Aquí os transcribo la magnífica reseña de Josune:
Al comienzo de su discurso en el Acto de entrega de
los Premios Princesa de Asturias 2019, Siri
Hustvedt se remontó a su infancia y se refirió al asombro emocionado que le
causaba la contemplación de pequeñas cosas, de insignificantes objetos y
situaciones cotidianas que menudean en nuestra vida. Había ya entonces en ella,
y así lo atestigua su memoria, un modo atento e intenso de mirar alrededor. Por
lo que conocemos de su obra, su vasta formación humanística le procuró
herramientas con que analizar las múltiples formas que la vida adquiere, y su
talento creativo le ha permitido traducir esa observación lúcida, esa
comprensión sagaz de lo real en expresión poética, reflexión ensayística o
construcción narrativa.
Me
vienen más momentos de su bello discurso, pronunciado con pasión y alegría
(¡qué contenta se la veía después al recibir el galardón y saludar emocionada
al público!): “…cuanto más sé, más me pregunto: ¿por qué? ¿Cómo sabemos lo que
sabemos? Piénsenlo de nuevo: ¿y si fuera diferente?”. Reflexionó con sutileza
sobre varias cuestiones, la identidad entre ellas, a propósito de lo cual aludió
a una pregunta formulada de pequeña por su hija: “Mamá, cuando sea mayor,
¿seguiré siendo Sophie?” Buen interrogante…
El
pasado 17 de octubre nuestra tertulia inició la temporada en la nueva Pynchon
—¡magnífico lugar! Ojalá tengan la suerte y el éxito que su apuesta merece― comentando
una novela de Siri Hustvedt, Todo cuanto amé. Sin despertar un
juicio unánimemente positivo, creo que la obra provocó un diálogo tan variado y
lleno de matices como ella misma. Algunos manifestamos habernos sentido atrapados
desde el principio por esos cinco personajes principales muy bien descritos en
las primeras páginas, y habernos mantenido interesados todo el tiempo. Otros,
en cambio, confesaron no haber llegado a entrar en la propuesta de la autora o,
si lo hicieron, fue experimentando fases de descenso en el interés al hilo de
un argumento revestido en un buen tramo de thriller
psicológico, sin abandonar esa mirada vigilante de un narrador que describe con
minucia similar a la que contempla y escruta, lo cual se traduce en un
decaimiento de la acción y la intriga a favor de la introspección y el discurso
reflexivo.
En mi
opinión, nos hallamos ante una espléndida novela que muestra en la variedad de
temas propuestos la potente intelectualidad de su autora, a la vez que acredita,
en la delicadeza con que selecciona los detalles y expresa emociones ―el dolor,
el deseo, la pasión o la rabia—, su naturaleza indiscutiblemente poética.
Siempre he pensado que la creación artística más auténtica es una irremediable
extensión de la vida, por eso no me abandona la impresión de que el autor
produce su obra con los mismos mimbres con que encarna y habita su particular existencia,
lo cual, llevado a la literatura, equivale a formular algo así: “Escribimos
como somos y como vivimos”. En el caso de Siri Hustvedt, esto me parece muy
cierto. Y por supuesto me refiero a un pálpito esencial compatible con la
invención más desaforada, con la fabulación más audaz. No se trata de describir
y narrar con afán autobiográfico, sino de crear desde la íntima verdad que
sostiene a ese ser humano, aprendiz de demiurgo, embarcado en la aventura
siempre incierta de construir una novela.
Todo
cuanto amé comienza con un movimiento retrospectivo. El narrador, Leo Hertzberg, refiere que “ayer”
encontró las cartas de Violet a Bill, escondidas por este en uno de sus libros.
Alude a las dificultades que tiene en su vista, las cuales motivaron que
tardara largo rato en leerlas. Cuando acabó, supo que iba a escribir este
libro. Uno de los fragmentos de la cuarta carta menciona un cuadro de Bill para
el que Violet posa. A continuación el narrador nos sitúa en el tiempo: la
primera vez que él vio ese cuadro fue veinticinco años atrás y entonces no
conocía a ninguno de los dos, ni a Bill ni a Violet. Se trata de un cuadro
sugerente, que cautiva al narrador, donde se atisba cierto misterio y gran
detallismo: los mocasines, el taxi diminuto en una mano de la mujer retratada,
el cardenal debajo de la rodilla… Es el origen de la historia, incluso el
esbozo de los conflictos de Bill, el pintor, con dos mujeres: Lucille, con la
que en ese momento está casado, y Violet, a la que se unirá después.
