aparición de los mochufas. Estos personajes, capitaneados por la inconmensurable Joaqui, levantan el tono de la novela e introducen el caos en la vida de Manuel y la alegría en la del lector, que ya no aguantaba más homenajes interminables al televisivo MacGyver.

         El retrato social de esta familia es de lo más acertado de la obra. Su crítica divertida y ácida a las costumbres y usos sociales, a la cuestionable educación de los niños como pequeños tiranos, a ese querer estar en el campo sin renunciar a las comodidades, se convierte en un soplo de aire fresco en una trama que había encallado en las peligrosas marismas del aburrimiento. Claro que todo se ha de dosificar en su justa medida, in medio virtus: tan exagerada y desproporcionada resulta la crítica a este modo de vida, que corre el riesgo de producir el efecto contrario y hacernos desear precisamente  lo que señala con el dedo acusador; todos somos en el fondo un poco (o muy) mochufas,  disfrutamos más tomando una copa en medio de un paraje idílico que convirtiendo una malla de naranjas en un escurreplatos, y además lo retransmitimos por las redes sociales para que quede constancia.

         Precisamente esa falta de dosificación nos pareció uno de los grandes fallos de la novela; el autor se extiende demasiado en el desarrollo de algunos temas, hasta llegar a exasperarnos, mientras que otros que podrían ser más interesantes los toca solo de pasada. Se echa en falta una reflexión más profunda  sobre la soledad, el consumismo, la educación…

          Otro fallo a nuestro entender es la pretensión  al final de la obra de dejar todo el tema judicial de Manuel atado y bien atado; no creímos verosímil la conversación con el policía y ese afán por cuadrar cada detalle en favor del protagonista, sin que quede ningún cabo suelto. Igual de inverosímil nos pareció el narrador, esa trampa del autor de las conversaciones diarias entre tío y sobrino para justificar el punto de vista del narrador omnisciente.

        

De cualquier manera, pese a los abundantes fallos que le vimos a la obra y a no quedarnos clara la intención que perseguía Santiago Lorenzo en ella (crítica social, elogio de la soledad, sátira del consumismo… o ninguna de estas, tal vez), llegamos al acuerdo de considerarla una novela recomendable, aunque no imprescindible; divertida, pero no hilarante; original aunque a veces exasperante y, si bien un tanto sobrevalorada, al menos su lectura proporciona momentos amenos, que no es poco en estos tiempos.

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