martes, 19 de noviembre de 2019

Todo cuanto amé

(de Siri Hustvedt)

Aquí os transcribo la magnífica reseña de Josune:



Al comienzo de su discurso en el Acto de entrega de los Premios Princesa de Asturias 2019, Siri Hustvedt se remontó a su infancia y se refirió al asombro emocionado que le causaba la contemplación de pequeñas cosas, de insignificantes objetos y situaciones cotidianas que menudean en nuestra vida. Había ya entonces en ella, y así lo atestigua su memoria, un modo atento e intenso de mirar alrededor. Por lo que conocemos de su obra, su vasta formación humanística le procuró herramientas con que analizar las múltiples formas que la vida adquiere, y su talento creativo le ha permitido traducir esa observación lúcida, esa comprensión sagaz de lo real en expresión poética, reflexión ensayística o construcción narrativa.
          Me vienen más momentos de su bello discurso, pronunciado con pasión y alegría (¡qué contenta se la veía después al recibir el galardón y saludar emocionada al público!): “…cuanto más sé, más me pregunto: ¿por qué? ¿Cómo sabemos lo que sabemos? Piénsenlo de nuevo: ¿y si fuera diferente?”. Reflexionó con sutileza sobre varias cuestiones, la identidad entre ellas, a propósito de lo cual aludió a una pregunta formulada de pequeña por su hija: “Mamá, cuando sea mayor, ¿seguiré siendo Sophie?” Buen interrogante…
          El pasado 17 de octubre nuestra tertulia inició la temporada en la nueva Pynchon —¡magnífico lugar! Ojalá tengan la suerte y el éxito que su apuesta merece― comentando una novela de Siri Hustvedt, Todo cuanto amé. Sin despertar un juicio unánimemente positivo, creo que la obra provocó un diálogo tan variado y lleno de matices como ella misma. Algunos manifestamos habernos sentido atrapados desde el principio por esos cinco personajes principales muy bien descritos en las primeras páginas, y habernos mantenido interesados todo el tiempo. Otros, en cambio, confesaron no haber llegado a entrar en la propuesta de la autora o, si lo hicieron, fue experimentando fases de descenso en el interés al hilo de un argumento revestido en un buen tramo de thriller psicológico, sin abandonar esa mirada vigilante de un narrador que describe con minucia similar a la que contempla y escruta, lo cual se traduce en un decaimiento de la acción y la intriga a favor de la introspección y el discurso reflexivo.
          En mi opinión, nos hallamos ante una espléndida novela que muestra en la variedad de temas propuestos la potente intelectualidad de su autora, a la vez que acredita, en la delicadeza con que selecciona los detalles y expresa emociones ―el dolor, el deseo, la pasión o la rabia—, su naturaleza indiscutiblemente poética. Siempre he pensado que la creación artística más auténtica es una irremediable extensión de la vida, por eso no me abandona la impresión de que el autor produce su obra con los mismos mimbres con que encarna y habita su particular existencia, lo cual, llevado a la literatura, equivale a formular algo así: “Escribimos como somos y como vivimos”. En el caso de Siri Hustvedt, esto me parece muy cierto. Y por supuesto me refiero a un pálpito esencial compatible con la invención más desaforada, con la fabulación más audaz. No se trata de describir y narrar con afán autobiográfico, sino de crear desde la íntima verdad que sostiene a ese ser humano, aprendiz de demiurgo, embarcado en la aventura siempre incierta de construir una novela.
          Todo cuanto amé comienza con un movimiento retrospectivo. El narrador, Leo Hertzberg, refiere que “ayer” encontró las cartas de Violet a Bill, escondidas por este en uno de sus libros. Alude a las dificultades que tiene en su vista, las cuales motivaron que tardara largo rato en leerlas. Cuando acabó, supo que iba a escribir este libro. Uno de los fragmentos de la cuarta carta menciona un cuadro de Bill para el que Violet posa. A continuación el narrador nos sitúa en el tiempo: la primera vez que él vio ese cuadro fue veinticinco años atrás y entonces no conocía a ninguno de los dos, ni a Bill ni a Violet. Se trata de un cuadro sugerente, que cautiva al narrador, donde se atisba cierto misterio y gran detallismo: los mocasines, el taxi diminuto en una mano de la mujer retratada, el cardenal debajo de la rodilla… Es el origen de la historia, incluso el esbozo de los conflictos de Bill, el pintor, con dos mujeres: Lucille, con la que en ese momento está casado, y Violet, a la que se unirá después.
          Por otro lado, también a partir del cuadro el narrador menciona a Erica Stein, su esposa, y cuenta cómo se conocieron. Ambos pertenecen a familias de judíos alemanes de clase media y son profesores. Ella, de Lengua Inglesa en la Universidad de Rutgers y él, de Historia del Arte en la de Columbia.
          El nombre completo de Bill, el pintor, es William Wechsler. Estudió Artes Plásticas, Historia del Arte y Literatura en la Universidad de Yale, donde conoció a Lucille Alcott, poetisa e hija de un profesor de la Facultad de Derecho. Unos años después se casaron.