Por
otro lado, también a partir del cuadro el narrador menciona a Erica Stein, su esposa, y cuenta cómo
se conocieron. Ambos pertenecen a familias de judíos alemanes de clase media y
son profesores. Ella, de Lengua Inglesa en la Universidad de Rutgers y él, de
Historia del Arte en la de Columbia.
El
nombre completo de Bill, el pintor, es
William Wechsler. Estudió Artes
Plásticas, Historia del Arte y Literatura en la Universidad de Yale, donde
conoció a Lucille Alcott, poetisa e
hija de un profesor de la Facultad de Derecho. Unos años después se casaron.
Por
último, Violet Blom, la modelo, es
una estudiante de Historia que cursa un posgrado en la Universidad de Nueva York e investiga
para su tesis sobre la histeria en Francia en el cambio de siglo. Bill la
califica como “una chica muy lista” y “una persona fuera de lo corriente” (p.
26). Será la segunda y definitiva pareja de Bill tras la ruptura de su
matrimonio con Lucille.
Presentados
los cinco personajes, el lector asiste en la primera parte de la novela al
relato de su amistad, encendida por el interés de Leo en la obra mencionada, Autorretrato,
y enseguida por la fascinación que el artista ejercerá sobre el crítico. Leo
destaca el encanto de Bill, emanado de su absoluto aire de independencia. A
través del recuerdo de Leo de aquella primera visita al taller del pintor,
vamos conociendo las peculiaridades creativas de este ―“En mi obra, yo intento
crear dudas” (p. 22)— y lo que más impresiona a aquel: “la ambigüedad”, “el
hecho de no saber adónde mirar en sus lienzos”, “la narrativa oculta en sus
obras” porque “para él, las historias eran como la sangre que recorre un
cuerpo: senderos de vida. Era una metáfora reveladora, y nunca la he olvidado”.
“Como artista, Bill perseguía lo no visto a través de lo visto. Lo paradójico
era que él había optado por presentar ese momento invisible por medio de una
pintura figurativa, lo que no es sino una aparición estática, una superficie.”
(pp. 23 y 24).
La ambigüedad y la confusión propias de la
vida reflejadas en las obras de Bill y la
función del arte constituyen, a mi juicio, los temas esenciales de esta
primera parte, junto con el ya mencionado de la amistad, que se mantendrá a lo largo de toda la obra. La vida de
las dos familias, el afecto creciente entre los personajes, el descubrimiento
de sus complejas individualidades, el nacimiento de sus hijos, Matthew y Mark, en fechas muy próximas,
la buena relación entre ellos, que, siendo diferentes, se quieren y se llevan
bien…, compondrán la línea argumental de este primer bloque que concluye con la
alusión al campamento al que acudirán los dos muchachos.
La
segunda parte de Todo cuanto amé comienza de un modo inesperado y tristísimo:
con la muerte accidental de Matt en dicho
campamento. A partir de aquí asistimos a un tramo de la historia en el que los
estados emocionales de los protagonistas adquieren absoluta relevancia. El
narrador expresa en páginas más que conmovedoras su infinita desolación, el
desgarro profundo al que lo ha condenado la muerte de su hijo, un chico
sensible, inteligente, bondadoso, dotado para el arte. La pareja formada por
Leo y Erica se rompe. Ella se marcha. Violet y Bill se convierten en el apoyo
de Leo, lo sostienen, se ocupan de que no se derrumbe. La intimidad generada en
torno al hecho de cenar juntos a diario lo amarra a la vida: “Dejé que Violet y
Bill me cuidaran, y mientras lo hacían sentí como si volviera a conocerles de
nuevo. Su intensidad me hacía sentir levemente conmocionado, como un hombre
que, tras pasar años en una oscura y lóbrega mazmorra, consiguiera al fin salir
de ella.” (p. 206)
Poco
a poco la novela modifica su rumbo para situar su centro de gravedad en Mark y
su extraña conducta. En un ejercicio de simetría estructural, la segunda parte,
que se abrió con la muerte de Matt, se cierra con otra muerte, la de Bill. De
nuevo la tristeza anega la existencia de Violet y Leo, y otra vez la solidez de
su amistad los sostiene. Mark y su extravío se convierten en la principal
preocupación de ambos. La narración
adquiere una atmósfera y un ritmo propios de un thriller, que tiene como momento culminante el viaje emprendido por
Leo en busca de Mark, aderezado por el miedo y la tensión latentes en la
amenazante cercanía de Giles y el propio Mark, dos seres desequilibrados. Nos
hallamos ya en la tercera parte.
