viernes, 19 de julio de 2019

El olvido que seremos

(de Héctor Abad Faciolince)


Nuestra Josune nos vuelve a ilustrar con la última reseña de este curso:


Cerramos el curso tertuliano con El olvido que seremos, del colombiano Héctor Abad Faciolince. El título, bellísimo, extraído de un hermoso soneto de Borges, nos rondaba hacía tiempo y, aunque su lectura no ha suscitado un entusiasmo unánime, en general nos ha parecido interesante y recomendable.
No se trata de una novela, como muchos creíamos, sino más bien un libro de memorias o una biografía novelada del padre del autor, Héctor Abad Gómez, médico comprometido con la defensa de los derechos humanos y la tolerancia, asesinado en Medellín el 25 de agosto de 1987. Un hombre  extraordinario y admirable, a cuya figura rinde emocionado tributo  su hijo escritor.

La obra descansa sobre dos perspectivas complementarias que construyen al personaje: la que se desenvuelve en la intimidad familiar y procede del hijo agradecido hacia un padre afectuoso en extremo, dispensador de un amor incondicional y de una confianza ilimitada y gratuita, y la que nos muestra al doctor Abad en su dimensión social, especializado en temas de Salud Pública, empeñado en mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos y en denunciar las devastadoras consecuencias de la certeramente denominada por él mismo «Epidemiología de la violencia». La suma de ambos enfoques se traduce en el retrato casi hagiográfico de un excepcional ser humano que acabó convertido en víctima de la patología nacional que con tanta valentía criticó y combatió.

La referencia concreta a lo que el autor reconoce como defectos de su padre no constituye un contrapeso suficiente que dote de objetividad a esta semblanza, y este rasgo ha sido subrayado por algunos de nosotros como deficiencia del relato, mientras que para otros supone, además de una legítima opción, un enfoque inusual en el tema de las relaciones paternofiliales, el cual ha dado a la Historia de la literatura páginas memorables en torno a un ajuste de cuentas a menudo amargo y poco benévolo. El libro se desmarca por completo de esta tradición y se inscribe en la del homenaje emocionado a un progenitor que transmite de manera permanente a su hijo el mensaje de que su existencia es valiosa por definición, sin necesidad de hacer méritos ni alcanzar grandes logros, y digna de todo su amor. Así comienza la obra, con el recuerdo de una infancia feliz marcada por la protección paterna, por la guía de un hombre de ideología híbrida —según su propia opinión―: cristiano en religión, por la figura amable de Jesús y su evidente inclinación por los más débiles; marxista en economía, porque detestaba la explotación económica y los abusos infames de los capitalistas; y liberal en política, porque no soportaba la falta de libertad y tampoco las dictaduras, ni siquiera la del proletariado, pues los pobres en el poder, al dejar de ser pobres, no eran menos déspotas y despiadados que los ricos en el poder. (p.55)