          Por último, Violet Blom, la modelo, es una estudiante de Historia que cursa un posgrado  en la Universidad de Nueva York e investiga para su tesis sobre la histeria en Francia en el cambio de siglo. Bill la califica como “una chica muy lista” y “una persona fuera de lo corriente” (p. 26). Será la segunda y definitiva pareja de Bill tras la ruptura de su matrimonio con Lucille.
          Presentados los cinco personajes, el lector asiste en la primera parte de la novela al relato de su amistad, encendida por el interés de Leo en la obra mencionada, Autorretrato, y enseguida por la fascinación que el artista ejercerá sobre el crítico. Leo destaca el encanto de Bill, emanado de su absoluto aire de independencia. A través del recuerdo de Leo de aquella primera visita al taller del pintor, vamos conociendo las peculiaridades creativas de este ―“En mi obra, yo intento crear dudas” (p. 22)— y lo que más impresiona a aquel: “la ambigüedad”, “el hecho de no saber adónde mirar en sus lienzos”, “la narrativa oculta en sus obras” porque “para él, las historias eran como la sangre que recorre un cuerpo: senderos de vida. Era una metáfora reveladora, y nunca la he olvidado”. “Como artista, Bill perseguía lo no visto a través de lo visto. Lo paradójico era que él había optado por presentar ese momento invisible por medio de una pintura figurativa, lo que no es sino una aparición estática, una superficie.” (pp. 23 y 24).
          La ambigüedad y la confusión propias de la vida reflejadas en las obras de Bill y la función del arte constituyen, a mi juicio, los temas esenciales de esta primera parte, junto con el ya mencionado de la amistad, que se mantendrá a lo largo de toda la obra. La vida de las dos familias, el afecto creciente entre los personajes, el descubrimiento de sus complejas individualidades, el nacimiento de sus hijos, Matthew y Mark, en fechas muy próximas, la buena relación entre ellos, que, siendo diferentes, se quieren y se llevan bien…, compondrán la línea argumental de este primer bloque que concluye con la alusión al campamento al que acudirán los dos muchachos.
          La segunda parte de Todo cuanto amé comienza de un modo inesperado y tristísimo: con la muerte accidental de Matt en dicho campamento. A partir de aquí asistimos a un tramo de la historia en el que los estados emocionales de los protagonistas adquieren absoluta relevancia. El narrador expresa en páginas más que conmovedoras su infinita desolación, el desgarro profundo al que lo ha condenado la muerte de su hijo, un chico sensible, inteligente, bondadoso, dotado para el arte. La pareja formada por Leo y Erica se rompe. Ella se marcha. Violet y Bill se convierten en el apoyo de Leo, lo sostienen, se ocupan de que no se derrumbe. La intimidad generada en torno al hecho de cenar juntos a diario lo amarra a la vida: “Dejé que Violet y Bill me cuidaran, y mientras lo hacían sentí como si volviera a conocerles de nuevo. Su intensidad me hacía sentir levemente conmocionado, como un hombre que, tras pasar años en una oscura y lóbrega mazmorra, consiguiera al fin salir de ella.” (p. 206)
          Poco a poco la novela modifica su rumbo para situar su centro de gravedad en Mark y su extraña conducta. En un ejercicio de simetría estructural, la segunda parte, que se abrió con la muerte de Matt, se cierra con otra muerte, la de Bill. De nuevo la tristeza anega la existencia de Violet y Leo, y otra vez la solidez de su amistad los sostiene. Mark y su extravío se convierten en la principal preocupación de ambos.  La narración adquiere una atmósfera y un ritmo propios de un thriller, que tiene como momento culminante el viaje emprendido por Leo en busca de Mark, aderezado por el miedo y la tensión latentes en la amenazante cercanía de Giles y el propio Mark, dos seres desequilibrados. Nos hallamos ya en la tercera parte.