No he mencionado aún, y debo hacerlo, la alusión al
mundo del arte en su ámbito más ruin, el de las envidias y egolatrías que
salpican las críticas, los juicios sobre las obras, y la falsedad de algunos
creadores. Ahí es precisamente donde situamos a Giles, ese joven psicópata junto al que Mark experimentará su
proceso de degradación personal, probablemente justificado también por algún
trastorno de personalidad. Otra cuestión
que considero importante: los estudios de Violet sobre las mujeres obesas y
anoréxicas; los sorprendentes análisis psicológicos en torno a lo que refleja
de nosotros el trato que le damos a nuestro cuerpo. Tampoco me he detenido en
las páginas dedicadas a describir las obras de Bill, sus series de cajas…
En fin, es esta una novela inmensa que contiene la
diversidad de intereses y conocimientos de su autora, de ahí la enorme
dificultad de sintetizarla y comentarla de un modo justo. Sé que dejo fuera de
estas líneas, demasiado extensas hace rato, otros aspectos merecedores de
alguna referencia, y lo lamento. Sin embargo, debo concluir. Voy a hacerlo
aludiendo al final, a esa aparición inesperada de un testigo que acarrea la
exculpación de Mark en el asesinato de Rafael. Algunos juzgamos este movimiento
un tanto extraño, algo forzado, como si la autora no se atreviese a culminar el
desastre vital de Mark y lo salvara en el último momento. Se apuntó que quizá
fuera Lazlo, el fiel y misterioso Lazlo, quien se ocupó de construir
eficazmente tan decisiva coartada. Se alabó la decisión narrativa de que Mark continuara libre para seguir
ejecutando su destino, pues esto confería a la novela y al personaje un interés
mayor. Dejémoslo así, con esa intriga, como algo abierto.
No obstante, no quiero cerrar mi comentario con este
hecho. Me voy a un momento también mencionado en la tertulia, a un detalle
pequeño, modesto, insignificante casi, un vaso de agua cuya observación desata
en Leo un llanto incontenible. “El agua parece ser un símbolo de ausencia” (p.
199). La escena tiene lugar durante una clase, rodeado de sus alumnos. La
dolorosa ausencia de su hijo lo inunda inopinadamente y desencadena, al fin, la
expresión de su dolor en angustiosos sollozos y quejidos. Vuelvo al comienzo de
mi reflexión, a esas palabras de Hustvedt evocadoras de su asombro infantil
ante detalles de la realidad, sus sagaces interrogantes: ¿por qué?, ¿cómo
sabemos lo que sabemos?...
Creo que esta hermosa novela constituye en el fondo
una indagación de la autora en cuanto aspira a conocer y comprender, de ahí su
amplitud de temas, enfoques y ámbitos. Orquestado por una viva inteligencia y
una extrema sensibilidad, el relato se recrea en lo visible y se zambulle con
audacia en lo que permanece oculto, escondido, con el aval de la fascinación
ejercida por el arte como misterio y refugio. Pero finalmente son los
personajes los que nos atrapan: en su persecución del conocimiento de sí mismos
y del mundo, en su búsqueda de la dicha, en su entrega a la pasión, al amor, o
al peligro y la destrucción. Y se sostienen unos a otros con la lealtad
inquebrantable de la amistad verdadera, capaz de sobrevivir a todos
los estragos de la existencia. También a la desolación infinita en que nos sume
la muerte.
Nos vemos en la próxima tertulia, el 27 de noviembre, esta vez hablando de la última galardonada con el Premio Nobel de Literatura, la escritora polaca Olga Tokarczuk, y su novela Sobre los huesos de los muertos.
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