Tal vez uno de los aspectos más interesantes de los primeros recuerdos del autor lo constituya la alusión  a las familias de ambos progenitores, con especial protagonismo de la atmósfera católica en los Faciolince. Su madre, huérfana de padre, se había criado con su tío, Joaquín García Benítez, arzobispo de Medellín, quien había apoyado la fundación de la orden de las Hermanitas de la Anunciación, una de las cuales, la hermanita Josefa, cuidó de sus hijos pequeños cuando aquella decidió ponerse a trabajar. Los rosarios en casa de la abuela Victoria, las procesiones en honor a la Virgen por los pasillos de su propia casa, el Costurero del Apostolado, su formación en un colegio de la órbita espiritual del Opus Dei, al que accedió gracias a la influencia de su tío Javier, hermano de su padre y cura de la Obra…: Yo sentía como si en mi propia familia se viniera librando una guerra parecida entre dos concepciones de la vida, entre un furibundo Dios agonizante a quien se seguía venerando con terror, y una benévola razón naciente. (…) Esta guerra sorda de convicciones viejas y convicciones nuevas, esta lucha entre el humanismo y la divinidad, venía de más atrás, tanto en la familia de mi mamá como en la de mi papá. (p. 81) El tema es tratado por el autor con humor, delicadeza y hondura, y en repetidas ocasiones subraya la fortuna de haber contado en su educación con la libertad de pensamiento y el raciocinio inoculados por su padre: Entre dos pasiones religiosas insensatas, una masculina, en el colegio, y otra femenina, en la casa, yo tenía un asilo nocturno e ilustrado: mi papá. (p. 98) Además de su amor incondicional, el mayor legado del doctor Abad para sus hijos probablemente sea su ausencia de dogmatismo, su humanismo tolerante con los diversos modos de vivir y de explicar la vida, siempre que respeten unos principios éticos irrenunciables. Esa ética radical sostenía, además, la armónica relación que mantuvo siempre con su esposa: Mi papá y mi mamá eran contradictorios en sus creencias y en sus comportamientos, pero complementarios y de un trato muy amoroso en la vida diaria. (…) La contradicción, sin embargo, no parecía alejarlos, sino atraerlos el uno al otro, tal vez porque compartían de todas maneras un núcleo de ética humana con el que estaban identificados. (p. 131)

«La muerte de Marta» representa, en el ecuador del relato, la mayor desgracia acontecida a la familia, y a partir de ella el narrador percibe en su padre una entrega ciega a su compromiso social sin reparar en los riesgos que corría, en la frágil  seguridad que lo cercaba. Creo que la reflexión con que explica el cambio posee un valor universal: Después de una gran calamidad la dimensión de los problemas sufre un proceso de achicamiento, de miniaturización, pues a nadie le importa un pito que le corten un dedo o que le roben el carro si se le ha muerto un hijo. Cuando uno lleva por dentro una tristeza sin límites, morirse ya no es grave. (p. 209) El autor justifica así esa especie de «crónica de una muerte anunciada» que va a caracterizar a la narración desde ese momento. El lector asiste atónito a la descripción de un complicadísimo entramado social y político en el que el lenguaje de la violencia toma las riendas y expande esa infame epidemia de crueldad, tortura y sangre, refractaria a cualquier razonamiento, impermeable a toda consideración que la cuestione. Al doctor Abad no le queda más opción que seguir adelante con su lucha y con su vida hasta el final. Opino que en estos últimos capítulos se hallan algunas de las líneas más bellas de la obra. Quiero destacar la página 254, donde el escritor reproduce palabras de su padre en las que menciona a esos seres éticamente superiores que hacen de su vida una reivindicación permanente de la justicia social. Tal vez sin pretenderlo, el doctor Abad nos da la clave, el fundamento de su existencia: Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor, cuando uno muera, como resultado de su trabajo y esfuerzo.

He comentado al principio que la valoración del libro ha sido diversa, pero todos coincidimos en elogiar su estilo, la facilidad de su lectura, y la lección de ética e historia que supone. Algunos tertulianos echaron de menos la incursión del autor en un terreno de la intimidad de su padre en el que se resiste a entrar, y que bien pudiera tratarse de su escondida homosexualidad, aunque esta interpretación no la compartíamos otros. En cualquier caso, El olvido que seremos nos pareció a casi todos una lectura más que recomendable, y un buen colofón para esta temporada, en la que La ley del menor, de Ian McEwan, ha resultado elegida como la mejor obra de las seis que hemos leído, y la mejor tertulia, la celebrada sobre El cuento de la vida, con la impagable asistencia de su autor, Fernando Villamía.


A ver lo que nos depara Todo cuanto amé, de Siri Hutsvedt, flamante Premio Princesa de Asturias de las Letras 2019. Nos vemos a comienzos del otoño en la nueva Pynchon… ¡Felices vacaciones a todos!




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