No he mencionado aún, y debo hacerlo, la alusión al mundo del arte en su ámbito más ruin, el de las envidias y egolatrías que salpican las críticas, los juicios sobre las obras, y la falsedad de algunos creadores. Ahí es precisamente donde situamos a Giles, ese joven psicópata junto al que Mark experimentará su proceso de degradación personal, probablemente justificado también por algún trastorno de personalidad.  Otra cuestión que considero importante: los estudios de Violet sobre las mujeres obesas y anoréxicas; los sorprendentes análisis psicológicos en torno a lo que refleja de nosotros el trato que le damos a nuestro cuerpo. Tampoco me he detenido en las páginas dedicadas a describir las obras de Bill, sus series de cajas…
En fin, es esta una novela inmensa que contiene la diversidad de intereses y conocimientos de su autora, de ahí la enorme dificultad de sintetizarla y comentarla de un modo justo. Sé que dejo fuera de estas líneas, demasiado extensas hace rato, otros aspectos merecedores de alguna referencia, y lo lamento. Sin embargo, debo concluir. Voy a hacerlo aludiendo al final, a esa aparición inesperada de un testigo que acarrea la exculpación de Mark en el asesinato de Rafael. Algunos juzgamos este movimiento un tanto extraño, algo forzado, como si la autora no se atreviese a culminar el desastre vital de Mark y lo salvara en el último momento. Se apuntó que quizá fuera Lazlo, el fiel y misterioso Lazlo, quien se ocupó de construir eficazmente tan decisiva coartada. Se alabó la decisión narrativa de  que Mark continuara libre para seguir ejecutando su destino, pues esto confería a la novela y al personaje un interés mayor. Dejémoslo así, con esa intriga, como algo abierto.
No obstante, no quiero cerrar mi comentario con este hecho. Me voy a un momento también mencionado en la tertulia, a un detalle pequeño, modesto, insignificante casi, un vaso de agua cuya observación desata en Leo un llanto incontenible. “El agua parece ser un símbolo de ausencia” (p. 199). La escena tiene lugar durante una clase, rodeado de sus alumnos. La dolorosa ausencia de su hijo lo inunda inopinadamente y desencadena, al fin, la expresión de su dolor en angustiosos sollozos y quejidos. Vuelvo al comienzo de mi reflexión, a esas palabras de Hustvedt evocadoras de su asombro infantil ante detalles de la realidad, sus sagaces interrogantes: ¿por qué?, ¿cómo sabemos lo que sabemos?...
Creo que esta hermosa novela constituye en el fondo una indagación de la autora en cuanto aspira a conocer y comprender, de ahí su amplitud de temas, enfoques y ámbitos. Orquestado por una viva inteligencia y una extrema sensibilidad, el relato se recrea en lo visible y se zambulle con audacia en lo que permanece oculto, escondido, con el aval de la fascinación ejercida por el arte como misterio y refugio. Pero finalmente son los personajes los que nos atrapan: en su persecución del conocimiento de sí mismos y del mundo, en su búsqueda de la dicha, en su entrega a la pasión, al amor, o al peligro y la destrucción. Y se sostienen unos a otros con la lealtad inquebrantable de la amistad verdadera, capaz de sobrevivir a   todos los estragos de la existencia. También a la desolación infinita en que nos sume la muerte.



Nos vemos en la próxima tertulia, el 27 de noviembre, esta vez hablando de la última galardonada con el Premio Nobel de Literatura, la escritora polaca Olga Tokarczuk, y su novela Sobre los huesos de los muertos. 

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